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 [MUNDO]

El maestro

Por: Juan Gustavo Cobo Borda

 

Afligido ya por ese último equívoco, la gloria, Alejandro Obregón no es sólo uno de nuestros clásicos en las artes plásticas. Es también el Maestro por excelencia. Pero este término, usado a la manera colombiana, implica un mecanismo de defensa: se trata de alabar, neutralizando; de convertir cualquier rebeldía, y también cualquier concesión, en un capítulo más de la leyenda. Lo empleo, entonces, en su sentido original: me refiero a quien crea, a quien hace, a quien continúa realizando su obra. Ya que no hay, a mi parecer, figura más compleja. Dotada aún con todos los atributos de la inclasificable pasión, ésta no es otra que la pintura.

Supongo que su pasado, es decir sus triunfos, puede llegar a agobiarlo. De todos modos están ahí, certificando lo ya adquirido; un estilo inconfundible. Otra hipótesis sería pensar que le resultan por completo indiferentes. Día tras días se expone inerme ante el lienzo. Debe partir de cero, y en tal situación el camino recorrido es siempre un lastre que pesa. O sea que ya desde el comienzo percibimos la tensión: es necesario negarse para elaborar algo distinto de lo ya hecho. Y para ello cuenta apenas con el blanco de la tela, los colores y la brocha. Cuenta también, por cierto, con su memoria; con su visión y su talento.

Y si un maestro no se define jamás por sus discípulos (aunque Obregón, gracias a Dios, carece de ellos); ni tampoco por aquello que lo sostiene o lo abruma: su trayectoria, sino solo por los riesgos que corre, veremos mejor hacia dónde apunta su pintura. Rotas, fragmentadas, hechas con delicadeza o con rabia, sus figuras alcanzan una convicción elocuente para hundirse luego detrás de ese horizonte tan suyo donde el enigma reaparece. Queda, para él, el vacío de la nueva tela. A nosotros nos han quedado algunos de los buenos cuadros que registra la historia de la pintura en Latinoamérica.

¿Qué hacer ante esto? Oír su voz, de nuevo, trágica en sus mejores momentos; el poder que la distingue; toda su deslumbrante belleza. Aquí se halla planteado el dilema; si él ha sido el mejor pintor colombiano, sus creaciones recientes pueden corroborarlos pero no lo niegan. Sólo que si él no ha ido más allá de donde había llegado, todos habremos perdido algo con esto. Aquí, en la paradoja, reside su lección, problemática y al mismo tiempo ejemplar, irrepetible pero persistente: la pintura de Obregón continúa abierta.

Quien, en 1956, decía: "Para ser pintor hay que ser cuerdo. Terriblemente cuerdo y tener convicciones firmes. ¡Firmes! Y, ¡hay que trabajar!", no ha cambiado mucho. Sin embargo, quien alteró el rumbo del arte colombiano desde ese legendario 12 de octubre de 1944 en que se presentó al V Salón Nacional con títulos tan convencionales como el propio certamen: Retrato de un pintor, Niña con jarra, Naturaleza muerta, y que luego, ocho meses después, iniciaba la fatigosa tarea de crear una auténtica imagen nuestra, ha experimentado las metamorfosis más sorpresivas. Muerte y resurrección: los verdaderos maestros se distinguen por revelarse bajo máscaras distintas para seguir siendo ellos mismos. De ahí que la lucha de Obregón haya sido exclusivamente contra la propia pintura. Es decir, contra él mismo.

Comencemos por el principio. En esa época fue el pionero: nos concedió la libertad y la audacia imaginativa, bases del arte moderno. Instaló, con timidez pero a la vez con firmeza, esas mesas precarias donde se acumulaban los objetos. Pirámides cubistas, oscuros bodegones. Sólo que ese aprendiz, ya maduro, no podía contentarse con tales ejercicios previos. Vendría luego el conquistador a ejercer su dominio.

Como dice Marta Traba, durante seis años, de 1952 a 1958, "un periodo enorme en la vida de un artista" adquirió una completa seguridad en el manejo de sus elementos expresivos. Constructor de objetos simbólicos: esos cilindros y esas palomas, los cantaclaros y las copas, esas señales gráficas, se iban ensamblando, poco a poco, con rigidez geométrica.

La aventura luego. Una ambición que todavía nos conmueve. Con los cóndores de 1957, y no en Barcelona, España, en 1920, nace un pintor. Toros; volcanes de 1959; manglares del 60; aves cayendo al mar, en el 62; barracudas en el 63. Finalmente, en el 66. Los Huesos de mis bestias. Aquí me detengo.

Iguanas y jaguares, alcatraces y mojarras; Ganado ahogándose en el Magdalena (1955); la flora del Caribe; la nieve de los Andes, el mar y el cielo, la violencia colombiana. No existe, en nuestra plástica, conjunto tan rico, tan variado. No existe unidad mayor: la de quien consigue recrear su ámbito. Apropiarse de una tierra. Constituyen ya una parte de nuestra sensibilidad; de nuestra manera de apreciar las cosas y relacionarnos con ellas, reconociéndonos.

Esta enumeración caótica, y un tanto parcial de sus temas, que luego desglosaremos, es, como todas las clasificaciones, arbitraria. La cronología de un pintor no es nunca temporal; es siempre temperamental. Sus motivos lo persiguen, se esfuman, reaparecen, se funden. Aquellos que al parecer se hallan agotados, brotan, imprevistos, obligándolo a reaccionar de nuevo. Y un pintor reacciona pintando. Digamos, entonces, que durante un período más o menos largo estos imperaron; que durante más de un decenio, durante toda una vida, Obregón tuvo como obsesión primordial las criaturas que convivían con él, poblando las márgenes del río Magdalena; sobrevolando esos animales prehistóricos que son las montañas de Suramérica.

Estas son las series: un problema cuya solución radica en el propio problema. Variaciones sobre un objeto, sí, pero también la destrucción del mismo, hasta reducirlo apenas a pretexto. Por eso su labor consistió en profanar, distorsionándolo, aquello que ha llegado a convertirse -por obra de la propia exaltación a que lo somete- en un ser sagrado. Más real, más intenso, lo desentraña en la misma medida en que acentúa su complejidad. Despojo que es a la vez máxima riqueza: los huesos calcinados. En ese concluyen todas sus series.

Algo genérico pero muy concreto, ya que todos ellos -toros, cóndores, alcatraces- fueron captados en estado crítico. Al comienzo, o al final, de una experiencia que los modifica, en forma sustancial. "Figurativo expresionista", se ha dicho. Pinta, en verdad, formas reconocibles. Sólo que cuando el espectador las distingue, ya han entrado a formar parte del riguroso orden de la pintura.

El último cóndor, de 1965, es, por ejemplo, una elegía. Aquí ya no queda nada de esas siluetas que se erguían sobre los picos andinos. Sin embargo, ya allí, en esos pechos que ardían en azules, estaban los gérmenes que habrían de producir este sacrificio. Flechas, círculos; un detalle alusivo: concluye una búsqueda y se yergue, absoluta, la pintura. ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo es esto posible?

Una lectura, a primera vista, de toda la obra de Obregón demostraría cómo ha trabajado, casi siempre, con el mismo método de composición. Concentrar su esfuerzo en un rectángulo, no importa dónde se halle situado, y abrir a su alrededor un espacio. O colocar, en dicho espacio, otro rectángulo que haga de contrapeso. Una vez establecida esta delimitación de fronteras, los elementos se ordenan, de modo vertical y horizontal. Torres abigarradas, como en sus comienzos; o ese escenario que respira hasta diluirse en la lejanía.

Vendrán luego tensiones y contrastes, fuerzas en pugna, áreas que se dislocan. Saturación, por una parte; y luego, en transiciones a veces ásperas, en otros casos increíblemente moduladas, lograr que ese rectángulo se convierta, por aislamiento o por rechazo, en un nudo de materia ígnea, a punto de estallar. Pero esta sería una descripción, en blanco y negro, de su trazo viril y de su detallismo barroco. Del contrapunto que los dos establecen.

Los grandes brochazos articulan la superficie y la caligrafía, típicamente suya, se arracima en círculos, paréntesis, líneas. En plumas, garras y espinas. Así el color, en sus dos modalidades, diluido al fondo, intenso en el primer plano, es el que se encarga, en definitiva, de armar el cuadro. Enlaza sus partes. Establece las relaciones del conjunto, consigo mismo y con quien lo mira. Oscurece e ilumina y, en ocasiones, lo salva cuando la composición se halla a punto de desfallecer.

Fresco, húmedo, este color engendra los claroscuros más perturbadores; las más dilatadas agonías. Rojo ardiente, azul eléctrico, verde marino. Unos violetas inverosímiles. El amarillo solar. La gama infinita de los grises. El blanco-y-negro final de un eclipse. Tal es su reino. Una sensualidad milagrosa que desemboca, por momentos, en un chisporroteo que es puro júbilo. A eso lo llamo el placer de la pintura.

El color conforma así su personalidad creativa. Sus rotundos macizos se han trocado en una ala caída, en un penacho, en una última voluta de trópico florecido. Obregón, como todos los trágicos, es también un lírico.

Recapitulemos: la pintura de Obregón es un combate permanente. Primero: entre el rectángulo conflictivo y ese espacio que lo circunda. Segundo: entre sus vastas superficies y lo refinado de su escritura. Tercero: entre la apariencia visible y esa esencia, también visible, en que queda convertido todo cuanto mira.

Pero hay otro problema que Marta Traba formuló así: "Lo contradictoria de la pintura obregoniana es, justamente, que todos los elementos sean dinámicos y, sin embargo, el toro-cóndor no fluya, los manglares no se dispersen y los pescados dejen de sobreaguar en el horizonte". Ella atribuye esto a la inmovilidad del país. Sugiero otra hipótesis, quizás más idealista.

Obregón es un romántico. Se halla hechizado por la hermosura del mundo, y teme que está desaparezca sin habérsela apropiado. Sólo que el instante de máxima plenitud es aquel que presagia la muerte. Y Obregón anda siempre pintando monumentos fúnebres. Esa apoteosis, esa fulguración que él atrapa en sus lienzos, es el momento extremo: cuando las presencias son más ellas mismas. El ave cae al mar; el toro se desploma; el estudiante permanece rígido sobre la mesa; la mujer, embarazada, invade todo el mundo.

Quizás un paralelismo aclare aún más la cuestión. Un pintor como Fernando Botero suscita la complicidad. Preservamos nuestra dosis de mal gusto, nuestra obesidad moral frente a ese espejo que nos deforma. No podemos ser así, nos decimos algo inquietos y reímos, aliviados.

Obregón, en cambio, exige la admiración incondicional. Su tono es épico, no satírico. Se trata de un drama; algo crucial, elevado a su punto más candente. Pinta con la endemoniada lucidez del trance, rápido, queriendo atrapar aquello que se evade, y su pintura conserva intacta esa capacidad mágica. No hay distancia, ni crítica. Nos dice: estos restos que dispongo así, entrelazados, confusos (y no otra cosa son Los huesos de mis bestias; no otra cosa, por ejemplo, es Genocidio), llenándolo todo, son un mito, no una anécdota. Lo que denuncian es algo más grave que una circunstancia concreta. Es la misma existencia.

Y fue durante esta época cuando Alejandro Obregón nos dio autonomía plástica. Lo específicamente nuestro se convirtió en lenguaje con validez universal. Octavio Paz dice que una de las misiones del pintor es "enseñarnos a ver los que no habíamos visto, enseñarnos a creer en lo que él ve".

Vimos lo nunca visto: cóndores, jaguares, mojarras, y los vimos como nunca los habíamos visto: bajo la peculiar óptica de Obregón. Así que ya no podemos verlos de otro modo. Tal es su triunfo. Y tal, también, la encrucijada a la que se halla sometido. Porque quietos, solitarios, fueron, al tiempo, los primeros y los últimos de una especie. En esos dientes o en esas calaveras; en esos pliegues, de manto real, o en el juego de las luces, a punto de extinguirse, alienta, terrible y frágil, la poesía. Pero también allí asoma, insidioso, el desastre.

En 1967 Obregón pinta los Icaros; en el 68, los paisajes para ángeles; en el 73 las vírgenes de la Anunciación. ¿Por qué este cambio?

La pintura moderna no es más que una larga cadena de desenfados e irreverencias; el bigote de la Monalisa, por Duchamp; o las aventuras de Picasso con las ninfas mediterráneas: Rauschemberg entrando a saco en La divina comedia; Cuevas y Kafka...

Obregón irrumpe en la mitología griega. Su celeridad es vertiginosa y el color más clamoroso que nunca. Icaro calcinado, de 1967, es cinematográfico. Hay, sin embargo, en estos homenajes, demasiada sabiduría. Obregón pasaba -lo dijeron en aquel entonces- por un buen momento, pero es conveniente que un artista no sepa, de antemano, todo lo que va a hacer. Es mejor que ignore algo y que extraiga de esa oscura caverna el verdadero conocimiento. Para Kandinsky, ver era sinónimo de imaginar, e imaginar de conocer. Obregón ve y conoce. Apenas si imagina. Intuimos el desarrollo, no por Icaro, pues ya sabemos que su desenlace es la muerte, sino por la manera como Obregón pinta. Es la misma. Y cuando la tentación de decir que el Maestro se repite es irresistible, su retórica es la encargada de sacarlo adelante.

El tumulto se refrena. El vuelo es más lento. Algo se ordena, se contrarresta, se solidifica. Está en su madurez, pero la madurez ha de ser, así mismo, una perpetua juventud, y de aquí se hallan ausentes el calor y la furia. El total irrespeto. Están ausentes, también, su inspiración errática pero certera; y esa capacidad de brindarnos sensaciones y dejarnos allí, deslumbrados y estáticos, bajo el aplastante milagro, como sucedía antes. Ahora hablamos, comentamos. Esto es mejor que aquello. Reconocemos el virtuosismo y también las trivialidades: ¿para qué? ¿Son una ayuda, una guía? La pintura, por cierto, no requiere de guías. Esta allí.

Un sospechoso nacionalismo nos podría llevar a afirmar, por otra parte, que el mejor Obregón es el que pinta -como sólo él sabe hacerlo- ese sector de nuestra geografía, tornándola anímica. No lo creo así: la prueba de fuego consiste en domar no sólo lo propio sino también lo ajeno. Sentirse instalado, con tranquilidad, en esta porción y en la totalidad. Y Obregón aspira a ello. Así que las exigencias que ahora le hacemos son las mismas que él se hizo. Quien se acerca demasiado al sol, muere: tal el sucinto resumen de Icaro. De Van Gogh, suicidado por la sociedad, según la exacta expresión de Artaud. De todo verdadero pintor. Y Obregón lo es. Sus dudas son las nuestras. Sus preguntas nos conciernen. Por ello todo comienzo de aproximación a su pintura -tal este caso- comienza por ser emotiva, casi pasional. Somos nosotros mismos los que nos interrogamos por intermedio de él.

Tuvo, en algún momento, la Biblia como referencia. (A ello no es ajeno que Pablo VI le encargara para el Vaticano una Anunciación, realizada en tres días). Mujeres con la cara cubierta y desnudo el cuerpo. El mensajero que recuerda, no sé cómo, una escultura futurista, desciende comunicándoles la buena nueva. ¿Qué decir ante esto? La gente, o los críticos, seguramente dirán (o no dirán mucho). Al iniciar este libro prefiero recordar un aforismo de José Lezama Lima: "Mientras el hormiguero se agita, al Perugino se acerca a su ayudante y le dice: Prepara la sopa; mientras tanto voy a pintar un ángel más". El Ángel de la Pintura, cuyo rostro esta velado. El Maestro sigue siendo el Maestro.

Y los maestros nunca son tajantes. Se limitan a sugerir por medio de parábolas. Despliegan, ante nosotros, el vasto espacio del asombro. Reelaboran las mismas graves preguntas que Gauguin se planteó en una tela de 1987: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? He aquí los interrogantes que la pintura de Obregón también nos formula.

 
©CoboBorda