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Del museo Hirshhorn en Washington al Grand Palais
en París, del Centro de Arte Reina Sofía en Madrid al Hermitage en
San Petersburgo, de la Plaza de la Señoría en Florencia al Palacio
de los Papas en Aviñón: tales, algunos de los lugares consagrados
donde Fernando Botero ha expuesto su obra.
Sin olvidar los Campos Elíseos en París, el Paseo de Recoletos en
Madrid, Park Avenue en Nueva York y calles, parques y avenidas de
Lisboa, Buenos Aires o Montecarlo, donde sus esculturas convocan
multitudes, ávidas de tocar esas masas tersas y sensuales que
caracterizan su obra.
Una apoteósica carrera para el delgado muchacho que en Medellín
pensó en algún momento en ser torero, al eludir así su inevitable
destino de comerciante. Consciente también en alguna forma de cómo
el oficio de pintor podía situarlo en la marginalidad bohemia de
los parias, en una sociedad mercantilista hasta la médula, como
era la suya.?Con una terquedad de trabajador infatigable, que
desde sus inicios como ilustrador del suplemento literario de El
Colombiano defendió su vocación a capa y espada, y con un estudio
concienzudo y riguroso de la pintura misma, desde los inicios de
su aprendizaje hasta el día de hoy, marcó las dos grandes
coordenadas de su desarrollo. Trabajo y estudio, y una pragmática
manera de luchar por su opción estética, cueste lo que cueste.? A
su vez, este oficio y este estilo se sustentaron muy pronto en un
definido horizonte: el de la historia del arte y el de América
Latina, donde, como él mismo lo dice todavía, es posible mentir
para ser creído. Donde el artista es aún aquel ser que crea mitos.
Donde la herencia precolombina, colonial y barroca engendra nuevas
imágenes convincentes, que nos permiten ser reconocidos.?
Botero, es bien sabido, expande el mundo, lo dilata por razones
estéticas que él formula con lucidez. Pero la sabiduría popular,
necesitada de sólidas certezas, cancela el asunto con un tajante:
?las gordas de Botero?. Sí, las gordas de Botero, exuberantes en
medio de nuestra pobreza secular y capaces de poner en solfa todos
los paradigmas del arte occidental, trátese del rapto de Europa,
la Venus de Milo o la indescifrable sonrisa de la Gioconda, de un
gladiador romano o de un Cristo sangrante.
Algo de barroco hay en él, tal como lo definió Álvaro Mutis: ?El
barroco irrumpe como una entusiasta explosión en la que participan
al unísono todas las artes. La arquitectura, la pintura, la
música, las letras empiezan de repente a girar en el ebrio sueño
de un delirio que nadie puede detener. A la aséptica rigidez del
calvinismo, a su intransigencia asfixiante, en donde solo las
sórdidas astucias de un comercio con bendición de lo alto tenía
validez y virtud reconocida, solo esa delirante exaltación
angélica del barroco opuso con eficacia la respuesta justa y la
fértil enseñanza?.
Pero ese barroco español, ?el reino del doble reflejado?, como lo
caracteriza Severo Sarduy, al llegar a América, se hace uno con
una naturaleza que satura el lienzo con sus grandes hojas de
plátano, asfixiando casi al obeso nuncio de rojo y su acólito de
blanco con el verde absoluto de su horror al vacío, tal como
sucede con su cuadro El Nuncio, 2004. Naturaleza y cultura en
tensa pugna.?
Pero a la vez, esta fusión de pieles, lenguas y espacios en donde
se incuba el mestizaje sudamericano, y su expresión barroca, tiene
un reverso fascinante: la expansión está acompañada de la
irrisión. Al monumento lo resquebraja la risa, la deliberada
voluta que nos recuerda lo frágil de todas las presuntuosas
jerarquías. Un faltar al respeto, un reírse de maestros y cielos
sublimes, para mostrar cuánto mal gusto, cuánta chabacanería
pomposa maquilla a esas fatuas damas de sociedad. Cuánto vacío
soberbio debe albergar el señor presidente para continuar
representando su papel. La ambición tiene algo cruel: utiliza todo
para nutrir su vanidad. Pero un ojo bizco, un chaleco desajustado,
la bolsa grotesca del pantalón muestran el ojo feroz de Botero
para reiterar la ceremonia y burlarse de la misma. Para poblar el
palacio con untuosas y serviles comparsas. Para dejarlo aún más
solo, entre militares, lacayos y loritos parlanchines que repiten
cuanto oyen, en un coro vacuo.
Los colores no parecen armonizar y las formas se salen de madre,
sabiendo que la realidad no es como la describen los escritores o
la retratan los pintores. Y, sin embargo, la carga poética, junto
con su aguijón crítico, deforma las cosas y hace que la rugosa
realidad cotidiana cobre un vuelo, un aliento transformador que
todo lo cambia, aligera, deforma o tergiversa, oprimiéndonos con
su aplastante presencia. Obligándonos a participar, sin
escapatoria, de la visión única de cada artista. De Velásquez al
Greco, como de Giacometti a Botero mismo hay abismos de
configuración y perspectiva, que responden a su peculiar e
intransferible enfoque. A un mundo: su mundo. Como lo resumió el
mismo Severo Sarduy, Botero sería en definitiva: ?Un Rubens
colombiano, cuyos modelos, bien satisfechos tras una siesta
criolla o de los festivos placeres de la mesa, se van haciendo
corpulentos, robustos, esféricos como planetas?.
Juan Gustavo Cobo Borda
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