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Cuando Leonardo Da Vinci (1452?1519), el hijo
bastardo del notario, envió a Lodovico Sforza, El Moro, Duque de
Milán, su carta-currículum ofreciéndole sus servicios, hacia 1483,
de seguro muy pocos hombres en aquel tiempo podrían ofrecer
semejante repertorio de habilidades.
?Conozco el medio de construir puentes muy ligeros y
fuertes (...) Sé cómo se vacía el agua de los fosos
cuando se asedia una ciudad (...) Sé cómo construir bombardas muy
cómodas y fáciles de transportar que proyectan una fusión de
proyectiles ligeros y cuyo humo causa un gran espanto en las filas
del enemigo (...) Ítem, haré carros cubiertos bien protegidos y
seguros, que, penetrando en las filas del enemigo con su
artillería, conseguirán que ni la mayor multitud de soldados sea
capaz de resistirlos (...) En tiempos de paz, creo ser capaz de
rivalizar con cualquiera en arquitectura, para la construcción de
edificios públicos y privados, y para la conducción de agua de un
lugar a otro. Del mismo modo, ejecutaré en escultura de mármol, de
bronce o de arcilla, y similiter en pintura, todo lo que puede
hacerse tan bien como cualquiera y cualquier tema que se desee?.
Curioso que solo al final mencionase la pintura, deseoso como
estaba de convencer a su posible empleador de sus dotes de
ingeniero militar. Pero lo paradójico de su proteica personalidad,
de su genio, en definitiva, reside en que muy pocos de quienes lo
conocieron, y usaron sus servicios, llegaron a saber, en
definitiva, quién era este hombre consumido por la inquietud
mercurial del saber.
Esta espléndida biografía de Marcel Brion (Ediciones B, 2004) nos
aproxima, a la vieja usanza de magníficos biógrafos como Emil
Ludwing, Stefan Zweig o André Maurois, al evasivo núcleo de este
ser devorado por sus propios dones. Ya en 1550 Giorgio Vasari, uno
de sus primeros biógrafos, lo dijo en sus Vidas de los más
excelentes pintores, escultores y arquitectos italianos: ?Hubiese
obtenido grandes beneficios de sus estudios de ciencias y letras,
si no hubiese sido caprichoso y voluble, pues comenzaba a estudiar
muchas cosas y luego las abandonaba?, para rematar refiriéndose a
otro de sus innumerables sueños: ?quedó sin terminar, que era el
destino de casi todos sus proyectos?.
Pero los visionarios quizás no estén en la obligación de concretar
sus intuiciones, sino de señalar el futuro, por más que Leonardo
fuese de una minuciosidad exasperante en sus miles de páginas de
bocetos, sumas y atisbos perspicaces. Desde la canalización del
río Arno, de Pisa a Florencia, hasta el dibujo del feto adentro
del vientre materno. Desde los esbozos de lo que sería con el
tiempo paracaídas, helicóptero y submarino, hasta posibles robots.
Su mente era pragmática, de utilidad pública, pero el trasfondo de
sus cuadros siempre ofrece un paisaje enigmático, de claroscuros
oníricos y montañas y riscos sumergidos en una luz no precisamente
terrenal. Podría ser el contorno de su Toscana natal, pero el
sfumato que lo diluía solo podía provenir de un excelso pincel.
Allí quedan entonces sus retratos de Ginevra De Vencí y de La dama
del armiño, para recordarnos que si bien el pintor cortesano podía
renegar de sus caprichosos mecenas ?en su Codice Atlántico anotó
con rabia: ?Los Médicis me han hecho y me han deshecho?? él
perduraría mucho más allá de ellos, del mismo modo que la burbuja
inflada del poder estalla bajo el aguijón del artista. Como pasó
con su maqueta en barro para la colosal estatua del padre de
Lodovico, Francesco Sforza, que terminó destruida, como blanco de
tiro de los soldados franceses que invadieron Milán.?
Brion, autor también de útiles biografías de Miguel Ángel y
Maquiavelo en esta misma editorial, no desdeña sugerentes
capítulos interpretativos sobre lo que la cueva, el laberinto o el
agua significan en la cosmovisión de Leonardo, pero a la vez nos
lleva, con mano firme y segura, en documentación y comprensión, de
lo que significaron logros únicos como La última cena; La Gioconda
o Santa Ana, la virgen, el niño y San Juan.?Artista que piensa y
reflexiona, que estudia botánica y anatomía, que considera a la
figura de Judas más sugestiva en su posible traición, que a la
probada fidelidad de los otros discípulos, este pensador de las
montañas azules y el remolino del agua sabía muy bien lo que
hacía. Lo dijo en su Tratado de la pintura: ?Lo que forja la
nobleza de algo es su eternidad; la música que va consumiéndose a
medida que nace no iguala a la pintura que, vitrificada, se hace
eterna?.
No es de extrañar, entonces, que el cine, la televisión, la prensa
de todo el mundo nos hablen hoy de Leonardo, por razones
circunstanciales, y que se justifique, incluso con tales
pretextos, volver al auténtico artista que fue Leonardo, con
valiosas biografías, como esta. El hombre capaz de escuchar el
vuelo de las aves y definir la pintura como ?una poesía muda?.
Juan Gustavo Cobo Borda
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