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Germán Botero lleva muchos años oyendo la voz de la tierra. Sus fuegos internos y los metales que cuece en el horno de la geología. También las sugerentes aleaciones que se dan en los talleres de fundición, donde bronces, hierros y aluminios, puros o cohabitando en el crisol de su mente, engendran una secuencia de formas que pueden llevarnos al mundo precolombino como a las maquinas del deseo en el libro El Anti Edipo, de Gilles Deleuze, tan leído en Medellín, en el momento en que realizo sus estudios de arquitectura.
Comencemos por tal principio. Su formación de arquitecto, la racionalidad geométrica de esas líneas construyendo en el espacio un concepto. Una máquina para vivir. Poco a poco su atención a la minería indígena, lo desvía de su proyecto inicial. ¿Qué encuentra?. El Museo del Oro. Las culturas Zenus y Quimbaya . El cerro de Buriticá. Los socavones hechos por los indígenas. La minería de aluvión, en tantas acuarelas y oleos de barehequeras que pinto Pedro Nel Gómez. Aquello que con la llegada de los españoles se convirtió en rapiña y despojo, doblones para pagar la empresa militar de Flandes, fe católica versus reforma protestante. Esa acumulación de capital que fundió indiscriminadamente tantos objetos rituales, de honda carga mítica, en religiones animistas que mantenían fecundos diálogos con el cosmos integro.
Por ello varias piezas suyas tienen configuración de tumba o de tambor para transmitir un mensaje insospechado. La tierra es la cavidad a cuyos huecos se superpone una plancha de madera que al ser golpeada resuena a miles de kilómetros. Los troncos ahuecados -Maguaré- que se queman en el corazón de la Amazonía y que transmiten llamados o noticias a muchos kilómetros los ha recreado en tubulares bronces. La madera se ha vuelto metal y el código de referencia nos reitera: piel líquida, piel plana. Simple piel que incita a tocar la paradójica suavidad tersa de esos círculos, de esos óvalos, de esa semilla grávida, de esa suerte de ballesta, en viaje hacia lo desconocido. Señalan, en el piso, una dirección y parecen llevar en su interior clausurado una carga simbólica, un alimento espiritual rumbo a ese hogar, donde la barbarie, al cocinarse, se torno cultura. Donde sus asperezas son también lenguaje.
La fascinación de su trabajo radica en conjugar estudio y profundización en el sustrato ancestral y su posterior formulación en el idioma más depurado de la escultura contemporánea.
Láminas verticales. Ovoides cavidades que juegan, como en la alquimia, en base tres, para ir así dándonos algunas claves de su mundo.
Lo primitivo y aquello que la tecnología reelabora. La racionalidad al servicio del inconsciente. El estudio focalizado de lo regional, en sus urdimbres y manufacturas artesanales, con su transformación en un lenguaje universal que hoy en Corea, China o Canadá, se sitúa a la vanguardia de los escultores contemporáneos, donde las grandes ruedas, los aguzados monolitos, o las huacas horizontales a ras de tierra, tienen todas ellas un aura magnética, de monumentalidad contemplativa y a la vez de instrumentalidad gratuita, al servicio de la estética. O del juego inicial de la infancia, como sucedió con la proliferación avasallante de sus cuatro docenas, de blancos trompos en cerámica, superponiéndose en dimensiones variables. Si la rueda mueve, y los monolitos son instrumentos, si las huacas aluden al rito funerario y sus tesoros escondidos, el trompo vuelve a rotar y a zumbar como la tierra misma, aunque todos ellos inertes, solo tengan consigo la energía vibrante de una escultura que en su textura, ensamblaje o pulimento nos reclaman tacto y mirada, evidencia del espacio ocupado por un objeto proveniente de la mano del hombre.
Otra vertiente, también lograda, de su trabajo, es la que proviene del mundo de la artesanía, con sus sombreros de iraca y las hormas sobre las cuales se confeccionaban. Las puntas de cacho, ahora vertidas al metal, que ayudaban a trenzarlos. Conos de puntas aplanadas que dispone en su danza de afinidades y contrastes, donde siempre el macizo volumen dialoga con su antítesis de pulida tersura. Y donde el peso gravitante de los mismos parece suspendido en el espacio debido a la parrilla hueca sobre la que los ubica.
Algo me llevo a pensar en los cubos de mármol que Marcel Duchamp encerró en una jaula. Pero aquí estas puntas, estas secuencias ovoides, esa suerte de recipientes cucharas, para incienso o líquidos propiciatorios, estas simples oquedades tienen que ver con la paradoja mayor. El deseo, que se representa con la fluidez sugerente de los sueños y la ceguera del tacto al explorar el misterio insondable de la superficie; ahora esta acotado a los limites de una maquina ya en desuso, de un placer gratuito, de un derroche que en anverso y reverso terminan por mirar al vacio, como husos astronómicos presos en la tierra.
Porque las maquinas que en el siglo XIX se importaron para la explotación minera o las tolvas usadas para limpiar los granos de café, han trocado la funcionalidad industrial en objeto de reelaboración artística.
Lo que el artista capta y rescata, en arqueología industrial , extrayéndolo del olvido, alterándolo, dándole una nueva vida, sin desdeñar sus característicos originales y suspendiendo su deber pragmático.
Sentimos, entonces, el rumor del agua moviendo la rueda y ella extrae, del lecho del rio, no solo arena sino quizás también una pepita de oro. El dorado que se difuminará por los atenuados espacios de la galería de arte, o del museo, para mostrarnos como visión y técnica han logrado la configuración de objetos nuevos e imprevistos que resumen el devenir de nuestra cultura, desde lo precolombino hasta hoy, con una enérgica y sin embargo siempre depurada belleza.
Juan Gustavo Cobo Borda
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