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El pintor caleño Oscar Muñoz (1951) siempre se ha preocupado por las ambiguas, inquietantes, perturbadoras relaciones entre la mirada y la realidad. Entre la percepción con que abordamos el mundo la imagen evasiva con que este responde a nuestro acoso.
En la década del 80, el dibujaba en blanco y negro, las vacías atmósferas con que Edward Hopper había mostrado en color la terrible soledad de la vida norteamericana. Pero la mujer que Muñoz sentaba en una cama, como Hopper, atisbando por la persiana, cobraba, en el delgado hilo de la luz, o en el escorzo de la puerta entre abierta, otro papel. No estaba sola. Un voyerista, que además dibujaba, la asediaba con su ojo implacable. Su talento pasmoso para el dibujo ofrecía, en verdad, los fantasmas incorpóreos de sus propios sueños. Sueños marginales, de suburbio e inquilinato, donde la imagen precaria de esos cuartos anónimos (¿el de una prostituta desganada a la espera del nuevo cliente?) lo que estaban planteando era en realidad la vieja pregunta: ¿qué vemos? Lo que vemos, como en otra serie suya denominada Espacios, era un simple ángulo del mundo. El rincón donde un arrugado papel periódico, en carboncillo, sobre unos baldosines trajinados por el uso, nos ofrecían una penumbra expresiva. Unas sombras elocuentes, pero desechables: cajas, bultos, miseria.
Su afán de aferrar y hacer real no solo lo que creía ver sino lo que su lápiz imaginaba. Quería transcribir con fidelidad de foto realista, de minimalista de lo superfluo, pero en realidad alteraba todo con pasión artística.
Continuaba así su exploración de la realidad incorpórea, con una mirada que armaba el mundo. Sugería, como jugando, en esas cortinas de plástico, que pueden verse en la Luis Ángel Arango, pintadas en acrílico, esos fantasmales y evanescentes cuerpos que el vaho de la ducha parecía haber sobreimpreso en la ondulante superficie. Podíamos tocar y mover el plástico en movimiento. Jamás lograríamos asir esas borrosas siluetas de niebla amarilla. Pero Muñoz nos había atrapado de nuevo, una vez más. Desde la escena ya clásica con la que el perverso bonachón sonriente llamado Alfred Hitchcock nos había aterrado en Psicosis hasta esta variación espectral: ¿Quiénes somos, qué vemos? Quizá por eso otra de sus propuestas se llamó Aliento: para que la oscura superficie nos reflejase era necesario soplar primero. Dioses que infundíamos vida a esa nada evanescente. Expone en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, en la galería Teorética de Costa Rica y se anuncia una muestra suya en el paseo de Bellas Artes de Sao Paulo. María Iovino acaba de publicar un libro sobre su obra: Volverse aire, y en él, su coherente y a la vez sorpresiva trayectoria es registrada con puntual enfoque. Una obra que, aludiendo a nuestro país en rostros que se descomponen, en cuerpos tiznados por el negro de la muerte, -tiene sin embargo un remoto paraíso detrás suyo: Esa ciudad, Cali, que un grupo de creadores no dudó en llamar Kaliwood en homenaje a la diosa Khali, sangrienta deidad hindú. Se trataba del escritor Andrés Caicedo, de los cineastas Luis Ospina y Carlos Mayolo, del fotógrafo Fernel Franco y pintores como Ever Astudillo y Oscar Muñoz.
No estaban solos: tenían una tradición que cuestionar. La que representaba el Tec de Enrique Buenaventura, y el Museo de Arte Moderno La Tertulia, de Maritza Uribe y Gloria Delgado. La de los Festivales de Arte de Fanny Mickey y los anti-festivales del nadaísmo y Pedro Alcántara. Toda una eclosión creativa que hoy mantiene Amparo de Carvajal y Proartes y que registra un libro como el de Fernando Cruz Kronfly sobre la cultura del Valle del Cauca o el catálogo de la Tertulia preparado por Miguel González. En medio de todo ello se sitúa la obra de Muñoz. Una obra de sombras inquietantes, donde la lluvia que también puede ser lágrimas, disuelve rostros anónimos y el propio rostro suyo. Donde caminamos sobre vidrios de alta seguridad en cuyo interior planos fragmentados de nuestras ciudades se rompen y craquelan. Donde el perpetuo eclipse en que vivimos apenas si nos permite asomarnos, por diminutos agujeros a ese cielo siempre blanco de Cali, que opaca todo lo demás, y donde la gente, como dice Muñoz, incluyéndose a sí mismo, "parece desintegrarse a una determinada hora del día". Nada más incitante, entonces, que mirar el rostro de este artista caleño que expone el suyo, bajo todas las técnicas: carboncillo, acrílico sobre plástico, polvo de carbón sobre agua, y película de grasa, ara que de ellos surja nuestro multiforme y colectivo rostro de todos. El arte es individual pero su resultado nos concierne y agrupa.
Todo ello confluyó en una notable muestra de la Alianza Francesa de Bogotá donde Muñoz estudia, como entomólogo científico, su propio rostro. Un rostro ya fijado, en su premonitoria mascarilla fúnebre, o un rostro, ya inaprehensible, al ser dibujado en el fondo del lavamanos. Fotos y videos registran esa acción efímera y, en definitiva, casi imposible. Debido, en primer lugar, a que el agua espejo duplica la imagen en una cámara de ecos, fuerte en un primer plano que es en realidad el fondo del lavamanos, tenue en ese segundo plano que el juego de espejos que es el agua, ha suscitado en apagados ecos.
Pero mientras el glogloteo succionante del sifón arrastra el agua, también las líneas de dibujo se rompen, distorsionan, elogan y alteran, precipitándose ene el remolino que borrara, en segundos, ese nuevo combare entre lo que la mirada percibe y el pulso de la mano fija en vano. El epitafio del gran poeta inglés Keats en su tumba en Roma reza literalmente: "Aquí yace uno cuyo Nombre fue escrito en el Agua". Igual podría decir Muñoz de sí mismo.
Seguirse, buscarse; en definitiva: crearse. Hay también una suerte de espejo-lupa. Transparente y a la vez rayado como una llovizna sobre la superficie. Lo levanto para mirar a alguien y su rostro surge, superponiéndose al mío. No existo: adquiero sus rasgos. Nos involucramos en su diálogo imprevisto: soy los otros que miro. El sujeto de la representación, ese dudoso yo, no es más que una mirada errante que busca, a través de esa pantalla que es el mundo, adquirir el peso de la única realidad posible. La que Oscar Muñoz, con su arte, con su gran arte, le otorga con una riqueza poliédrica e inabarcable. La riqueza sin fin de un gran artista, al deshacerse a sí mismo.
Atestiguando su importancia la gran muestra de 2008 "Documentos de la amnesia", en Badajoz, España, en el MEIAC (Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo).
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