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Los padres vinieron de Estambul para afincarse en Chile en 1939 y por
ello el joven Samy Benmayor (1956) tiene su infancia modulada por una
lengua muy próxima del español pero quizas mas
musical y
flexible: el ladino.
El idioma propio de un judio sefardi que ha tenido la música
cerca de
su corazón pero que ha volcado su mundo en la pintura. Lo
que te sale.
Lo que te expresa. La imagen que quizas sea inolvidable y que concilia
los dos sentidos de la palabra estampa. Ese sello que es imagen
sólida
y duradera y que a la vez es impresión perdurable.
Proceso que vivió en el Taller Arte dos Gróficos
a partir de 1999
cuando el Museo Sefardita de Caracas le pidio participar en un libro
colectivo, El Viaje, donde tenía la opcion de trabajar en el
mismo
lugar donde se haria el libro.
El, que confiesa no tener una obsesión por los materiales
mismos - la
bilis de buey o la cola de conejo como idóneas para recubrir
el lienzo-
descubrio en Bogotá el fascinante placer de vivir arriba del
taller,
desayunar y ponerse a trabajar. A dibujar con lápiz, en
caprichosa
arbitrariedad, monigotes, esbozos, tentativas, que luego limpia y
estudia vectorialmente en el computador para disponerlos, en el espacio
rotatorio y expandible de la pantalla, patas arriba y cabeza abajo. O
en cualquier otro sentido.
Allí descubriría un cómplice
apasionado en Luis Angel Parra que
acumulaba viejas prensas, tipos de letras ya desuetos, y la
aleación
mágica de un pintor, un texto y un libro de arte. Con
prólogo del
dramaturgo venezolano Isaac Chocron, El viaje inició asi su
bíblica
travesía, en buena compañía: Liliana
Porter, Luis
Camnitzer, Becky Mayer, Felipe Ehrenberg y Lydia Azout, entre otros, en
hebrero, español e inglés conjuran sus acentos,
sus lineas y
sus colores.
Franjas amarillas y puntos de color rojo se situan en el espacio
subdividido de la plancha, en el caso de Benmayor, que narra
una historia gráfica con sus ya tópicos
hombrecitos negros que alargan
sus brazos incongruentes entre sinuosas flechas.
Así los grabados de Samy Benmayor ostentan un humor
disparatado que
nace de las formas y de su conjugación imprevista. Perfiles
rusos que
parecieran provenir de Chagall se acoplan con grandes cabezotas que
dominan impavidas el conjunto. Situado todo ello en paisajes urbanos,
de siluetas de fábricas y muros de ladrillo, que tienen
tanto de
juguetes de niños como de soledad de suburbio, donde esas
siluetas masculinas, impersonales en su negrura, lloran inconsolables.
En contraste con esas mujeres rotundas y distorsionadas, con rizos
perversos, que él califica de suegras sobre grandes y
emblematicos
zapatos rojos de tacón. Juego y sátira, tragedia
y humor: hay alli el
goce del trabajo, las suscitaciones que nacen a partir de cada nueva
opción y todo ello en ciudades de entrecuzados hilos, para
incomunicarse, y la aislada situación del enclave fabril.
Todo lo cual
termina por dar un toque de alucinada intensidad a ese rompecabezas
lúdico, donde las amplias superficies recortadas en tonos
negros y
opacos resaltan aun mas la danza disparatada de sus habitantes. La
incongruencia feliz que dota de alegre picardía a su
trabajo. Laberinto
y a la vez cabalgata que refrenda el caracter exploratorio de estos
óleos y estos grabados de tanto ingenio creativo y de tan
lograda
síntesis del espacio y la forma, el color y la linea, el ojo
que teje y
ahonda y la risa que enlaza y reconforta.
Juan Gustavo Cobo Borda
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