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"El olor de circo es un hedor ligero que vuela,
un polvo como humo dorado que se eleva bajo la cúpula de
cristales, irisa los focos de luz, pone una aureola alrededor de
las piruetas de los acróbatas y cae de nuevo, ayudando
poderosamente a florecer a los payasos multicolores".
Jean Cocteau, Retratos para un recuerdo, Parsifal Ediciones,
Barcelona, 1990, p. 42.
El pueblo se estremecía con la noticia de cómo el
circo había retornado con sus jaulas de fieras y sus carromatos,
destartalados y hogareños, donde vivía la familia que integraba
ese espectáculo único.
Toda infancia quedó marcada por ese acontecimiento
de habilidad y música, de colores que no se destiñen y hazañas que
van incrementándose en la memoria. Qué banquete visual para
Fernando Botero revivir sus nostalgias y cruzar las figuras de su
ya clásico alfabeto plástico. Aquí hay leones y tigres, caballos y
elefantes, perros y monos, y algún camello escapado de las mil y
una noches. Pero este zoológico parroquial que puede visitarse en
las afueras de la carpa será luego, en la mitad de la pista, y con
el ruido metálico de barrotes que se ensamblan, uno de los
momentos de gloria de la función. Aros de fuego, látigos que
restallan, órdenes que estremecen y que conceden el milagro de
esta serie plástica. Lo que era movimiento, agitación, peligro,
intensidad en crescendo, ahora queda, en el óleo sobre tela, en el
lápiz sobre el papel, como el momento inmovilizado para siempre
con que los trapecistas vuelan por el aire, detenidos sin caer, o
los contorsionistas y equilibristas suspenden la ley de gravedad y
son más admirables aún pues son figuras boterianas por excelencia.
Volúmenes desbordados y rotundos dueños de una gracia tierna, una
inverosímil capacidad de levitar, sobre la cabeza del compañero o
en la grupa del potro a galope tendido, en ese redondel mágico, y
que ahora cruzan por nuestra mirada de asombro.
Botero ha rescatado así al maestro de ceremonias, a los músicos, a
los clowns, a los payasos de gorro, nariz roja y grandes zapatones
pegándose formidables cachetadas y rodando por el piso una y otra
vez.
Tal el poder de la pintura para fusionar hieratismo y jolgorio, un
arte singular que peregrina por el mundo y el desfile de bombos,
violines y cornetas que alborozan con su llegada.
Esa historia bien puede iniciarse en 1873 con el ya histórico
Circo Medrano que, por una coincidencia feliz, comenzó por
llamarse Circo Fernando y que no muy lejos del Bateau Lavoir en
París, convocaría a la banda de Picasso, como lo cuenta John
Richardson en el volumen I de su magistral biografía del pintor, a
reírse como niños y a trazar siluetas de arlequines y
saltimbanquis, acróbatas con pelotas y los infaltables payasos.
Tradición que el español retomaba y ampliaba después de ser
establecida por Degas, Renoir, Toulouse Lautrec, Seurat e incluso
Kees Van Dongen en los mismos comienzos del siglo XX.
Porque las figuras del circo son también artistas que refinan su
arte, ya que allí se juegan la vida trátese de la cuerda floja, el
trapecio volante o el entrenador cuyos animales se le rebelan por
más revólveres de salvas que esgrima. El hieratismo puntual
de las figuras creadas por Botero se torna así más monumental y
más atractivo en sus uniformes y sus galones, en sus entorchados y
en sus sombreros de copa y en el juego incesante de sus
contrastes, entre el forzudo desmesurado y los enanos pueriles.
Porque sobre los fondos de los grandes cortinajes a rayas, las
intersecciones de los reflectores, lo que se despliega es un álbum
de láminas, pletóricas de vida, de rituales e instrumentos que van
de tragarse una espada hasta conjurar la melancolía sentimental
del clown que llora su pena con el dolor de su violín para
recordarnos que no todo puede ser lúdico sino también tener sus
gotas trágicas. Cuando cae el telón, declinan las luces y las
gradas se desocupan.
Las imágenes de la infancia tienen una intensidad y fijeza únicas.
El tiempo no las altera y subsisten como lo estable cuando todo el
resto se desdibuja, altera y modifica. Por ello cuando Fernando
Botero por los rumbos de Zihuatanejo, en México, se topó con un
circo de inmediato resurgió el Circo Ataide de sus años jóvenes en
Antioquia. Circos transhumantes que no se olvidan y que ahora
renacen con más fuerza en los contrastes de color, en la
exageración de las proporciones y en algo muy peculiar de esta
serie: la vida hogareña de quienes integran el circo, al tender la
ropa o cargar al niño, jugar con la mascota o calentar una vez más
los músculos para estar en forma en la próxima presentación. Así
el escenario se puebla de tablas y escaleras, grandes bombos,
rodillos y pelotas que enriquecen los espacios y nos recuerdan que
hemos accedido a la intimidad cotidiana de lo que luego con la
oscuridad y las fanfarrias, con la voz engolada del presentador,
nos estremecerá pues ya vuelve el prodigio que no se detiene, las
parejas que entreabren las cortinas y salen airosas a su primera
cabriola, al sonriente saludo con que la trapecista nos seduce
antes de trepar como una exhalación o el clown nos convierte en
cómplices de su andar trastabilleante. Ya que este circo Ataide,
por más preciso en su utilería, por más erguido en la tensión de
sus cables, por más amplio en la vastedad de sus cielos, es un
circo de pintura. De los sueños que es necesario recobrar para no
perder la infancia y mantener la poesía. Baudelaire, en su Salón
de 1859, Curiosidades estéticas, lo expresó así:
"El pintor se siente cada vez
más inclinado a pintar, no lo que sueña, sino lo que ve. Sin
embargo, es una felicidad soñar, y era una gloria expresar lo
que se soñaba; pero, ¡qué digo!, ¿Sigue conociendo el artista
esa felicidad?"
Felicidad que Botero sí siente en la empatía profunda con su
asunto, que conoce y vive a fondo, caso de la corrida y ahora del
circo, e indagación intelectual y experimental sobre la mejor
forma de representar y disponer, en esos círculos, la plaza y la
pista, su teatro de formas. Ese fondo anónimo del público y esa
rotunda implantación de las figuras centrales, de pie o sentados,
la mano en la cadera, al ofrecer sus botas, su cuerpo, su traje,
su capa y el airón de sus plumas, como un heraldo del pasado
recobrado. De una imaginería ya codificada y sin embargo
susceptible de variarse en la visión siempre tan personal e
inconfundible de Fernando Botero.
Han quedado así como emblemas de esa fusión que Botero practica:
la cultura popular de pueblos y gentes, que con su aislamiento
entre omnipresentes montañas, va a la iglesia, toma trago y baila
en las casetas, para celebrar los momentos de gozo colectivo y
exultación compartida, como sucede en este rito del circo, tan
conocido como renovado cada nueva vez. Un arte familiar, por así
decirlo, al restaurar la tradición de la pintura clásica con los
motivos emanados de ese sustrato ancestral de celebración y
carnavalización de la vida. De simple derroche y dominación
de la naturaleza, con los perros que bailan en pareja y los tigres
y leones que estiran la pata para saludar mientras gruñen con un
relente de selva. El entrenador es ahora Fernando Botero que los
dispone y acomoda en su mejor pose y su más expresiva postura: un
bloque plástico en que forma y color conjugan sus cualidades y
transmiten algo más que el detalle preciso en sus distintivos
realistas para darnos también una atmósfera de ensueño, de
profunda lejanía, pues ya son también seres míticos, en la fuerza
como en el dominio logrado sobre su propio físico,
sorprendiéndonos con el modo en que Botero, como si estuviera en
una Academia tradicional, al estudiar modelos desnudos, nos los
muestra, hombres y mujeres, en la torsión de sus músculos y el
juego insospechado de sus poses nunca convencionales. Juego,
disfrute, por el arte de la pintura.
Otro detalle que la pintura toma en cuenta es cómo el circo es el
mundo de la excepción : los enanos, los monstruos, los forzudos,
gigantes y diminutos. Pero, en este caso, Fernando Botero logra
que por fin encuentren un ámbito propio, donde todo tiene cabida y
la relación jocunda con que sus oficios y habilidades se
complementan y enriquecen les otorgan porfin el sentido de su
armonía cromática, de su volumen necesario y de su justificada por
fin habilidad, sea en lo más peligroso del trapecio, el cañón que
hace volar al hombre-bala hacia su destino o los cuchillos que van
enmarcando en este caso la rolliza figura de la mujer inmóvil que
confía en el lanzador. Pero siempre subsisten el suspenso y el
miedo. El peligro. Caerse de las alturas, ser arrojado del
caballo, ver precipitarse bolos o pelotas mientras el monociclo
gira una y otra vez. Hay una rutina pero hay también una
excepción. Todo está bajo control pero todo también puede estar
expuesto al desastre. Como sobre la pintura dijo Geogres Braque:"No
hay que reconstruir la anécdota sino construir un hecho
plástico". Tal lo que Botero hace con este tema.
LA TRAPECISTA
La Trapecista encarna el drama del amor
y está siempre en manos del aire.
La Trapecista no comparte el estigma:
ser de la tierra y regresar a la tierra;
vivir atados al polvo
por la ley de la gravedad y por la pesadumbre del cuerpo.
La Trapecista actúa siempre con dos
pero nunca se queda con ninguno.
Se hunde y vuela en la noche en donde no hay red.
Su cuerpo se hace vida ante la muerte.
La Trapecista es el deseo que se va.
Se halla al alcance de la mano y escapa.
Alta como una estrella en su desnudez,
su arte de estar presente se llama ausencia.
José Emilio Pacheco
Boca abajo, cabeza erguida, pierrot o arlequín, trompeta,
serpiente o antifaz: los detalles confieren sentido y rubrican la
personalidad de cada una de estas figuras, ya inconfundibles. Es
un circo de antes, de ensueño y leyenda, por más que el colorido y
la frescura lo revivan de nuevo, en la secuencia que no
desfallece. En el número de The Economist con las
predicciones y eventos para el 2015, se nos dice que en abril el
mundo será una carpa para celebrar el día mundial del circo. Así
las zapatillas volverán a danzar sobre los cables, en la
volatilidad esbelta con que Botero ha logrado insuflarle a estas
soberbias masas corporales un impulso trascendente para
desprenderse de la tierra y levitar en el aire hermoso de la más
deleitable pintura. Donde el candor no es ajeno al sabio
conocimiento pictórico.
El circo, como toda ceremonia, tiene un ritual muy preciso. Es
juego y seriedad. Cima y distensión. Y, al final, toda la
abigarrada compañía, resume en un gran climaz, su actuación. Por
ello el Circo Ataide cumple, en su decorosa pobreza, esas
exigencias, reunidas por la redención del color. El frac es de un
nuevo negro y aplanchado y las parejas intercambian un
precario y brillante manojo de flores. La pintura ha recobrado la
magia original. Se oyen las cornetas y suena la voz con redoble de
tambores: Señoras y señores, apresúrense, por favor, la función va
a comenzar. Y como lo escribió en los años 20 un poeta que sabía
mucho de pintura, Luis Cardoza y Aragón:
"Pista del circo,
ombligo del universo
la vida nos fracasó en payasos serios
y la flor que ha sido
no volverá nunca.
Padre Eterno,
clown maravilloso
el hiperbólico universo
es un circo muy pobre de payasos."
Porque esta serie sobre el circo solo puede provenir de un pintor
que en su madurez no ha perdido su infancia y en su rigor no
desconoce la capacidad transformadora de la poesía.
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