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La tradición es ilustre. Allí están Toulouse
Lautrec y Picasso. Seurat y Henry Moore. LLega hasta Bruce Naumann
y sus clowns patéticos y humillados y también Colombia puede
aportar un antecedente: los frustrados y un tanto chirriantes
payasos de Ignacio Gómez Jaramillo.
Pero en el caso de Fernando Botero su visión en México de un circo
pobre, en sus vacaciones anuales de Xihuatanejo, le trajo el aroma
de uno de aquellos tres olores que junto con el mar y el opio son
los más nítidos y perdurables según dice Jean Cocteau en uno de
sus libros: el aserrín húmedo de la pista del circo.
Circo de animales flacos, de payasos que venden ellos mismos
refrescos en la entrada, Fernando Botero ha recreado uno de sus
mas hondos sueños de infancia : el circo Ataide visto en Medellín.
Y lo ha recuperado con su esplendor en el color y una sabiduría en
la composición como hace mucho no veíamos en su pintura. Hay unos
rojos y unos azules, unos marrones y unos amarillos que arden con
grave intensidad entre esas carpas y esos carromatos. Y en ese
escenario, pues el circo es teatro ante todo, que derroche de
dorados en el maestro de ceremonias. Que contraste feliz entre la
aérea caballista y su macizo corcel, siendo ambos muy Botero a la
vez. Que juego logrado y que torsiones insólitas entre
equilibristas, trapecistas y tragaespadas. Y, sobre todo, que
placer suntuoso el de esas domadoras ajenas al entorno reposando
sobre un tigre de Bengala, ya extinto quizás, pero cada vez más
grande en nuestra memoria, más feroz en sus dientes, más único en
ese placer del color extendido sin límites y cruzado por las
definitorias rayas negras. Hay también allí un espectáculo
clamoroso de sabiduría pictórica y de fruición creativa. Botero
sabe muy bien el placer que la pintura depara a quien la hace y el
goce compartido que ella brinda al espectador.
Por otra parte algunos de los dibujos y acuarelas adquieren un
impronta clásica al abordar perros o elefantes, un payaso o una
contorsionista, en esa sagaz fusión del pierrot y el arlequín, en
una posible comedia del Arte, con todo el impacto popular de ese
arte que ya desde 1820 atrajo niños y artistas bajo el cielo a
rayas de esas carpas transhumantes. De esos mástiles que se
inclinan y de esas figuras que en lo alto de los trapecios parece
hacer aun más altas las alturas y más inquietantes y peligrosos
esos vuelos y enlaces. Lo cual se vuelve aun mas notable si
pensamos que las características figuras de Botero parecer ser las
menos indicadas para tales hazañas. Pero lo concreto y rotundo de
cada una de ellas levita y sostiene en el espacio propio de su
poesía especifica, éste cabeza abajo, sostenido sólo por sus
piernas, o demuestra una elasticidad sin huesos. Todo ello lo ha
aprovechado muy bien Botero ciñéndose al redondel de la pista y
saturarla de figuras y elementos de trabajo (aros, látigos,
trompetas, grandes pelotas) y a la vez darnos la sensación,
siempre presente en los circos, de que al estallido de la música y
al pasmo ante la pirueta sucederá la más honda melancolía de una
función que se termina y un esplendor que se apaga, entre la
soledad y el vacío, cuando ya solo los mozos, con sus escobas
recomponen el piso.
Botero, una vez mas, ha logrado detener el tiempo en esos óleos,
dibujos y acuarelas que en el Palacio Real de Milán restituyen esa
quietud vertiginosa donde en la cabeza del forzudo la muñeca viva
se sostiene en un solo pie mientras las manos se ocupan de
pájaros, aros y una pelota multicolor, también danzando en la
nariz. Júbilo acompasado de un color sólido y expresivo y gracia
de un trazo incisivo. Botero renace de nuevo, luego del dolor
agonizante de su serie sobre Abu Ghraib. Pero ambas, tortura y
circo, demuestran su ambición desmesurada de pintor y su feliz
tenacidad para desarrollarla, en todos los ámbitos del ser humano.
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