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Cuando monseñor Félix Henao Botero, rector de la
Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, expulsó en 1949 a
Fernando Botero de las aulas de su colegio de secundaria, nunca se
imaginó el mucho bien que esta decisión haría al arte colombiano.
La decisión era, cómo no, arbitraria y el motivo inconcebible: un
artículo de Fernando Botero publicado en El Colombiano, el
diario conservador de Antioquia, titulado “Picasso y la
inconformidad en el arte”. Pero así de clerical y
provinciano era el mundo en que le tocó nacer. Sólo que esta
injusticia reforzó su vocación y volvió mas férrea e intransigente
su opción estética.
En una sociedad dedicada a los negocios, el artista no era más que
un bohemio sospechoso. Carente de museos, o de ricos con
sensibilidad hacia el arte, solo pálidas reproducciones podían
deparar el milagro de la confrontación con un original. Sin
embargo Botero encontró en las paginas de un libro del crítico
argentino Julio E. Payro, quien desde la revista SUR de Buenos
Aires, fundada en enero de 1931, había dado muy cumplida cuenta de
las vertiginosas transformaciones del arte moderno, sobre todo en
su vertiente francesa. Y esto ha sido fundamental en la
trayectoria de Botero: el estudio constante de la historia del
arte y su recreación de los temas clásicos con la mirada festiva e
insolente de un provinciano que si bien admira también cuestiona y
pone en duda, desde su óptica de trabajador infatigable. Aquí
sigue, medio siglo después, con sus Venus, con sus Leda y el
Cisne, con sus Naturalezas Muertas, con su Pintor y su Modelo y
para no ser indigno de sus orígenes con sus Monjas y Obispos. Sin
olvidar las figuras emblemáticas del poder, en nuestros trópicos,
el fatuo Señor Presidente y voluminosos Generales.
Pero lo perturbador con Botero es que ese cruce exitoso entre la
historia del arte y la historia de América Latina, lo que prima es
el arte y no la colorida anécdota suscitadora. Aunque esta abarque
desde las más altas jerarquías celestiales, Dios y el Diablo
juntos, hasta las expresiones de una vigorosa cultura popular, en
músicos y burdeles, en acicaladas y cursis damiselas, en impávidos
caballeros, todavía jinetes de inmóviles y colosales cuadrúpedos.
También otro libro, esta vez de Lionello Venturi, atisbado en una
librería de Madrid, en 1953, en su primer viaje a Europa, a los 21
años, le revelaría otra clave, a través de los frescos de Piero
della Francesca. Esos frescos, plenos de soberano dominio espacial
y rigurosa geometría formal, donde las figuras avanzan hieráticas
para ocupar todo el ámbito de nuestra percepción. Grandes bloques
donde no cuenta la expresión sino el control de su arquitectura
compositiva y su autónoma lejanía de figuras absortas en si
mismas.
Están allí, en un orbe propio, del mismo modo con que hoy la
lectora, la bañista o la mujer que amamanta a su hijo, en el caso
de Botero, permanecen incolumnes. No las perturba la actualidad ni
los epigonales juegos desfallecientes de las vanguardias tardías,
con sus vídeos y sus instalaciones. No: ellas aspiran a la
plenitud ultima de la forma y la definición exacta que Leonardo da
Vinci dio de la pintura: “poesía muda”. Quizás por ello Botero no
ha vacilado en reconocer a “ Florencia, la ciudad que más me ha
influenciado, que hizo de mí lo que soy, un pintor
colombo-italiano”.
Un pintor que va del óleo a la acuarela, y del dibujo a la
escultura, con pareja solvencia, fiel a su amor al Quatroccento.
Cuando a partir de 1977 la escultura reclamó su absorbente
atención era como si las formas de su pintura adquiriesen su
culminación intuida.
Desbordantes ondulaciones y el melodioso ritmo de sus pliegues y
sombras. Grandes colinas de bronce, con la sensualidad táctil de
sus brillos y oquedades. Desnudos de mujer que también reposan en
su concentrada fuerza, pero que siguen viviendo, ajenos a todo, en
su indiferente postura, de placer satisfecho. Acariciarlas es
agregar mas tersura a sus pieles tensas y, quien lo dijera, frías
como el metal que garantiza su permanencia. Mucho se ha escrito
sobre el ojo mordaz de Botero y su capacidad de critica y parodia.
No menos cierto es la gozosa fruición que emana de su trabajo. El
goce con que repite arboles simétricos. El deleite con que dispone
en el círculo de la plaza sus toros, mataores y cuadrilla. La
fruición con que revive su infancia, y vuelve muñecos pintorescos
los broncos conquistadores españoles, que bien pueden provenir de
la Colonia y sus arcangeles arcabuceros.
Hay algo de feria pueblerina en ese repertorio de bailarinas con
toscos zapatos para pies deformes, pero sin embargo no por ello
cesan en sus seductores pasos, en sus envaradas posturas de
muchachas quizás campesinas pero decentes. Botero se nutre del
aislamiento de su comarca natal y lo impone como un valor a contra
corriente. La globalización no toca la profunda fe en sus mitos.
Hay, sin lugar a dudas, la picardía sonriente de quien asumió el
mayor de los riesgos: enfrentarse a las meninas y bufones, a la
Monalisa y al Alof de Vignacourt de Caravaggio (c. 1608) , al
retrato del banquero Louis-François Bertin (1832) de Ingres y
saber, simultáneamente, la casi inhumana posibilidad de superar
tales limites.Sin embargo cada nuevo día intenta proseguir esa
fiesta inabarcable que va de un escueto boceto a un lienzo de
vastas dimensiones. El color subyuga la linea y el conjunto asume
la disonancia entre el tema y su tratamiento tradicional. Por ello
Botero ha podido decir: “Esto es lo que más me entusiasma de la
pintura, que nunca se llega, que no hay fin, que jamás hay una
realización total del deseo de pintar. Siempre es una meta
inalcanzable”.
Esa tensión en pos de un ideal imposible, se sitúa ademas en el
centro de un mercado del arte que ha hecho de Botero el más
cotizado de los artistas latinoamericanos vivos, donde la impronta
de su estilo y lo reconocido de su imaginería, propone de nuevo el
secular repertorio de la pintura y el ineludible volumen de sus
esculturas, a nuestra atención distraída. Pero ese “clasicismo”,
por decirlo así de quien retoma los medios tradicionales, óleo,
acuarela y grafito, y enfoca las escenas ya proverbiales, sufre
una distorsión paradójica: la anatomía parece expandirse a lo
inconcebible y los escenarios se reducen y degradan a lo popular y
provinciano. Al rollizo encanto kitsch de una Venus criolla en
habitación de hotel de paso. Pero ella como la de Tiziano, Rubens
o Velasquez también esgrime el recurso del espejo para reafirmar
su gracia. O, en típico esguince boteriano, para obligarnos a
mirar desde otro ángulo. En la enriquecedora perspectiva de quien
ha hecho suyas las milenarias convenciones de la pintura
deshumanizandolas en una atemporalidad plena y autosuficiente.En
formas puras o en esa Colombia, precaria y al borde del caos,
reflejada en las masacres con que Botero ha repudiado tal
violencia, segun lo corrobora su reciente y amplia donacion al
Museo Nacional de Colombia sobre el tema. Esas torturas de Abu
Ghraib sobre las cuales Botero también ha dado estremecido
testimonio certifican como la creación de valores estéticos
permanentes se sustenta en una ética inflexible: el rigor del
pintor consigo mismo. La asunción de un deber exigente que es
también un placer incomparable. Placer que ahora podemos
disfrutar, en una Segovia joven de siglos,como el Torreon de
Lozoya, y capaz de entender muy bien el dialogo milenario entre el
orden y la aventura. Entre las aéreas piedras doradas por tantos
otoños y el fresco ímpetu de quienes las admiran conmovidos. Asi
también la pintura de Botero capaz de recordarnos cuan humanos
somos, en la gravedad de su envolvente sonrisa. En los muchos
siglos de Altamira hasta hoy con que intentamos dejar constancia
de que somos algo mas que sombras fugaces. Necesitamos la solidez
irrevocable de su arte para no sentirnos transitorios del todo.
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