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Botero, colombiano de Antioquia
Por Alicia de Arteaga / Martes visuales

No se entiende la pintura de Fernando Botero sin pensar en su Antioquia natal. De esto trata La plenitud de la forma , último libro de Juan Gustavo Cobo Borda (Bogotá, 1948). Diplomático de carrera, poeta por vocación, Cobo estuvo destinado en Buenos Aires antes de ser embajador en Grecia. A diferencia de los cuadros de Botero, de la intencional desmesura de su trazo, su texto es breve, ajustado y, sin embargo, también redondo como la pintura de su compatriota. Está escrito desde el alma por quien conoce de cerca al artista de meteórica carrera, hijo de un comerciante antioqueño que para escapar del horizonte mercantil estuvo a punto de ser torero, hasta que se topó de frente con el toro en la arena misma y dijo no.

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Botero se inició como ilustrador de un periódico y tuvo como primer marchand a Leo Matiz, el fotógrafo de María Félix, Diego Rivera y Frida Kahlo, que fue a su vez modelo de David Alfaro Siqueiros para uno de sus murales. Muchos pensaron, en la cima de la cotización de sus obras, allá por los ochenta del siglo pasado, que lo de Botero era una exitosa operación de marketing, un furor pasajero, y que la cotización de los gordos ingrávidos se iba a desplomar con el tiempo. Craso error: el año último Los músicos , una tela de 1979, se vendió en dos millones de dólares, el precio más alto pagado en la historia por la obra de un artista latinoamericano vivo.

Desde la pintura, participa del fenómeno del realismo mágico, de la desproporción del Macondo de García Márquez. Botero es el narrador visual de una novela por entregas, un cómic habitado por monjas, presidentes, enanos, reyes, militares y prostitutas que "ostentan la bovina satisfacción autosuficiente porque su exceso magistral es su límite", escribe Cobo Borda.

Cuando pinta, trabaja con cuatro colores: rojo cadmio, verde esmeralda, azul cobalto y amarillo ocre; un menú obligado, como la dieta del antioqueño, formada por frijoles, mazamorra y arepe. Botero nació en Medellín, en 1932, y volvió a nacer para la pintura veinte años más tarde, en Florencia, luego de contemplar la obra de Piero Della Francesca. La hipótesis de Cobo Borda está confirmada en la lisa superficie de sus telas, en esa "manera" de pintar reconocible a simple vista.

Cuando Botero preparaba su muestra para Buenos Aires, recordada retrospectiva del MNBA, tuve la suerte de entrevistarlo en su piso-taller de Park Avenue y la calle 72, en Nueva York. Allí, mientras preparaba un té, recordó el deslumbramiento que siguió a su encuentro en Arezzo con los frescos de Piero Della Francesca y cómo de ese idilio nació un estilo que no abandonaría jamás. Para Botero, la razón de ser de un artista es casualmente eso: encontrar un estilo. El suyo deriva de una combinación de "volumetría geométrica y gastronomía visual", para decirlo con las palabras del autor de este volumen breve que suma una imperdible selección de citas que van de Botero a Severo Sarduy, Vargas Llosa y Marta Traba.

En el parque Thays se exhibe el torso rotundo que Botero donó a Buenos Aires. Una manera de instalarse a sus anchas en la vida cotidiana de las grandes ciudades, como lo hizo en París, Montecarlo, Madrid y Nueva York con su voluntad antioqueña de convertirse en un colombiano universal.

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