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En pedazos de cuero, en huesos planos de camello, en tiestos de
cerámica, en tallos de palmera, en tablillas de barro, los hombres,
seres transitorios destinados a la aniquilación, han querido dejar
memoria de su paso. Han inscrito su voz para contar lo que les paso. Y
esas incisiones, esos signos, esos rasgos, reclaman el ojo que las
acompañe y descifre. Que mantenga su impulso y sus pausas. El deseo
que llevó a realizar ese conjunto de garabatos expresivos que ahora es
una montaña, una casa, un árbol, un bisonte herido, un ave en pleno
vuelo, un chamán con cuernos de venado en la cabeza que danza con un
baston ceremonial en la mano.
Seguir esas imagenes, con la vista, desemboca inevitablemente en el
sonido. Asombro, perplejidad, asentimiento, incomprensión, rechazo. Lo
dibujado se hace texto y el texto lectura. Lectura silenciosa, para
esclarecer nosotros mismos lo que vimos. Lectura en voz alta, para que
ese otro yo que también somos dialogue con nosotros y nos abra, con
mayor amplitud, un espacio privilegiado donde los grafismos se han
tornado música. Donde el pentagrama de la sensibilidad (un color ocre,
un vientre henchido) se ha vuelto reflexión. Debemos conjurar el
animal para cazarlo y así, en el invierno, alimentar a la mujer
preñada. Quizás desde el paleolítico, en cuevas de Francia y España,
en la oscuridad húmeda de esas cavernas, una novela nos aguarda. O en Africa, sobre paredes de arena petrificada.
La lectura se vuelve así viaje, aventura. Descubrimos el mundo y nos
miramos a nosotros mismos. No sólo en nuestras emociones,
perplejidades, desalientos y euforias, sino en la transmisión de esos
asombros o en el dolor de esos incomprensibles nudos ciegos, que
resulta imposible desatar con una sola palabra. Por ello el hombre
levanta la vista del texto y escucha el murmullo incesante del mundo y
los truenos que descienden de lo alto, advirtiéndonos que hay poderes
superiores a nosotros, que nos asustan y hacen temblar. O que aun
subsisten, bajando por las laderas de las colinas, alados dioses que
todavía pueden traer consigo el duelo o la euforia. El inicio de la
lucha o el fin de la batalla.
Todo está poblado de enigmas y por ello las tres grandes religiones
del libro (judaísmo, cristianismo, islamismo) siguen intentando
penetrar el sentido de esas páginas que rijen su vida. El viejo
Testamento, el nuevo Testamento y El Corán parecen no agotarse nunca,
y cada nueva generación intenta penetrar en la carne de su significado.
Algunos, con la mística, rozarán lo indecible. Otras, con la cabala,
hallaran cien significados distintos. Que al igual que con los cien
nombres de Alá solo podrán pronunciarse 99 pues el último es Ala
mismo. El Nombre que no tiene Nombre pues su fuerza y su
perdurabilidad reside en la eternidad de su tautologia: él es el que
Es.
Así sucede con la lectura. Si la emprendes, llamese Iliada y Odisea,
llamese Don Quijote o los Ensayos de Montaigne, llamese Pedro Páramo
o Cien años de soledad no podrás concluirla nunca. Los libros van
cambiando de color y de perspectiva, como tu vida misma, y no es lo
mismo Un amor de Swann, de Marcel Proust, descubierto a los 16 años,
que releido quizas a los sesenta. La lectura es una forma no solo de
situarnos en el mundo (país, lengua, tradición, clase social) sino una
via para profundizar en el misterio insondable que termina por
clausurar la luz en el ojo de los hombres. Ceguera que es revelación.
No mas libros que leer sino si acaso recuerdos, coplas, adivinanzas,
anécdotas que nos transmitimos unos a otros. Madres a hijos, abuelos a
nietos. Sin la lectura carecemos de historia, llámese esta Los doce
Cesares, de Suetonio, como Las reminiscencias de Santa Fe de Bogotá,
de Cordovez Moure.
La verdadera universidad, se ha repetido muchas
veces, son los libros. Los libros degustados en la biblioteca o en los
jardines. Los libros de los cuales subsiste una imagen o una frase
subrayada, en El Banquete de Platon como en la Utopia de Tomas Moro.
En los versos de Pablo Neruda como en una proclama o el testamento de
Bolivar. Páginas que en tantos casos nos llevan a suspender
precisamente la lectura para asimilar mejor, y meditar, cantar o
increpar, según sea nuestro acuerdo o desacuerdo con las ideas allí
expuestas. La lectura nos da el privilegio único de conversar
tranquila, amistosamente, de tu a tu, con muertos aun vivos, llámense
Descartes o Albert Camus, llamense Confucio o Jose Asuncion Silva.
Nuestros prejuicios provincianos, la estrecha frontera de nuestras
limitaciones parroquiales, de nuestros pequeños ídolos con pies de
barro, se harán pedazos, ante la universalidad que propone la
historia. Ante otro paradigma y otras medidas, mas universales. La
lectura, en definitiva, es aquella forma de arte donde lo humano se
hace por fin posible y compartible, hasta el fin.
Confirmando la verdad de lo que Píndaro dijo en su momento, hace tantos siglos:
"Cuando la ciudad que celebro haya muerto, cuando los hombres a quienes canto se hayan desvanecido en el olvido, mis palabras perdurar·n".
Juan Gustavo Cobo Borda
BIBLIOGRAFIA
COBO BORDA, Juan Gustavo: Lector impenitente. México, Fondo de
Cultura Económica, 2004, 501 paginas.
COBO BORDA, Juan Gustavo: El olvidado arte de leer. Bogotá, Taurus
2008, 196 páginas.
Para internarnos en el fascinante tema de la historia de la lectura
misma, y sus cruces con la literatura, nada mejor que estos cuatro
volumenes:
Jorge Luis Borges: Otras inquisiciones. Buenos Aires, Editorial Sur, 1952.
George Steiner: Lenguaje y silencio. Barcelona, Gedisa, 1982.
Alberto Manguel: Una historia de la lectura. Bogota, Norma, 1999.
Harold Bloom: Genios. Bogota, Norma, 2005.
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