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Cuando el 19 de abril de 2010, Mario Vargas Llosa puso punto
final, en su apartamento de Madrid de la calle de Flora, a su
nueva novela El sueño del celta debió sentir un gran
alivio. Había sido un perturbador descenso al infierno, a través
de la figura del irlandés Roger Casement, cónsul británico en la
remota población de Boma, en el Congo Belga, nombrado en 1900.
Ese viaje a través de la ficción, por los 20 años que Casement
pasó en Africa, le obligó a desprender ese disfraz de civilización
de lo que era una rapaz empresa de explotación, sin límites.
Cristianismo, civilización y comercio redimiría a esos salvajes,
quienes incurrían aun en la antropofagia y a los cuales la
esclavitud que les imponian piratas y negreros, cazándolos en las
costas como animales salvajes, sería sustituída por una más
eficaz, en aras de la explotación del caucho y el marfil.
En 1885 las grandes potencias occidentales entregaron a Leopoldo
II de Bélgica un territorio de dos y medio millones de kilómetros
cuadrados y veinte millones de habitantes, con el título de Estado
Independiente del Congo, no se imaginaban que la empresa redentora
adquiriría un matiz aun más sombrío. El rey, quién nunca visitaría
esas tierras, envió a su ejército, otorgó concesiones a empresas,
se reservó, como Domaine de la Couronne, unos
doscientosmil kilómetros cuadrados y un capitán de la Force
Publique llamado monsieur Chicot inventaría un látigo, "más
resistente y dañino", hecho con la durísima piel del hipopótamo,
que sería la verdadera arma colonizadora.
Los nativos deberían alimentar a los invasores, cumplir sus cuotas
de caucho, y agradecer a quienes sacrificaban por ellos, al dejar
atrás la cómoda Europa y enloquecerse en esas selvas inmensas y
ríos sin fronteras, al cumplir órdenes demenciales.
Pero el primer tramo de la novela, dedicado al Congo, no es sólo
el trasunto crítico del informe que Casement entregó al Foreing
Office, al denunciar esa situación, sino que el texto busca
también recobrar el aliento épico de esas historias que
alimentaron el afán viajero y explorador de tantos ingleses y
europeos en general que se apasionaron por las memorias de la
India y Afganistan, de los afganos y los sijs, y de peripecias
apasionantes como la del periodista y explorador Henry Morton
Stanley que en busca del perdido viajero David Livingstone
atravesó el continente negro, para encontrarlo en Ujijim, y
saludarlo con la expresión ya histórico : "¿El doctor Livingstone,
supongo? ".
Caminatas de 999 días en que terminarían por morir casi todos,
víctimas de ataques de malaria, o la mosca del sueño, y el quedar
muchos de ellos, finalmente, atrapados y narcotizados por ese
mundo, donde la conciencia se diluía en la arbitrariedad sin
límites tornándolos sátrapas irrisorios que se negarían a volver a
sus tierras de orígen. ¿Era solo la codicia lo que motivaba esa
empresa, se preguntaba un Casement que cada día se tornaba más
irlandés, pensando en su patria dominada por el imperio inglés, al
cual servía? El paisaje final, de conciencias deformadas y pueblos
en ruinas, tienen la intensidad de una mala pesadilla. La que solo
un amigo de Casement como Joseph Conrad pudo dibujar en El corazón
de las tinieblas. Y que ahora Vargas Llosa recrea, siendo fiel a
sus obsesiones narrativas, ya desde su primera novela, La
ciudad y los perros (1963) cuando ahora, en El sueño del
celta, pone en boca del capitán de la Force Publique, Malcel
Junieux, estas palabras : "Nosotros no exigimos nada a nadie.
Recibimos órdenes y las hacemos cumplir, eso es todo" (p. 100).
Piezas de engranaje de una maquinaría que el capitalismo pone a
trabajar más rápido. A destrozar el medio ambiente y a eliminar
como insectos tribus, lenguas y culturas.
AMAZONíA
Luego del Congo, la Amazonía. El Informe sobre el Congo
había hecho de Casement a la vez "un héroe y un apeestado". Una
figura pública, comprometida cada vez más con la independencia de
Irlanda, un funcionario condecorado del servicio diplomático
inglés y , en estremecedoras ráfagas de turbulentas visiones
homosexuales, que Vargas Llosa dosifica con intensidad y poesía,
un ser humano que parece controlar sus pasiones bajo el manto de
su misión. Ahora, en agosto de 1910, lo encontramos en Iquitos,
Perú, a él, el hombre más odiado del imperio belga.
Va, cómo no, a investigar una compañía inglesa, registrada en la
Bolsa de Londres: la Peruvian Amazon Compan, era la principal
compañia cauchera de la región, propiedad de Julio C. Arana. Pero
ya un periodista, Benjamín Saldaña Roca, y un ingeniero
norteamericano, Walter Handerburg, habían denunciado, con el
escándalo correspondiente, sus poco ortodoxas formas de operar.
A pesar de la escasez de mano de obra, no vacilaban en exterminar
indígenas que no hubiesen cumplido su cuota de jebe- latex o
caucho - como los 25 ocaimas quemados vivos, en costales empapados
de petróleo, en 1903. Negros traídos de Barbados eran los
capataces encargados de cumplir esas, y otras órdenes criminales.
Casement, casi como un personaje de Conrad veía reiterado el
horror. "El Congo y la Amazonía estaban unidos por un cordón
umbilical. Los horrores se repetían, con mínimas variantes,
inspirados por el lucro, pecado original que acompañaba al ser
humano desde su nacimiento" (p. 158).
Correrías para cazar indios y, al lado, el lucrativo negocio de
vender niños y niñas por una o dos libras esterlinas para que
sirviesen como empleados domésticos de los pudientes de la región.
Cepo. Espaldas cruzadas de latigazos. Crueldad sin límites : a
partir de tal base de espolio y caucho, la compleja pirámide
gracias a la cual un hombre que vendía sombreros de paja por las
calles de La Rioja, su aldea natal, era ahora el rey del caucho,
con palacios en Biarritz, Ginebra y los jardines de Kensington
Road, en Londres. Que tema fascinante para un novelista atraído
por el funcionamiento del poder. Un escritor peruano cuya idea de
civilización, en esquemáticas palabras de su personaje, "es la de
una sociedad donde se respeta la propiedad privada y la libertad
individual"(p. 207).
Y donde la colonización, que enarbola banderas de tolerancia y
virtudes cristianas, termina por sacar a la luz la parte más
cruel, bárbara y oculta del ser humano : el deleite en la tortura,
la mecanización del sufrimiento y el mal, desnudo y sin
subterfugios. Una tediosa rutina de palizas y hombres marcados a
fuego, como bestias, con las iniciales de la compañia: CA. Casa
Arana. Aquello que también nos había contado José Eustasio Rivera
en La Vorágine.
Juan Gustavo Cobo Borda
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