|
Su evolución
ideológica, en el caso de Mario
Vargas Llosa, es representativa de una generación
latinoamericana que, al querer mejorar el mundo que
encontró, tuvo que poner en duda los instrumentos que
tenía a mano para tal cambio.
De un fervor admirativo por el marxismo y un desprecio por una
democracia que consideraba meramente formal (analfabetismo, censos
electorales restringidos, exaltación de la lucha
guerrillera) al progresivo reconocimiento crítico de un
marxismo que crea sociedades "reprimidas y
verticales" y sobre todo "extraordinariamente
ineficientes".
Hechos políticos como el caso Padilla en Cuba y la censura
inherente al mismo, la Primavera de Praga, la apertura del mundo
comunista con el fenómeno Gorbachov y la caída
del Muro de Berlín, la democratización de
países como Polonia y Hungría, incitaban a
replantearse las posturas, máxime en una América
Latina donde las dictaduras militares, con el apoyo de Estados Unidos,
entraban en un declive temporal perceptible.
Sergio Ramírez, el novelista nicaragüense, tiene en
su colección de fotos históricas una muy
representativa de esos tiempos. Lo cuenta así: "Tengo una foto
de la Cumbre de Jefes de Estado de la OEA
celebrada en Panamá el 22 de julio de 1956, a la que
asistió el presidente Dwight Eisenhower, de los Estados
Unidos.
Uno contempla esa foto, y todo aquello parece un parque
zoológico. Está el coronel Carlos Castillo Armas,
dictador de Guatemala. Está Anastasio Somoza
García, dictador de Nicaragua. Y Fulgencio Batista, dictador
de Cuba. Héctor Bienvenido Trujillo, hermano del
generalísimo Rafael Trujillo, quien suele prestarle la
presidencia decorativa de la República Dominicana como deber
fraternal, y está también su vecino, el general
Gustavo Rojas Pinilla, dictador de Colombia, y sentado a su lado el
general Marcos Evangelista Pérez Jiménez, el
dictador petrolero de Venezuela.
Todos piensan que esa foto, en la que rodean complacidos a
Eisenhower, es la prueba de su eternidad" (Sergio
Ramírez: "Las fotos que se quedan
vacías", El Tiempo, Bogotá, 20 de
febrero 2011, p. 8).
Pero dicha eternidad durará muy pocos años,
aunque reencarnará de nuevo, en lo cíclico de la
historia latinoamericana, en renovados avatares, como las juntas
militares de la dictadura argentina, encabezadas por Jorge Rafael
Videla, o el autor de tratados de geopolítica, gafas negras
y alamares prusianos, el general Augusto Pinochet, en Chile.
En todo caso, la intransigencia militante de la izquierda y su cuota de
dolor, torturas, muertos y exilios, obligaba a mirar otras opciones,
donde se reconocía lo valioso de la libertad de
expresión, lo útil de la tolerancia y la defensa
de los derechos humanos, y a reclamar de nuevo la capacidad de la
democracia, para buscar "la coexistencia dentro de la
legalidad".
En 1989, en entrevista con Antonio Rodríguez Villar, Vargas
Llosa explicaba las diferencias entre literatura y política. "En
política uno vive totalmente subordinado a lo
que es la actualidad. Su trabajo es una labor en un entrevero de gente
a la que debes de alguna manera coordinar, hacer coexistir y tener
siempre en cuenta para todas las decisiones. El arte de la
política, sobre todo el arte de la política
democrática, es un arte de las transigencias, de las
concesiones, de la búsqueda de un consenso, y
allí el tipo de topes absolutos y de exigencias
máximas, que en la literatura, en el arte, son
indispensables para producir algo durable, sólo llevan a la
frustración, a la irrealidad o a la violencia".
Tenemos aquí, planteado con claridad, el viejo dilema: una
actitud cívica, en pro de la mejor existencia de nuestras
sociedades, en lo social, educativo y económico, que se
asentará por fin en una realidad sin utopías, y
una vocación literaria, egoísta, intransigente,
absoluta, que debe cumplir sus sueños, cueste lo que cueste,
en países donde precisamente la cultura no es posible por
culpa de la exigencia de una subsistencia diaria, en mapas cada vez
más extensos de pobres e indigentes en cada esquina.
De este modo, al trabajo del solitario frente a la hoja en blanco se
opone aquel de quien encauza voluntades particulares hacia un objetivo
común: los tres años, por ejemplo, que Vargas
Llosa dedicó a recorrer el Perú en pos de la
presidencia inconseguida de su país. Pero el hecho de
escribir es un trabajo donde incluso la razón se halla "al
servicio de toda fuerza irracional, que es para
mí el motor de la creación
artística". Son "la pasión,
el instinto, la obsesión", los elementos decisivos
en esos muchos años de elucubrar un proyecto y los cuatro o
cinco de fijarlo, en forma de novela.
Por ello, en su diálogo con Sealtiel Alatriste (Revista de
la Universidad de México, No. 81, noviembre de 2010)
dirá: "creo que la novela sí expresa
unas verdades muy profundas sobre la condición humana pero
las expresa a través de ficciones, de irrealidades:
versiones engañosas y falaces de lo que es la realidad
objetiva" (p. 14).
Pero esa realidad objetiva, como le sucedió cuando
investigó el Perú Andino, está
también surcada de espejismos ancestrales y
raíces sangrientas. Sacrificios humanos, en pleno siglo XX,
para mantener mediante el derramamiento de sangre la
rotación del cosmos. Lo arcaico de la horda salvaje y las
aventuras más sofisticadas del pensamiento: tales los
dilemas. Así le pasó a Mario Vargas Llosa cuando
se internó en la obra de pensadores y divulgadores como
Isaiah Berlin, Karl Popper, Octavio Paz, Raymond Aron y Jean Francois
Revel, quienes le ofrecieron otra visión de las sociedades
contemporáneas, pero no sólo eso.
También una revisión del pasado, como los agudos
trabajos de Berlín sobre Joseph de Maistre o pensadores
rusos como Herzen. En tal sentido, el prólogo de Mario
Vargas Llosa a El erizo y la zorra de Berlín y su
reflexión sobre Tolstoi es renovador y estimulante
(Barcelona, Muchnik Editores, 1982). Apuntan hacia un
escéptico realismo y a un intento ambicioso de comprender
los contrarios, en el orbe de la novela y en el áspero
camino de las realidades políticas. No más
entelequias: sólo pequeños pasos. Así
concluye Vargas Llosa.
"Nada más alejado de la visión limpia,
serena, armoniosa, lúcida y sana del hombre que tiene Isaiah
Berlín, que la concepción sombría,
confusa, enferma, ardiente de Bataille. Y, sin embargo, sospecho que la
vida es probablemente algo que abraza y confunde en una sola verdad, en
su poderosa incongruencia, a esos dos enemigos" (p. 35).
¿Georges Bataille? Pues sí. El devoto admirador
de las letras francesas encuentra en el pensador
asistemático por naturaleza una nueva forma de visualizar
sus fantasmas más hondos. El admirador sin salvedades de
Jean Paul Sartre y su declaratoria militante del compromiso del
escritor (Sartre, quien rechazó el Nobel) veía
cómo las novelas de su ídolo se derrumbaban y sus
tratados elefantiásicos no alcanzaban a darnos vivo el
Flaubert que pretendían, mientras su periodismo, en el
fatigoso y tantas veces estéril diálogo con el
partido comunista, no conducían a ningún lado, o
a lo que no reconocía: los millones de cadáveres
del Gulag. Por el contrario, Albert Camus, en El extranjero (1942), La
peste (1947), La caída (1956), en sus dilemas morales ante
la independencia de su tierra natal, Argelia, le otorgaba una renovada
pertinencia, una urgencia vital, a sus textos. Al papel del artista en
un mundo desacralizado donde lo relativo carcome lo absoluto, pero, sin
embargo, la novela, esa relatividad que busca levantar un mundo sin
fisuras, refleja, encarna y permite plantear todos los debates, a
partir de la fragilidad ambigua de lo humano, de sus sueños
diurnos y sus rayos nocturnos. Allí se inserta Bataille,
quien escribió sobre La literatura y el mal y
exploró las rojizas cavernas del sexo y la
economía sangrienta del deseo.
Georges Bataille, autor de El erotismo (1957), un ensayo que se
descompone en la fragmentación aforística de la
poesía. Donde lo racional no encuentra asidero que delimite
y encauce la marea desquiciadora del deseo. La que rompe todos los
límites y recupera la animalidad voraz de las bestias en
celo.
Si en Conversación en La Catedral se reconocía
cómo "el precio del éxito es la
corrupción". Y en La fiesta del chivo se
asumían las palabras de un gurú ducho en el arte
de sobrevivir: "La política es eso
–confesaba Balaguer, sin inmutarse–: abrirse camino
entre cadáveres", vemos que tales certezas
sólo son posibles gracias a la verdad esquiva que la novela
ha conquistado, por fin, entre sus fábulas y mentiras. Donde
tantas veces los personajes contradicen al autor, pues tiene una fuerza
mucho más persuasiva que la de sus planes, prejuicios,
esquemas e ideologías. Son tan reales como el hombre que las
escribe y en ciertos casos durarán mucho más que
la mente enfebrecida que las soñó.
Juan Gustavo Cobo Borda |