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Carlos Fuentes vivió, escribió y murió en “la
ciudad más vieja del Nuevo Mundo”. Una ciudad que desde 1325 ha
estado siempre habitada y recreada. Una ciudad letrada, de capas
superpuestas, que fue azteca, virreinal, neoclasica, moderna y
sigue siendo todas ellas a la vez. México D.F.
Si en 1958 en La región más transparente efectúa el censo de la
urbe, en gestos, voces y caracteres, también realiza un balance de
la Revolución traicionada y vendida al mejor postor de la aparente
modernización. Lo popular de los caudillos arrasó con el
porfiriato. Pero los negocios del capitalismo solo concedieron
triunfar a los más astutos y venales de aquellos hombres a
caballo.
Tal es el caso del coronel Artemio Cruz, cuya muerte es la tumba
de ese viejo ideal que conmocionó al país. La muerte de Artemio
Cruz (1962). A los setenta y un años, convertido en potentado,
dueño de periódico, inversiones en bienes raíces, hombre de paja
para cumplir con la ley en empresas mixtas
mexicano-norteamericanas y quince millones de dólares en bancos de
Zurich, Londres y Nueva York.
Pero detrás de estas dos primeras novelas siguen existiendo
realidades subterraneas y determinantes. El Palacio Nacional, la
antigua casa de Hernán Cortés, al igual que la Catedral de México,
están edificadas con la piedra de Tenochtitlán, en superposición
de cuatro siglos, donde la sangre del sacrificio humano se une a
la imposición, cruz y espada, de lengua castellana y religión
católica. La pirámide subsiste, post-modernizada. Pero el Templo
Mayor puede resurgir del subsuelo como un lento terremoto, y
cuartear la cuadrícula de la urbanización y el peso, tantas veces
oneroso, de las demasiadas y puntillosas leyes.
Hay una vitalidad que se creia extirpada y que renace, aguila y
serpiente, agua quemada, con sus dioses que cobran venganza, que
vuelven en los largos ciclos de Venus, en la vitalidad inexhausta
de una riquísima cultura poopular. A 2400 metros de altura se da
este teatro de metamorfosis sin tregua que en Aura (1962)
encuentra una fascinante y pionera confirmación.
La tía es la sobrina y Felipe Montero, el historiador, es el
general Llorente sobre cuyos viejos papeles trabaja para darles
forma a sus recuerdos. Aura es entonces el sueño del deseo que
intenta volver a traer una forma apetecible, una niña-bruja que
juega sexual y malignamente con gatos y que es simultánea y a la
vez la señora Consuelo y Aura joven, “ojos de mar que fluyen, se
hacen espuma, vuelven a la calma verde, se inflaman como una ola”;
tal como el general Llorente enamorado la describe.
La decrépita y desdentada es la que seduce, absorbe la sangre
joven, trae al mundo su otro yo, esa Aura que desvelará y quizás
enloquecerá, alucinado, al prometedor becario de la Sorbcona que
sueña con escribir un libro sobre el descubrimiento de América.
Pero que ahora, cautivo por la paga, en una casa también
enclaustrada de la calle Donceles, 815, ve como en ese presente de
la novela, la Señora Consuelo tendrá hoy ciento nueve años y como
viuda del general Llorente traerá a la luz otro trozo de la
historia de México.
Los cuatro años, de 1863 a 1867, en que el archiduque Maximiliano
de Austria reinará sobre México. Porque el general Llorente, quien
fuera parte del círculo íntimo de Napoleón III, vendría con
Maximiliano a México, hasta su fusilamiento. Enigrma tras enigma,
laberinto en pos de otro laberinto, como lo aclara Fuentes:
“Aura y Consuelo son una persona, son ellas quienes sacan el
secreto del deseo del corazón de Felipe. El varón queda engañado”.
El joven historiador, entre conejos y ratas, comidas donde siempre
sirven riñones, y rituales, entre religiosos y satanicos, besara,
acariciará y poseerá a Aura y estrechará en verdad un manojo de
huesos frágiles: Consuelo, la vieja, un atado de años que ya sólo
tiene fuerzas para traer por apenas tres días a su otro yo,
seductor y apetecible. Pero el historiador atrapado eres tu, el
lector. Esa segunda persona que se dirige a ti. Porque Montero es
también Llorente en viejas fotografías. Aquel pelo blanco es tu
actual barba negra. “Volverá, Felipe, la traeremos juntos. Deja
que recupere fuerzas y la haré regresar”. El pasado, determinará
toda la obra de Fuentes, en perpetuo impulso para escapar del
tiempo y la muerte. De la inercia de los años ya caducados.
JUAN GUSTAVO COBO BORDA
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