|
A los ochenta años, y como embajador de Chile en
Francia, Jorge Edwards publica su libro más personal. Una
inclasificable amalgama de historia y ficción, de autobiografía y
meditación.
El punto de partida es la relación, poco documentada, entre un
gentilhombre francés de cincuenta y cinco años y una
exaltada y joven admiradora de veintidós años. Ella se llama
Marie de Gournay. El Michel de Montaigne, autor de los Ensayos que
ella admira y ha devorado. Él, nacido en 1533, tuvo el latín como
primera lengua. Y fue en dos ocasiones alcalde de Burdeos.
Escribió historia, pero era la historia de sí mismo. Lector de
Plutarco y Séneca, hará de Marie su hija de adopción y quizás algo
más.
Además, estaba situado en una encrucijada histórica, de definitiva
importancia. El final de la rama reinante de los Valois y el
inicio de la línea de los Borbones. Las luchas sangrientas de
religión entre católicos y protestantes. La Inglaterra de Isabel
II, la España de Felipe II y el fracaso de la Armada Invencible y
la reina madre, Catalina de Medicis, “una anciana intrigante,
retorcida, inescrupulosa” (p. 110) que estará en el centro de ese
torbellino de asesinatos, venganzas y cambios, para ser finalmente
superada por una historia impaciente.
Pero hay más: está Edwards, quien desde un extremo del mundo,
Chile, relee a Michelet, acopia datos, efectúa paseos de España a
Francia, para conocer el castillo de Montaigne, su célebre torre
ornada de sentencias clásicas, compara vinos y ve como resucita su
infancia (su primera composición en el colegio rindió homenaje a
Azorín, lector de Montaigne) y pasea por el cementerio de Zapallar
“donde el ruido del oleaje es intenso, bronco, incesante”(p. 227)
y donde quiere ser enterrado.
Hay entonces una más o menos secreta historia de amor, con
ferocidad y delicadeza, entre este hombre casado y la joven que
ordenará sus papeles póstumos. Herencia y legado que ella sabrá
respetar. De otra parte el libro nos revivirá la historia de
Enrique IV, el bearnés, el hombre del penacho blanco, quien
cabalga por estas páginas, con una inteligente audacia hasta
sentarse, a plenitud, en el trono de Francia. Por ello, ya muerto
Montaigne, abjurará de la fe protestante que le había enseñado su
madre y será consagrado en la catedral de Chartres, como legítimo
rey católico. Algunos consejos y opiniones de Montaigne, se
deduce, contribuyeron a tan feliz suceso de unidad de Francia, más
allá de la intolerancia feroz de hugonetes y papistas, de
levantamiento final de su excomunión por el papa Clemente VIII.
Una historia muy vieja, quien lo duda, pero también una historia
muy viva y olvidada. Cuando joven, como rey de Navarra, durmió en
la casa de Montaigne, acogido con todo su séquito y allí quizás
había oído de la magnanimidad de al tolerancia, el perdón para el
enemigo, la bondad del diálogo entre seres humanos, la grandeza de
la política, con interese más altos que la mezquindad de lo
inmediato.
Tal una de las lecciones de este libro. De esta “fantasía muy
personal” (p. 148), “mi Montaigne”, como recalca Edwards, que se
ramifica, bifurca y ahonda en muchas otras historias.
Con algo de testamento moral y mucho de trajinar ( y padecer) la
maquinaria ciega del poder, en Chile, en Cuba, y ahora en la misma
Francia, donde acaecieron muchos de estos sucesos, tanto del
corazón como de los intereses en pos del dominio y el poder,
Edwards nos confirma que no hay actualidad mayor que la del pasado
ni lectura más pertinente y gozosa que los Ensayos de Montaigne,
en esta madura relectura, llena de encanto.
JUAN GUSTAVO COBO BORDA
|