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Los diversos o monótonos Borges de 1923, 1925,
1929, 1960, 1964, 1969, “asi como el de 1976 y 1977”, integran las
632 páginas de su poesía.
El primero, el de 1923, cantará un Buenos Aires de casas bajas y
“hacia el poniente o hacia el Sur, quintas con verjas”. Buscaba
“los atardeceres, los arrabales y la desdicha”. Ya desde entonces
las enumeraciones edifican el poema:
“el olor del jazmin y la madreselva,
el silencio del pájaro dormida,
el arco del zaguan, la humedad
-esas cosas, acaso, son el poema”.
El Sur.
“Grato es vivir en la amistad oscura
de un zaguan, de una parra y de un aljibe”
Un patio
De 1919 a 1921 vivió en España. De 1923 a 1925 irá otra vez
a Europa. Esos viajes le darám al regreso una recobrada visión de
la ciudad que hizo suya.
“En el hábito de simular que es alguien para que no se
descubra su condición de nadie”. Habia que “agotar las apariencias
del ser”. Fue muchos y ninguno. Propuso “el pobre individualismo”
como su escudo. Y el “hecho estético: inminencia de una revelación
que no se produce”.
Alli donde la filosofia puede aspirar a la música del verso :
“reviví la tremenda conjetura
de Shopenhauer y de Berkeley
que declara que el mundo
es una actividad de la mente,
un sueño de las almas,
sin base ni propósito ni volumen”.
Amanecer.
“y si esta numerosa Buenos Aires
no es más que un sueño
que erigen en compartida magia las almas,
hay un instante en que peligra desaforadamente su ser
y es el intante estremecido del alba,
cuando son pocos los que sueñan el mundo”.
Amanecer
“Yo soy el único espectador de esta calle;
Si dejara de verla se moriría”
Caminata
Pero esta mirada, donde la reflexión conduce a la nada, tiene su
reverso: la urgencia apasionada del cuerpo.
“En la sala severa
Se buscan como ciegos nuestras dos soledades”
Sabados
La ciudad de Fervor de Buenos Aires (1923) es de calles y plazas,
de interiores y espejos, y de colores que atardecen en una
nerviosa irrealidad. La sospecha de que aquello que siente
quizás muy pronto no impresione sus ojos. Ya están allí sus
talismanes literarios (Heráclito y Walt Whitman) y las discordias
de la historia patria, el tirano Rosas y él mismo, Borges, que se
define como “una salvaje unitario”.
Están también los campos, donde se lucha contra los indios o
donde, como su bisabuelo, el coronel Isidoro Suarez,
se pelea aún contra los españoles, para vencerlos en “la
llanura de Junin”. Ese pasado guerrero al cual no pudo acceder.
Solo intenta recrearlo en la vacilación incierta de la escritura.
De letras que cantan y preservan las armas, contra el olvido y en
exaltación del coraje.
“Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya
fantasma,
se presentó al infierno que Dios le había
marcado,
y a sus órdenes iban, rotas y desangradas,
las ánimas en pena de hombres y caballos”
El general Quiroga va en coche al muere.
En 1925, en Luna de enfrente, el suburbio y la pampa, el almacén
rosado de los arrabales, hacen más coloquial y afectuosa esa
errancia nocturna que lo llevará a escuchar guitarras y a
contemplar duelos de cuchillo de esos bravos, de esos orilleros,
de esos compadres, que confesaban sin estridencia, como Ernesto
Poncio, autor de tangos
“He estado en la cárcel muchas veces, señor
Borges, pero siempre por matar a alguien”
Quería decir que no era ladrón ni rufián, tal como Borges se lo
contó a Ronald Christ.
“He dicho asombro donde otros dicen solamente
costumbre”.
Casi juicio final.
Pero hay alli, en las voces coloquiales, en el guiño afectuoso, el
descubrimiento de un Borges que se compenetra con su mundo.
“Esa higuera que asoma sobre
una parecita
se lleva bien con
mi alma”.
Se ha librado de la mayor congoja: “la prolijidad de lo real”. Le
quedan cosas esenciales: una tumba, una esquina, un barrio, unos
hombres que juegan al truco. Y al hablar de “El paseo de Julio”
volverá a recalcar su repudio : “sufres de caos, adoleces de
irrealidad”. Por ello el alcohol y la prostitución terminarán por
darle a la avenida “la inocencia terrible/ de la resignación”.
Han quedado atrás Fervor de Buenos (1923), Luna de enfrente (1925)
y Cuaderno San Martín (1929). Luego un muy largo y en apariencia
inexplicable silencio de treinta años, hasta que publica en 1960
El Hacedor. Un libro dedicado a Leopoldo Lugones. Donde ya la
ceguera lo acecha
“Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche”
Poema de
los dones
Pero tiene un arma:
“el don del verso
que transforma las penas verdaderas
en una música, un rumor y un símbolo”
Pero sabe también
“el maleficio
de cuantos ejercemos el oficio
de cambiar en palabras nuestra vida”.
Es ahora un poeta clásico, si así puede decirse, que requiere de
la memoria de la rima, el recurrir al arsenal legendario de la
rosa o la luna, de los espejos o el reloj de arena, de la lluvia o
el tigre, tan suyo como de la vasta tradición que es la
literatura.
Asi, al hablar de “El otro tigre”, el 3 de agosto de 1959, como
reza textualmente el poema, viaja desde una “vasta Biblioteca
laboriosa”, de América del Sur hasta “las márgenes del Ganges”,
hasta Sumatra o Bengala, pensando un tigre. Un tigre de símbolos y
sombras, de “tropos literarios” y “de memorias de la
enciclopedia”, pero no “el tigre fatal”, “la aciaga joya”, que “no
está en el verso”, que es “ficción del arte” y “no criatura
viviente”.
“Nadie puede escribir un libro. Para
que un libro sea verdaderamente
se requieren la aurora y el poniente,
siglos, armas y el mar que une y separa”.
Ariosto y los árabes.
“Convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo”.
Arte poética.
“Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios”.
Arte poética.
“Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia”
dirá un apócrifo árabe del siglo XII, inventado por él.
Pero el Borges de 1964, El otro, el mismo¸ nos sorprende con
expresionistas imágenes, al rescatar un poema de 1936, “Insomnio”
y mostrarnos
“Alambre, terraplenes, papeles muertos, sobras
de Buenos Aires”.
Son los suburbios del Sur,
“el despedazado arrabal
de callejones donde el viento se cansa”.
La noche, como en “La noche cíclica”, ya no lo dejará en
“Una esquina remota
que puede ser del Norte, del Sur o del
Oeste,
pero que tiene siempre una tapia celeste,
una higuera sombría y una vereda rota”.
Ahora debe forjar el poema que aún no ha escrito, usar
“el antiguo alimento de los héroes:
la falsía, la derrota, la humillación”.
“Mateo,
XXV, 30”
para ser un poeta menor de la antología, resignado a su calle y su
casa de siempre. Sus mismo libros y sus repetidos hábitos. Pues
“La inexorable luz de la gloria, que mira las
entrañas y enumera las grietas ,
de la gloria, que acaba por ajar la rosa que venera”.
A un
poeta menor de la antología.
En medio de sus múltiples lecturas, Borges se hunde en Nortumbria,
en Noruega y el Baltico, en Escandinavia e Islandia, en el estudio
de la gramática anglosajona, en la germanística, en gestas y
espadas, reyes, cobardes y traidores, runas que estudia los
sábados con un pequeño círculo de devotas discípulas.
Alemania o Inglaterria y “la pura contemplación de un lenguaje del
alba”. De guerrreros que van por el mar hacia desconocidas tierras
de pillaje y de dominio y que más que fundar países engrendan
sagas y rudos epitafios. “Tu cantar de hierro”. De nuevo la epica.
Sin embargo, su vida de hombre continua, apasionado, enamoradizo,
intenso y a la vez rechazado, al escribir generosos y desorbitados
prólogos a señoras elegantes de Buenos Aires, con aficiones
intelecturales, con pretensiones literarias, con afán de hacerse
célebres al lado de Borges, al igual que Borges deslumbrado apenas
por sus voces, pues los rostros ya no los percibe. Tiene que
imaginar, sufrir y vivir todo. De ahí poemas tan punzantes y
sinceros como el titulado “1964”:
“Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días”.
Pero tiene también la burlona ironía sobre sí mismo, como en este
párrafo de su cuento “El Zahir”:
“El seis de junio; Teodolina Villar cometió el solecismo de morir
en pleno Barrio Sur. Confesaré que, movido por la más sincera de
las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella
y que su muerte me afectó hasta las lágrimas. Quizás ya lo haya
sospechado el lector”.
De ahí también el Borges que escribe sus milongas Para las seis
cuerdas (1965). Prima en ellas el cuchillo y “Esa cosa”, “de la
que no se arrepiente nadie en a tierra, “esa cosa es haber sido
valiente”.
En el 69, al prologar Elogio de la sombra, su quinto libro de
versos, Borges ironiza consigo mismo y con nosotros, sus lectores.
“A los espejos, laberintos y espadas que ya
prevé mi resignado lector, se han agregado dos temas nuevos: la
vejez y la ética”.
Tiene “los setenta años de mi edad”, sabe que “un idioma es una
tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario
repertorio de símbolos”, tal como lo expresó en 1972, en el
prólogo a El oro de los tigres ( 1972). Y sabe también, como lo
afirmó en el prólogo de El otro, el mismo (1964) que
“La raíz del lenguaje
es irracional y de carácter mágico”.
En el prólogo de 1969 a la reedición de Cuaderno San
Martínque “en todos los poetas que merecen ser releídos”,
conviven el poeta lírico y el poeta intelectural. Borges fue los
dos, “la firme espada del danes y la luna del persa”. Arribó a su
centro, a su álgebra y su espejo. Quizás supo quien era. Ahora, el
releerlo, lo queremos aún más.
Juan Gustavo Cobo Borda
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