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El
pueblo era pequeño y encerrado entre montañas. En
sus calles abigarradas la gente se levantaba temprano a trabajar y, en
todas las parroquias, las campanas recordaban que el ojo de Dios nunca
cerraba sus parpados. La gloriosa trinidad bendita de su dieta -
frisoles, mazamorra y arepa - mantendría en pie al
antioqueño, de todo el maiz, que se irá a extraer
el oro,
hacer negocios o, siguiendo sus sembrados de pan coger por las laderas
de la cordillera, llegara hasta el norte del Valle, en la ruta del
café
que integró a Colombia a partir de esa
colonización paisa, tan visible
en un oleo de esta muestra como El
camino,
de 2001 o en dibujos como La
ciudad, de 1993, donde la
reminiscencia de su padre, con sus animales
cargados de mercancía, se internarian por los caminos del
progreso tal
como lo hacia David Botero Mejía. La ciudad tiene mucho de
campesina y
el campo comienza apenas se sale de la ciudad, con las pintadas de los
políticos en las piedras y e influjo del radio transistor.
Prima la política conservadora, aunque
aquí naciera Rafael
Uribe Uribe, el caudillo liberal que perdió todas las
guerras. Pero esa
ciudad que amaba el juego, la música y el baile,
tendría talmbien otra
cara, no solo la de fechas espectaculares, como la muerte de
algún
obispo, con toda la morada purpura de su sepelio, entre el incienso que
satura el aire y la barroca orfebreria de sus tallas religiosas , sino
también catástrofes mas modernas, como el
accidente de aviación en que
fallece Carlos Gardel, el morocho del mercado de abasto que cada
día
canta mejor el tango.
Esa cultura popular latinoamericana, muy bien estudiada en el texto de
Mario Vargas Llosa aqui incluido, sera decisiva en la
mitología bohemia
de Fernando Botero, donde sus burdeles se tiñen de tintes
hogareños y sus bailes y sus músicos exhiben la
compensación
con que la pobreza celebra y exulta sus dichas provincianas, en
ceñidos vestidos vibrantes bajo banderolas de
feria, sin olvidar mariachis y boleros. Aun recuerdo la
ocasión en que
un compañero generacional de Fernando Botero, el escritor
Manuel Mejía Vallejo me llevó, antes del ensanche
modernizador, a un
lugar en Medellín donde se oian tangos y atildados
caballeros de
cruzados trajes marrones, camisa oscura, corbata blanca,
zapatos de dos colores y peinados con gomina, como no, se desdoblaban
en inverosimiles coreografías con esas ondulantes damiselas
de
vaporosos vestidos de colores y mucha bisuteria, los últimos
exponentes
de un mundo próximo a extinguirse.
Todo esto es lo que Fernando Botero ha vuelvo perdurable en su
poética
nostalgia, que conjugaría la urdimbre latinoamericana de su
textura
plástica con los pintores del Quatrocento italiano, los
Giotto,
Masaccio y Piero della Francesca, proverbiales en su
formación.
Pero
estamos en México y de México en
relación con Colombia es
pertinente hablar en esta feliz ocasión. Quiero recordar a
Jose Vasconcelos, el secretario de educación a quien amo
Antonieta
Rivas Mercado y se suicidó por él y que
daría los muros de las
instituciones oficiales a la gran trilogía de
José Clemente Orozco,
Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. El que nos visito en Colombia
como maestro de juventudes americanas, con claro lenguaje
anti-imperialista y con el patrocinio del presidente Eduardo Santos,
para deplorar la pérdida de Panama y mostrar como la
revolución
mexicana habia sacudido al pueblo en canciones y corridos, coplas y
grabados populares- aqui asoma en bicicleta José Guadalupe
Posada
abrazado a una calavera - si no también en contrato social y
repartición de tierras.
En los años veinte del siglo XX Germán Arciniegas
se
escribiria admirado con el maestro Vasconcelos y en su revista
Universidad
alentaría a los jovenes, al estudiante de la mesa redonda,
a ser críticos e independientes y a pensar en
América como unidad en lo
diverso: el continente de siete colores. Cuando, en 1977, Arciniegas
publica uno de los primeros y mas válidos libros sobre
Fernando Botero,
todo ello estaría al trasluz de su interpretación.
Al gran memorialista que fue Vasconcelos habrá que
añadir,
en esta mañana de celebración, tres sombras
poéticas
mexicanas. Carlos Pellicer, quien acompañó a
Vasconcelos en
su gira de integración y Gilberto Owen y José
Gorostiza, quienes
estuvieron en Bogotá. Owen saludaría en EL
TIEMPO, de Bogotá, la
primera exposición de Alejandro Obregón y el
inicio de la pintura
moderna en Colombia y escribiría también la
primera monografía sobre
Ignacio Gómez Jaramillo, un pintor en cuyo taller Fernando
Botero
admiraria la cerámica precolombina quimbaya, con sus formas
rotundas y
quien, en 1936, viajaria a México a estudiar el
muralismo.
Gorostiza estaba en Bogotá acompañando a Jaime
Torres Bodet,
el 9 de abril de 1948 en la delegacioón mexicana cuando el
terrible
bogotazo.
En 1956 y 1957, cuando Botero reside en México, muchos
hechos decisivos
se conjugan: nace su hijo mayor, se fortalece y crece su
amistad con el poeta Alvaro Mutis quien lo habia apoyado a traves de a
revista
Lámpara, como
ilustrador, expone en la galeria de Antonio Souza
y una mandolina crece de modo imprevisto para celebrar la belleza con
la sensualidad de la forma y la plenitud avasalladora con que su
pintura se expande y configura el mundo. No solo el suyo sino el de
todos nosotros, que empezamos a vivir lo que bien pudiera denominarse
la era Botero.
La terca fidelidad a sus convicciones y a sus siete o mas horas de
trabajo diario en el taller, en cualquier lugar del mundo donde
encuentre o en la playa de Zihuatanejo, Guerrero, donde religiosamente
un mes al año se dedica al dibujo; y a estudiar y evaluar
temas, para el futuro.
Este pintor de la vieja guardia, como se define, nos llevara a vivir,
con sus ojos, en el orbe encantado de los museos (El Prado, el Louvre)
y en 5000 años de pintura occidental, en plazas e iglesias
italianas. Que lección inapreciable la de estos Piero della
Francesca,
Velasquez y su "niño de Vallecas", Rubens e Ingres,
recreados, transformados, vueltos todos ellos Botero.
Obsesión que se
contagia y demuestra la fuerza de su estilo absoluto para ver todo de
acuerdo a su imposición como maestro que no claudica en el
Museo del
Palacio de Bellas Artes. Quizás por ello, Carlos Fuentes
apunta con tan
certero ojo de narrador al corazón de la obra de Botero: la
mujer. En
una sociedad machista es ella la que rige los destinos y sostiene la
casa. Y tambien alienta a los hijos a ser pintor, cueste lo que cueste,
como sucedio con quien teniendo apellidos tan paisas como Flora Angulo
Jaramillo, nunca dejo de inspirar a su hijo. Celebremos entonces estos
80 años de quién con tanta generosidad nos ha
dado a los
colombianos la fruición y el goce de compartir largos
soliloquios con
Corot y Picasso, Beckman y Giacometti, y al mundo entero, su obra que
no cesa. Que se expande y seduce de Quebec a Estambul. Con razon,
Jaime Moreno Villareal se ha detenido en "La niña
perdida en
el jardin" (1959), para
señalarnos como el embeleso con que
contemplamos la pintura solo adquiere sentido y proyección
cuando ella,
la pintura, la que nos mira, enmudece y señala nuestros
destinos de pueblos afines y gentes hermanadas en la alegría
del arte,
como en esta muestra excepcional, en el Palacio de Bellas Artes de
Mexico DF, que celebra los 80 años de Fernando Botero.
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