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“El más célebre (de los cafés), de concepción ya
moderna, fue el de Francesco Procopio Coltelli, antiguo mozo de
Pascal, nacido en Sicilia en 1650 y que más tarde se hizo llamar
Procope Couteau. Se había instalado primero en la feria de
Saint-Germain , después en la calle de Tournon, y por último pasó
en 1686, a la calle Fossés-Saint Germain. Este tercer café, el
Procope – todavía existe hoy-, se encontraba cerca del centro
elegante y dinámico de la ciudad, que entonces era la glorieta de
Buci, o mejor aún el pont-Neuf (antes de que lo fuera, en el siglo
XVIII, el Palais Royal). Apenas abierto, tuvo la suerte de que la
Comédie Française viniera a instalarse frente a él en 1688”.
Fernand Braudel Bebidas y excitantes
EUROPA Y AMÉRICA CHARLAN EN TORNO AL CAFÉ
El café "es el dulce hogar para aquellos para los que el dulce
hogar es un horror". Así escribía Alfred Polgar en 1926
refiriéndose al café Central de Viena. Sólo que desde 1650, al
hablar de las Coffee houses inglesas, el café está íntimamente
ligado a la literatura, al ocio, a la conspiración, y a esa mezcla
sutil entre bohemia y laboriosidad que caracteriza a los
habituales del café. Un sólo dato: Jean Paul Sartre escribió un
denso tratado metafísico, en la senda de Heidegger, titulado El
ser y la nada en las mesas del parisino café de Flore, donde
incorporó al texto argumentos proporcionados por el camarero.
En 1700, ya Londres contaba con tres mil establecimientos para el
consumo de café, en una ciudad de seiscientos mil habitantes. Pero
en 1709, un periódico, El Charlatán ( The Tatler) resume todas las
noticias de la ciudad, de la bolsa a los espectáculos, al
tener como base de su información lo que se dice en los cafés.
Algo que los periodistas no dejarán de aprovechar desde entonces:
un último café chismoso antes del cierre de la edición.
Steele, en El Charlatan y Addison, con The Spectator ( 1711)
quisieron dar a sus lectores algo más que noticias fugaces.
Ensayos donde brillará el ingenio y el conocimiento.
Pero fueron los cafés parisinos, de 1780, como el Procope, el café
de la Regence o el café de Fey, los que engendraron, en la
caldeada atmósfera de inteligencias como las de Voltaire,
Rousseau, Diderot y D'Alambert, tanto la Encliclopedia como la
revolución de 1789. Pero esas manifestaciones, bruscas o
incendiarias o de largo aliento, tenían singulares raíces. En el
Procope, un día se empezó a hablar de la armonía y la discusión
duró once meses. Ese mundo es el que nos rescata Antoni Mari
Monterde en su libro Poética del café. Un espacio de la modernidad
literaria europea (Barcelona, Anagrama, 2007)
Pero no sólo de ella, de la europea, sino también de la nuestra,
la latinoamericana. En un café de París, Rubén Darío y Enrique
Gómez Carrillo, como quien dice el modernismo en pleno, quieren
extraer del poeta Paul Verlaine esa gota de música y sabiduría que
habían paladeado en sus canciones. El encuentro, cómo no, se da en
un café y Rubén Darío, con facundia tropical, exalta su gloria.
Verlaine, el fauno taciturno y borracho, solo responde " La
gloire! ... La gloire. Merde!”
Amarga lección que Rubén Darío de seguro recordará en sus
depresiones de alcohólico sin recursos, caído de su trono lírico,
tal como nos lo pintó Vargas Vila en el libro que le dedicó.
Por su parte, el peruano César Vallejo, en el París de 1936, con
hambre y frío, se refugiará en la calidez humeante del café , para
proponernos ese soneto que tituló "Sombrero, abrigo , guantes":
"Enfrente a la Comedia Francesa, está el
Café
de la Regencia, en él hay una pieza
recóndita, con una butaca y una mesa.
Cuando entro, el polvo inmóvil se ha puesto ya
de pie".
Por su parte, y en Madrid, el maestro exaltado por Borges, Rafael
Cansinos-Assens, traductor de las Mil y Una Noches, despachará
desde el Café Colonial mientras Ramón Gómez de la Serna lo hace
desde el café Pombo. En un momento donde las ciudades se tornan
eléctricas y agitadas, de choques bruscos y aceleración nerviosa,
los cafés pueden ser puerto y refugio. Aguas más quietas, e
incluso estancadas, donde se cultiva, según Gregorio Marañón, la
pasión más fuerte del hombre español, el resentimiento. La
maledicencia. Pero el café también fue una suerte de universidad
popular donde muchos, por el irrisorio precio de una taza
alargada por horas, pudieron escuchar a Don Miguel de Unamuno, Don
Antonio Machado o Don Pío Baroja, como debe decirse. La envidia se
transformaba en coloquio y cuando el exilio, a raíz de la guerra
civil, los llevó a tantos a Buenos Aires como a México, el café
continuó siendo el ágora donde las ideas cruzaban sus espadas y
los gritos, tan españoles, trataban de imponerse sobre los
rivales. Así en los cafés de la Avenida de Mayo o la calle Salta,
el Iberia y el Español, las mesas volaban de una acera a otra, y
María Teresa León, la mujer de Rafael Alberti, exiliados ambos
como Ramón Gómez de la Serna, veían como "en las mesas de los
cafés se discutía y se gritaba como si aún Madrid estuviese
defendiéndose". El café fue entonces política y poesía: soledad y
compañía. Como siempre lo había sido.
Café Windsor, tinto y sifón
El café Windsor, en la calle 13 con la esquina de la
séptima, frente a la oficina de los correos, fue uno de los
primeros refugios donde gentes venidas de todo el país se daban
cita.
Allí arribarían Ricardo Rendón, Luis Tejada y León de Greiff,
provenientes de la Villa de la Candelaria. Por allí se asomaría
Germán Arciniegas, bogotano y sabanero de hacienda y ordeño
administrada por su padre, para encontrarse con Gregorio Castañeda
Aragón, quien traería el yodo y la sal marina desde Santa Marta, a
esa atmósfera de humo y puerta vaivén, quizás de emboladores en el
estrecho espacio, donde el tinto se alternaba con el sifón. Donde
los negociantes de ganado y trigo de Sogamoso convivían con un
vikingo que declamaba : “esta mujer es una urna/ llena de místico
perfume”.
Augusto Ramírez Moreno reconstruyó la nómina del Windsor:
“Todas las tardes a las cinco y todos los domingos de una a siete
de la tarde se reunían León de Greiff, Carlos Perez Amaya,
Alejandro Mesa Nicholls, Luis Tejada, Carlos Pellicer, Rafael
Vásquez, Luis Vidales, Ricardo Rendón, Germán Pardo García, Rafael
Bernal Jiménez, Juan Lozano y Lozano, Palau Rivas, Francisco Umaña
Bernal, Alberto y Felipe Lleras, Jorge Zalamea, Alberto Angel
Montoya, Ciro Mendia, Gabriel Turbay, Jorge Eliecer Gaitán y
Rafael Jaramillo. Durante cinco horas se tomaba el café tinto, se
recitaban poesías inéditas, se leían prosas acabadas de salir del
horno”
Y en alguna forma se suscitaban varios hechos culturales y
políticos que transformarían el país. Las caricaturas de Rendón
demolían la hegemonía conservadora, la revista Los nuevos y la
revista quincenal Universidad fundada por Germán Arciniegas en
1921 incorporaba ensayistas como Baldomero Sanín Cano y Luis López
de Mesa y se abría generosamente hacia una América Latina ignorada
hasta entonces, con figuras como José Carlos Mariátegui y la
reforma universitaria de Córdoba, Argentina. Finalmente, se
constituirían las primeras organizaciones socialistas y
comunistas, con figuras como María Cano e Ignacio Torres Giraldo.
Muchos círculos en expansión se constituyeron a partir de los
cafés, en esa ciudad andina aislada del mundo.
Con razón Germán Arciniegas recordó en 1996, en El Tiempo : “Lo
del Windsor no se repetirá jamás. No tiene nada que ver con las
cafés de París o de Viena. Es el café de los hombres solos que no
se quitan el sombrero y recitan sonetos, consumiendo tinto o
sifón, mientras en la calle rueda el tranvía de mulas, sube el
partido liberal y para no romper la costumbre bogotana, llueve a
cántaros y se muere de frío”.
Más joven que Germán Arciniegas (1900-1999) Alberto Lleras
Camargo (1906-1990) también tendría en el Windsor su base de
operaciones, justificada en aquel entonces por su trabajo en los
periódicos liberales El Tiempo y El Espectador porque los cafés
eran también prolongaciones de las salas de redacción, antes de
entrar a laborar y luego que ya la edición circulaba por toda la
pequeña parroquia de entonces. Revive Lleras Camargo
aquellos tiempos cuando evoco a Ricardo Rendón (1976).
“En ellos se freían empanadas, cuyas grasas de cerdo extendía un
excitante olor en el recinto estrecho y las afueras inmediatas…
Se tomaba, desde luego, café, mucho café, negro y amargo, y
además, de tiempo en tiempo, algún licor fuerte, whisky, brandy,
ron o aguardiente , o grandes jarros de cerveza negra o
rubia que llegaba en toneles, en grandes carros tirados por
percherones imponentes. Aquello era barato, al alcance de nuestra
pobreza”.
Vuelven a destacarse allí las siluetas de León de Greiff, “en la
calle 14 con la carrera 7ª, de preferencia en la acera
suroriental, enfrente de una droguería” que miraba desplazarse la
vida de la calle y luego se hundían en el café Riviere, antecesor
del Automático, que fue después puerto de otra generación”:
León, “que trabajaba como contabilista en un banco de la Calle
Real” y Luis Tejada que destilaba sus “gotas de tinta”, para El
Espectador, donde amigos como Luis Vidales y José Mar soñaban con
el remoto soviet de la hoz y el martillo y se identificaban con su
conmovida “Oración para que no muera Lenin”.
Esos eran los cafés. Ese era el Windsor. Esa fue una época de
nuestra cultura, en la creatividad del diálogo y el afrontar de
modo colectivo muchas empresas editoriales y variados movimientos
literarios. Retengamos dos nombres: León de Greiff y Jorge
Zalamea.
Los provincianos llegan a los cafés bogotanos.
El café como institución cumple un papel destacado porque se
renueva con cada generación que arriba a sus mesas, admira de
lejos a las figuras consagradas y poco a poco busca aproximarse a
ese círculo mágico.
Además, para la gente que viene de provincia establece un rito de
pasaje, un salvoconducto y una credencial, que les permite
sentirse integrados a la capital. Veamos algunos casos. Danilo
Cruz Vélez, el filósofo nacido en Filadelfia, en 1920 y
quien moriría en Bogotá en el 2008, reconstruyó en sus
diálogos con Rubén Sierra Mejía (1996) su arribo a la capital y su
acceso al mundo de los cafés, sobre los cuales aseveró : “la vida
intelectual de Bogotá estaba centrada en algunos cafés”.
Con Rafael Carrillo se encontraba en los cafés Martignon y Lucerna
donde comentarían, entre otros, las nuevas traducciones que
publicaba la Revista de Occidente en Madrid dirigida por José
Ortega Gasset. Continúa Cruz Vélez:
“Otro café, muy famoso, que recuerdo y al cual acostumbraba ir
León de Greiff en esa época era el Café de París que estaba
situado en la carrera 7ª, un poco antes de llegar a la Plaza de
Bolívar. Otro fue el café El Molino, que era el tertuliadero de la
nueva generación poética, de Eduardo Carranza, Carlos Martín,
Camacho Ramírez y Jorge Rojas. Después empezó a frecuentarlo León
de Greiff. Había uno en la carrera 8ª, antes de llegar a la Plaza
de Bolívar, que se llamaba Café Felixerre. Y a la vuelta de El
Molino, el café Asturias, cuyo auge hay que situarlo en época
posterior a los años de apogeo de El Molino. El Asturias se
convirtió también en café de los poetas, donde se reunían Angel
Montoya, los piedracielistas y posteriormente los
postpiedracielistas” (p. 73)
Luego de un filósofo, un poeta : Fernando Arbeláez (Manizalez,
1924 – Bogotá, 1995). En un texto suyo titulado “El Asturias y El
Automático”, e incluido en el libro Voces de Bohemia (1995) se
reiteran los mismo elementos. Asombro de asomarse al Olimpo
literario y sentir , en proximidad física, lo que antes eran sólo
firmas en los suplementos literarios o voces por la radio. Al
hablar de “El Asturias”, en los años 40, así lo vivió Arbeláez
recién llegado a Bogotá:
“En una esquina del fondo del café, León de Greiff con su ‘alta
pipa y su taheña barba’ pergeñaba solitario sus mamotretos entre
copa y copa de aguardiente, Alberto Angel Montoya, un poeta
cuya obra completa recitaba de memoria en mis nocturnas
navegaciones, y a quien imité en mi adolescencia, asistía allí,
medio ciego, a una tertulia de fieles amigos que celebraban como
expresiones de la mayor genialidad, sus paradojas muy a lo Wilde y
sus boutades sobre la ordinariez de la vida bogotana. Por ahí
desfilaban Eduardo Carranza, Jorge Rojas, Arturo Camacho Ramírez y
Carlos Martín, los adalides del movimiento de Piedra y Cielo”. (p.
73).
Oigamos ahora a un historiador. En sus Memorias intelectuales
(2007), el historiador Jaime Jaramillo Uribe nos recuerda cómo a
su llegada a Bogota desde su natal Pereira uno de sus parientes
por el lado materno era propietario de tres cafés en Bogotá: el
Victoria, el Colombia y el de La Paz, en los cuales trabajaría
ayudándolo en la caja. Allí también precisa las direcciones de
esos cafés a los cuales asistía como el Café Victoria ( carrera 7ª
No. 13- 19) y el Café Felixerre (Carrera 8ª . No. 11 – 74)
también mencionado por Danilo Cruz Vélez y donde los libros de la
revista Occidente como el de Oswald Spengler La decadencia de
Occidente y las obras de José Ortega y Gasset eran referencias
habituales, sea La rebelión de las masas, El tema de nuestro
tiempo o España invertebrada.
Aquí resulta pertinente traer a cuenta las palabras de Gabriel
García Márquez en el homenaje a Belisario Betancur en febrero de
1993:
“Para nosotros, los aborígenes de todas las provincias, Bogotá no
era la capital del país ni la sede de gobierno sino la ciudad de
lloviznas donde vivían los poetas.
Con el mismo terror reverencial con que íbamos de niños al
zoológico, íbamos al café donde se reunían los poetas al
atardecer. El maestro León de Greiff enseñaba a perder sin
rencores en el ajedrez, a no darle ni una sola tregua al guayabo
y, sobre todo, a no temerle a las palabras. Esta es la ciudad a
donde llegó Belisario Betancur cuando se lanzó a la aventura del
mundo, entre el pelotón de antioqueños sin desbravar, con el
sombrero de fieltro de grandes alas de murciélago y el sobretodo
de clérigo que lo distinguía del resto de los mortales. Llegó para
quedarse en el café de los poetas, como Pedro en su casa” (Gabriel
García Márquez : Yo no vengo a decir un discurso. Bogotá,
Mondadori, 2010, pgs. 69-70). Subrayaremos en este tramo dos
nombres: Eduardo Carranza y Gabriel García Márquez.
Otro provinciano, en este caso pintor, dibujante y grabador, Omar
Rayo, nacido en Roldanillo, Valle, en 1928 y muerto en el 2010,
también arribó a Bogotá, para conquistar la gloria con sus dibujos
bajo el brazo. Así lo cuenta José Font Castro en el libro Omar
Rayo (1990).
“A comienzos de los años cincuenta era muy fácil codearse
con las más célebres figuras de las letras colombianas. Bastaba
con asomarse al mediodía al café “El Automático” de la Avenida
Jiménez de Quesada. Allí coincidían casi diariamente León de
Greiff, Juan Lozano y Lozano, Jorge Zalamea, Eduardo Carranza,
Jorge Rojas, Aurelio Arturo, Eduardo Caballero Calderón, Jaime
Tello, Guillermo Payán, Arturo Camacho Ramírez y Darío Samper,
entre los más habituales. Y al lado de esa pléyade de poetas y
escritores los caricaturistas de moda – Merino, Chapete, Rincón- y
de vez en cuando uno que otro pintor, pues no había muchos. La
sesión se reanudaba hacia las seis de la tarde, después de que el
maestro de Greiff, que era quien la presidía, timbraba la tarjeta
de salida en la Contraloría General de la República, donde
trabajaba de contable”:
“Un día Rayo sorprendió a los habitués del ‘Automático’ – hasta
entonces su audiencia cautiva- con una exposición de los veinte
personajes más conocidos del lugar, cuyos rostros parecían estar
formados con trozos de madera. Tal era el realismo y la textura
que se percibía en aquellos cuadros, los cuales había que mirar
muy de cerca para descubrir que no se trataba de madera, sino de
un dibujo. Había nacido el ‘maderismo’, la primera tendencia con
nombre propio que se recuerda en la moderna pintura colombiana.
(Creo que aquellos cuadros no lograron venderse. Debieron quedar
para cancelar viejas deudas de aguardiente, pues los recuerdo
permanentemente colgados en las paredes del ‘Automático’, como
parte de su decoración. Y nada de raro tiene que también hubiesen
sucumbido con ese antiguo y último refugio de la bohemia
bogotana).”
Del café Windsor, de la calle 13 No. 7- 14, propiedad de los
hermanos Luis Eduardo y Agustín Nieto Caballero, al café “El
Automático” de la Avenida Jiménez de Quesada No. 5 – 28, han
pasado varias décadas, desfilado diversas figuras, y discutido
asuntos que abarcan desde James Joyce y T.S. Eliot promovidos y
traducidos por Jaime Tello hasta temas de marxismo y revolución
planteados por Luis Vidales. Fue así el café bogotano el club de
los que no tenían club o la universidad de los que le aburrían las
clases y prefirieron el billar y la poesía, como siempre lo ha
reivindicado Álvaro Mutis. Las verdaderas cátedras de billar y
poesía eran las que se impartían en los cafés.
Cuadernícolas y extranjeros
En este mundo de cafés y radio periódicos, donde era fácil comprar
La Nación de Buenos Aires, con su suplemento literario dirigido
por Eduardo Mallea que traía colaboraciones de Jorge Luis Borges,
Ricardo Molinari y Carlos Mastronardi, que tanto habría de marcar
a Aurelio Arturo con su “Luz de provincia”, es donde Álvaro Mutis
haría sus primeras velas de armas, para ingresar en la vida
literaria. Lo recordó así en 1980, desde México, al hablar de
Gilberto Owen.
“Éramos adolescentes y nuestro bachillerato se iba desvaneciendo
entre el billar y la poesía en el Bogotá de los últimos treinta.
En las tardes, era obligado sentarse en una mesa del Café Molino,
vecina de la que ocupaban los grandes de nuestras letras de
entonces. Allí campeaba Jorge Zalamea con su aire arrogante de
Dorian Gray, su voz también altanera e inteligente; León de Greiff
con las barbas de vikingo aún rojizas entreveradas ya de no pocas
canas, sus ojos azules de fiordo y su acento de Antioquia para
decir escasas palabras, pero siempre lapidarias; Luis Vidales con
su aire malicioso y su sonrisa aguda, que ocultaba, vaya uno a
saber, qué sarcásticas visiones de pescador de almas; Eduardo
Caballero Calderón, aún sin barbas, ya claudicante, con un aire
malhumorado más superficial, de comentarios siempre hechos a costa
de algunos de los presentes. A este grupo se sumaba a menudo
un hombre de aspecto un tanto hindú, elegante, de pocas palabras,
con una mirada oscura, honda y para nosotros cargada de misterio.
Era Gilberto Owen, el poeta mexicano, radicado entonces en Bogotá
y casado con una rica heredera antioqueña. (…) Era una poesía por
completo ajena a nuestras simpatías del momento : el García Lorca
de Poeta en Nueva York; el Vallejo de España aparta de mi este
caliz, Cernuda y, desde luego, el Neruda de la segunda Residencia
en la tierra” (Álvaro Mutis, Desde el solar¸ Bogotá, Ministerio de
Cultura, 2002, p. 145)
Alberto Zalamea publicaría en La Razón el primer poema de Mutis
titulado “El miedo”, poema aprobado por el crítico de arte y
galerista polaco Casimiro Eiger. Engendrado en el café,
participante asiduo del mismo, Bogotá daba a la luz un gran poeta:
Álvaro Mutis, nacido en 1923.
En 1948, en compañía de Carlos Patiño, publicaría en 200
ejemplares La Balanza con ilustraciones de Hernando Tejada y
quedaría así adscrito al movimiento que Hernando Téllez llamaría
“Los cuadernícolas”, por su propensión a editar sólo breves
volúmenes de muy pocas páginas, muchos de ellos hechos por
Ediciones Espiral. Téllez, director entonces de la revista Semana,
dedicaría su portada del número de abril 2 de 1949 al poeta
Fernando Arbeláez, donde el perfil de Arbeláez con bigote y entre
recreaciones de Picasso y Dalí se apoyaba sobre un titular
tremendista “En el principio era el Caos”.
Semana censaba entonces 53 poetas donde además de Mutis se
destacaban Fernando Charry Lara, Eduardo Mendoza Varela, Jaime
Ibáñez, Carlos Castro Saavedra, Helcias Martan Cóngora, José María
Vivas Balcázar, Guillermo Payan Archer, Rogelio Echavarría, Carlos
Medellín, Julio José Fajardo, Maruja Vieira, Jaime Tello, Dora
Castellanos, Meira Delmar y Emilia Yarza. Aun no habían publicado
libro ni Arbeláez, ni Andrés Holguín, ni Daniel Arango, ni José
Constante Bolaños, ni Jaime Duarte Frenche ni Enrique Buenaventura
que también se mencionaban como poetas. En medio de ese
heterogéneo conjunto, al cual Hernando Téllez no consideraba muy
consistente y donde todos se parecían demasiado entre sí se
hallaba Mutis. “Semejan una legión de muchachos en uniforme lírico
que trabajan en la misma corriente estética, en el mismo universo
de símbolos y con los mismos temas”: varios de ellos aparecen
fotografiados en el habitual café El Automático con Jorge Zalamea
y el pintor Ignacio Gómez Jaramillo.
Pero Mutis y Patiño en realidad se destacaban por su insistencia
en ciertos elementos de una geografía poética tropical: hojas de
banano, hoteles y burdeles de tierra caliente, entierros en medio
de cierta feracidad voraz, hangares y aeródromos abandonados y la
presencia insólita de húsares napoleónicos en medio de tal
escenario. Luego, por reminiscencias de Mutis y los poemas que le
dedica a León de Greiff, comprendemos que esos húsares también
surgieron en los cafés, cuando los dos rememoraban las hazañas
napoleónicas y trataban de superarse en el número de batallas
recordadas del general corso que admiraban con fervor. También los
cafés podían impartir clases de historia.
A esto debemos añadir los viajeros extranjeros, temporales o
permanentes, que se sentaban en dichos cafés. A Casimiro Eiger, el
polaco, y Gilberto Owen, el mexicano, debemos añadir el
guatemalteco, también asilado como Mutis luego en México- Mutis
arribaría a México en octubre de 1956 y no volvería nunca a vivir
en Colombia- Luis Cardoza y Aragón, a quien Mutis dedicará
en 1947 su poema “Tres imágenes”. Y el alemán Ernesto Volkening
(Amberes, 1908- Bogotá, 1983), asiduo siempre de los cafés del
centro, donde corregía las galeras de la revista ECO cuando era su
director y quien nos dejó varias páginas muy agudas sobre las
obras de Álvaro Mutis quien le dedicaría su primera novela La
nieve del almirante (1986) , Gabriel García Márquez y José Antonio
Osorio Lizarazo. También asentó esta síntesis reveladora sobre el
papel de los cafés bogotanos:
“Aquellos (los escritores colombianos) desperdiciaban
[durante ‘tardes de café’] material suficiente para que un
escritor europeo viviera un año.”
Sólo que el café, como el caso del Gato Negro, sería también el
lugar donde asesinarían a Jorge Eliécer Gaitán y donde Colombia
jamás volvería a ser la misma, desde ese 9 de abril de 1948. No
sorprende entonces que en 2013, algunos de los cafés
sobrevivientes conserven detrás de sus barras, grecas y cajas
registradoras, fotos y afiches de la figura de Jorge Eliécer
Gaitán, el puño en alto, convocando en sus ya históricos discursos
políticos a sus aún fieles seguidores.
MUTIS CRECE Y SE EXPANDE EN EL
EXILIO MEXICANO
Sabemos que la obra de Alvaro Mutis se precisa a partir de esos
diálogos en cafés bogotanos, ya sea con León de Grieff, Jorge
Zalamea o Eduardo Carranza, y de su forma de ahondar en el perdido
paraíso de la infancia, cerca del río Coello, en el Tolima. Sólo
que para poder expresar esos mundos, el de la historia y el de la
vivencia infantil, el de la lectura y la aventura, recurrirá a una
máscara: Maqroll el Gaviero.
Donde la distinción entre poesía y prosa es del todo innecesaria
pues ambas de nutren de una misma intensidad creativa. La de un
paria aventurero que recorre las comarcas colombianas de tierra
caliente, ríos, cordilleras, sembrados de café, y luego se
desplaza por el mundo, como una suerte de marino no demasiado
ortodoxo, embarcado en empresas un tanto al margen de la ley, con
sus cómplices de turno. Las combinará con su interés por figuras
históricas, como el príncipe de Ligne, lecturas de volúmenes un
tanto esotéricos y en ocasiones obsoletos del todo. En ese espejo
distante enlaza las guerras dinásticas europeas con la crueldad
violenta y en ocasiones sádica de la violencia colombiana, tenga
como escenario la selva como los raudales del Orinoco.
En Un bel morir (1989) enumera algunos de los dudosos oficios de
Maqroll : “contrabando de armas en Chipre, de banderas navales
trucadas en Marsella, de oro y alfombras en Alicante, de blancas
en Panamá; en fin, no sigo porque la lista nos tomaría varias
horas” (p. 320).
Sus siete novelas nos proponen también un museo de temas y
personajes que pueden ir “de la tibia mañana del 29 de mayo del
año de Cristo de 1453, cuando los turcos toman Constantinopla y
dan muerte al último y joven emperador de la dinastía de los
Paleólogos” hasta, por decir algo, el 13 de abril de 1742 cuando
se estrena en Dublin “El Mesias” de Haendel. Es decir, Mutis se
interesa en esa península de Asia llamada Europa y los hombres que
la pueblas y reflexionan sobre su destino, llámese André Malraux o
Drieu la Rochelle, en campos opuestos: uno miembro de la
resistencia, el otro partidario de Alemania, pero capaces de
reconocerse. Aún cuando Drieu se suicide y Malraux termine por ser
el ministro de cultura del general de Gaulle.
A quien más ama Mutis es a la “última leyenda”: un general sarnoso
que inicia la campaña de Italia con un ejército venal y poco
dispuesto, y que terminará por ser el dueño de Europa y de un
imperio de casi mil años, el de los Habsburgos, y su capital
Viena, detentador de la corona del Sacro Imperio. Se trata de
Napoléon Bonaparte.
Pero es la historia convertida en sueño la que se cuela en las
noches de sus personajes como Ilona que hace el amor con un
coronel napoleónico o un relator de la Secretaria Judicial del
Gran Concejo ´de la Serenísima República de Venecia (p. 200). El
mundo que Fernand Braudel caracterizó en su precioso libro El
Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II
(México, Fondo de Cultura Económica, 2 vols, 1976) que
abarca Oriente y Occidente, Venecia y España, y que Mutis asumirá
como propio al dedicar todo un libro de poemas a ese Rey que diría
: “Prefiero no reinar a reinar sobre herejes”. La fe de una
cruzada que en Crónica regia y Alabanza al reino(1985) hará de
Felipe II, en la lucha en los Países Bajos y el descubrimiento de
América, con el oro y la plata que de allí provienen, el monarca
que desde el Escorial fue el más grande. De Nápoles a Filipinas,
de México al África, viendo, a la vez, como este imperio se
quebraba y se iba poco a poco deshaciendo. Son esos personajes
enfocados en sus postrimerías y en verdad difíciles de penetrar y
comprender los que suscitan en Mutis, a partir de un retrato,
mediante una frase, el incentivo para una psico-biografía poética,
una semblanza mítica. Figuras capitales en el orbe mundial y
europeo : Felipe II y Napoleón Bonaparte, cuyas suscitaciones se
trasladarán hasta Colombia en su relato “El último rostro”,
publicado en 1978, referido a los últimos días del libertador
Simón Bolívar visto por un coronel polaco, y donde se revive la
coronación como emperador en París de Napoleón.
Porque en verdad desde La mansión de Araucaima(1973), se iniciará
ese ciclo donde los sueños de los personajes son el catalizador
que revela su carácter y orienta sus pasos. Tres sueños, el de la
Machiche, el Fraile y la Muchacha, son los que ahondan la mansión,
y revelan un trasfondo de postergaciones, señales y tiempos
imposibles de controlar, en la claridad alucinante, con que se
viven situaciones concretas pero irreales, no por ello menos
cargadas de sensualidad y deseos, como sucede con el sueño de
Bolívar en el relato mencionado.
A los sueños, como enigma y clave, bien podemos añadir, en el
curso de las varias novelas, ciertas oraciones de esotérica
sabiduría, de tono bíblico o religioso, de himno y decálogo, como
sentencias apócrifas de un código de conducta, vacío ya de toda
fe. Pero quizás este es también un retorno a sus primeros textos,
la “Oración de Maqroll”, y a lo que en “Los trabajos perdidos”,
consignará así :
“De nada vale que el poeta lo diga … el poema está hecho desde
siempre”. Este no sería más que “el comercio milenario de los
prostíbulos”. O mejor aún, en el mismo texto : “la derrota se
repite a través de los tiempo/ ¡ay sin remedio!”. Desde 1953
cuando Mutis publicó este texto ya todo estaba dicho. Consciente
del fracaso inherente a la poesía, en su ascenso y su inevitable
caída, como en el Altazor de Vicente Huidobro, una de las lecturas
de sus años juveniles.
El primer libro de poesía que Álvaro Mutis publica en México se
titulará Los trabajos perdidos (1965) . Allí, entre otros textos
dedicados al exilio, a los republicanos españoles y a las vastas
noches del Tolima, dedicará un poema a uno de sus maestros del
café bogotano, a una de las múltiples personas en que este se
desdobla como Mutis lo hace con Maqroll el Gaviero. Ambas
personas, Matías Aldecoa, en el caso de De Greiff y Maqroll en el
de Mutis, se unen en una misma muerte. En un similar escenario son
máscaras poéticas para alcanzar su verdad más honda.
LA MUERTE DE MATÍAS ALDECOA
Ni cuestor en Queronea,
ni lector en Bolonia,
ni coracero en Valmy,
ni infante en Ayacucho;
en el Orinoco buceador fallido,
buscador de metales en el verde Quindío,
farmaceuta ambulante en el cañón del Chicamocha,
mago de feria en Honda,
hinchado y verdinoso cadáver
en las presurosas aguas del
Combeima,
girando en los espumosos remolinos,
sin ojos ya y sin labios,
exudando sus más secretas mieles,
desnudo, mutilado, golpeado sordamente
contra las piedras.
Alvaro Mutis dejará Colombia para siempre en octubre de 1956.
Publicaría su primer poema en 1945, titulado “El miedo”.
El texto que escribió sobre Jorge Zalamea, en 1970, en México,
para presentar un disco con su voz, es, en cierto modo, un texto
que también alude al propio Mutis. Cuando habla de los viajes
juveniles de Zalamea a México y España, anota:
“Esto sirvió para arrancarlo, en una edad formativa y crucial, del
reducido y manido ambiente bogotano. Cuanto lamentarían luego
muchos de sus compañeros de generación el no haber sido capaces de
romper entonces con esa rutina de café y de redacción de periódico
en la que perdieron años preciosos de su vida que trataron de
rescatar luego, cuando era demasiado tarde, en los ocios de las
embajadas o en las interminables siestas en los salones del
Congreso” Desde el solar (p29).
Desde los cafés bogotanos al exilio mexicano, la obra de Mutis se
sostiene sobre esos dos polos y se vuelve así generosamente
universal, en lectores de todo el mundo y vertida a muchas
lenguas.
Juan Gustavo Cobo Borda
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