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Con su manto de plumas
y su manojo de pinceles
el Demiurgo desciende
desde la luminosidad reverberante
del desierto
y se sumerge
en un mar de fosforescencias.
Cuatro ángeles de madera
bajan para guiarlo y alejar la muerte.
Ha dormido tranquilo
con su tanque de oxígeno
y ha soñado nuevos óleos
de 1000 años antes de Cristo.
Cuadros pétreos y sin embargo muy ligeros
-el Pacífico y los Andes-
armados a punta de veladuras y transparencias.
Del viento que erosiona murallas y fortalezas.
Eran templos; ahora serán tumbas
para preservar las momias
amarradas en telas de vicuña, llama o alpaca.
Pero él debe ingresar en la gruta,
ciego aún de colores sin nombre,
para acostarse en la cama-féretro.
En la mesa de ajíes, papas y camarones
donde cohabitarán el amor y la muerte.
La sangre y el semen.
Para excavar allí
y sentir en lo negro
los hachazos del tiempo.
Por ello no podrá estar cerca
de mujeres embarazadas y niños menores
de ocho años.
La energía que irradia su mano,
tiene algo de partícula atómica,
de energía nuclear
que explora sus bronquios
y reconoce de nuevo, en una cerveza cusqueña,
en una chicha morada,
a Fernando de Szyszlo
apostándole a la vida,
al intentar un nuevo cuadro.
Juan Gustavo Cobo Borda
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