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Toda cubierta de lágrimas, las de ella misma y las de sus
innumerables lectores, María sigue siendo el más adorable fantasma
de las letras colombianas. Borges la elogió y los nadaistas
pretendieron denigrarla, pero cada generación la redescubre, de
nuevo, para vivir conmovido e impaciente en sus páginas.
A veces, con la suficiencia pretenciosa de quien cree haberse
curado, la dejamos de lado. Grave error.
No hay más que releerla para quedar de nuevo cautivos. Hay allí
aromas intactos, pasiones que no decaen, asombros y dulzuras
inenarrables. Cuando permanecemos presos en nuestras cárceles de
ladrillo y asfalto, María nos recuerda el nombre de las matas, la
suavidad del agua. El oxígeno liberador que encierra el aire. Con
razón la hacienda se denomina "El Paraíso". A las piletas
sensuales las muchachas morenas nos encadenarán con argollas de
flores y un viento arrebatador, al galope, nos arrastrará consigo
en el delirio del mejor romanticismo.
No nos olvidamos de quien era Isaacs, guerrero y explorador,
político y poeta, pero lo que nunca podremos soslayar es el
milagro de su palabra. Reticente y misteriosa en los diálogos,
pero también fosforescente y desatada cuando se hunde en el abismo
sugerente de sus nocturnos sin par.
Desde Londres un joven recrea a su amada y la buhardilla se
impregnará con su aroma. Con el perfume de su pelo suelto. Pero
ese cuchillo punzante será aún más brutal pues ya la muerte ha
cobrado su cuota. Así son las grandes novelas: juegan con lo
sabido, para aguarnos los ojos con frescas lagrimas. De ahí que
María, plena e irrefutable, encabece el primero de los grandes
espacios donde Colombia respira liberada. Ese Valle del Cauca, de
apacibles horizontes y ensoñación trágica. En él, como en La
vorágine de Rivera y los Cien años de soledad de García Márquez,
nos encontramos por fin con nuestro rostro. Nos apropiamos del
español, y lo revitalizamos, sin peajes ni trampas.
Por ello es tan valioso el peregrinaje que Sylvia Patiño, con su
cámara, ha hecho, leyendo de nuevo la novela, mirándola con otros
ojos, impregnándola con la sugerente patina de sus fotos
milenarias donde el tiempo se ha vuelto historia transustanciada.
El árbol, la piedra, la casa: todo nos habla encantado. El
lenguaje se ha transformado, con elegante sutileza, para
convertirse en imagen perdurable. Isaacs, de seguro, asistiría
complacido ante este nuevo milagro que suscita su verbo fecundo y
entrañable.
Libros como el de Sylvia Patiño, donde el texto de María y sus
fotos dilatan nuestra imaginación cercada por el miedo y la
sobrevivencia diaria, no nos permiten olvidar que existen
crepúsculos y samanes. Otra patria con mejores aires. Parecería
necesario releer el pasado para conferirle algo de su energía
creativa a este presente tan esmirriado.
María?
Jorge Isaacs
?Una publicación de Sylvia Patiño
Juan Gustavo Cobo Borda
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