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'El paraíso en la otra esquina': la nueva novela de Vargas Llosa Juan Gustavo Cobo Borda |
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Pero otra pasión, no menos devoradora y letal, se ha deslizado en su sangre. Son esas muñecas frágiles en que Egon Schiele cristaliza el deseo. Los calvos hombrecitos de George Grosz. Las criptas sombrías y sin embargo tan sugerentes en su aura milenaria con que Fernando Deszyslo mantiene viva la civilización inca. La pintura impregna ahora el horizonte visual del novelista peruano y Paul Gauguin lo obliga de nuevo a replantearse el sentido de la utopía.? El paraíso en la otra esquina, su nueva novela, es sobre aquel buen padre, buen marido y exitoso empleado de bolsa que decidió volverse un salvaje e irse al otro extremo del mundo en pos de los fantasmas concretos que encarna la pintura.?Aparecerá al comenzar el 2003 pero hemos tenido el privilegio de leer adelantos y hablar con su autor al respecto.
Gauguin, el nieto de Flora Tristán (1803-1844) se deshace a pedazos, con compresas de mostaza en las pantorrillas, mientras pone a arder sus telas con los colores más puros.?Jugar dominó, beber ajenjo; fumar opio, entre braceros chinos y visitar el mercado de la carne: en esa periferia del mundo colonial, Gauguin, como Rimbaud en África, encuentra el desarreglo de todos los sentidos y el delicioso embrutecimiento de esos tropicales climas deletéreos donde Conrad palpó el horror de la explotación. Pero incluso allí el auténtico artista extraerá gotas de intenso placer y luz única.
Quizás por ello Mario Vargas Llosa me desliza, confidente: "A mi en verdad lo que me interesa es la pintura como ficción". De ahí su admiración por los expresionistas alemanes y esos belgas perversos y fríos, llámense Paul Delvaux o Rene Magritte. Sin olvidar las máscaras de James Ensor o las carnes feas y pesadas del nieto de Freud: el inglés Lucian Freud. Y es la pintura la que lo lleva a dejar su apartamento en la Plaza de las Descalzas en Madrid, para irse a Nueva York, vía Tampico, a entregar a Fernando Botero el premio de hombre de las Américas que él recibió el año pasado. Botero sobre quien escribió todo un libro, compartiendo el delicioso encanto cursi de esa cultura popular del tango y telenovela que marcó a toda su generación en América Latina.
La misma que luego, por los caminos de Francia, y como única mujer entrara en las tabernas diciendo: "Soy una amiga de los obreros. Vengo a ayudarles a romper las cadenas de la explotación". ?Trabajará como aprendiz de colorista en el taller del grabador Andre Chazal, 12 años mayor que ella, y con el cual 4 años de matrimonio fueron más que suficientes para disuadirla de las aparentes virtudes de esa institución. Al huir de él, Chazal querrá quitarle las hijas y le disparará a bocajarro en la calle: el proyectil quedará alojado en el pecho de Flora Tristán hasta su muerte. ?La utopía artística de Gauguin, la utopía social
de Flora Tristán. Y en medio de ellos Mario Vargas Llosa, que nos
cuenta, hechizado y febril, esas vidas únicas y que recuerda,
también, ese "camino mediocre hacia el progreso que es la
democracia, la cual produce los mayores avances en la historia.
Esa vía gradual que representa la democracia, con sus consensos y
paulatinas negociaciones, a veces parece insuficiente, pero
es la que reduce drásticamente las posibilidades de violencia y
coerción". Pero el hombre al que siempre parecen preguntarle por
las economías paupérrimas, el desempleo galopante y las frágiles
democracias de nuestro continente, resurge al hablar de
literatura, o, como en este caso, de pintura, y de su artista
preferido: Rembrandt. He aquí la estimulante lección de nuestra
charla en Tampico. |
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