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"Vuestra Señoría sabe que ningún imperio, por grande que haya
sido, ha podido sustentar largo tiempo muchas guerras juntas en
diferentes partes". Así escribía un diplomático español, en
tiempos de Felipe II. Ese imperio que empezaba en Madrid, seguía
por México, Manila, Macao y Malaca hasta la India, Mozambique y
Angola, para volver a Madrid. Ese imperio, como tantos, también
sucumbió.
Su extensión, la diversidad de sus súbditos, y la
política de imperialismo matrimonial de la dinastía, su uso
sistemático de la endogamia, bien podían explicar su caída. Por
ello, ni la conquista de Inglaterra ni la eliminación de la
revuelta holandesa, habrían conseguido mejorar el fondo genético
de los Habsburgo. Pero este libro revelador muestra cómo los
imperios pueden caer por causas menos previsibles. Cuando Felipe
II construye el Escorial para conmemorar su victoria sobre los
franceses gasta en ello siete millones de escudos, casi tanto como
la Armada española y más que el ingreso anual del Tesoro. ¿Y que
albergó allí? Nada menos que 7.422 reliquias de santos, que
incluían 12 cadáveres completos, 144 cabezas enteras y 306
extremidades íntegras de varios santos. Pero la historia no sólo
cambia por estos fémures y estas calaveras. El viento bien puede
contribuir al derrumbe. Así fue con la armada invencible -130
barcos, 25.000 hombres-, pero no en el caso de Guillermo III de
Orange, quien desde Holanda enrumbó 500 naves y 40.000 hombres
también contra Inglaterra. "El viento protestante" lo
favoreció en sus designios. Pero este libro erudito, y exhaustivo
en su bibliografía, no es sólo, como vemos por estos ejemplos, un
libro sugestivo y deleitable. Es también un libro de una
actualidad pasmosa. Su capítulo VI, sobre las "Leyes de la guerra
a comienzos de la era moderna en Europa" nos concierne de modo
directo.
?"La atrocidad no compensa". El uso selectivo de la
brutalidad, trátese del Duque de Alba en los Países bajos,
Oliverio Cromwell en Irlanda o Karadzic en Bosnia llevó al éxito a
corto plazo, pero a largo plazo fue un desastre. La historia
todavía tiene algo que decirnos.
Un jesuita en China
Hacia 1601 había en China 17 sacerdotes jesuitas y las
conversiones al cristianismo ascendían a 150 al año. Pero la
serena indiferencia de China hacia todo lo extranjero hace aún más
conmovedora esta biografía única. La de un hombre que aceptaba
como norma entre seis y siete años para recibir respuesta a una
carta enviada, sea a su familia en Italia, o a sus superiores en
Roma. Matteo Ricci al ejercitar la memoria mediante palacios
imaginarios que le permitían colocar en cada lugar del mismo temas
específicos, pudo así aprender los infinitos caracteres de la
escritura china, dominar el idioma y sorprender, desde mandarines
hasta gente común, con su compenetración con los usos y costumbres
de la China, en la época de la dinastía Ming. Hacía mucho tiempo
no leía un libro tan original sobre cómo culturas antagónicas y
remotas se fecundan a través de las imágenes. Y cómo las historias
bíblicas, en la adaptación que Ricci hacía de ellas al imaginario
chino, se vuelven poderoso instrumento persuasivo. Pero el libro
no es sólo sobre la China y este puñado de solitarios misioneros.
Es también sobre la Europa que los formó, en la fe y en la
teología, en la Contrarreforma y en la política, en la
cotidianeidad de su vida familiar, y en esos valores que ahora,
solos en lo desconocido, deben confrontar con el budismo o el
confusionismo. Una lección sutil y elegante, de imprescindible
lectura, para entender, entonces como ahora, que el mundo no es
uno, sino que alberga diversos credos y razas. Memorias distintas
y convicciones opuestas. Pero que todas ellas pueden convivir en
el espacio mental del diálogo, aun sin saber a cabalidad las
lenguas que en tantos casos incomunican sin remedio. Con sus
prismas y sus libros ilustrados Matteo Ricci logra el milagro. Esa
historia remotísima también tiene algo que decirnos hoy día.
Juan Gustavo Cobo Borda
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