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Un matemático feliz Juan Gustavo Cobo Borda |
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Con las muy viejas armas de la razón, la sensatez y la información, Antonio Vélez (Medellín, 1933) se interna en los delirantes campos, poblados hoy como ayer, de genios malignos, endriagos y molinos de viento. Algunos de ellos son desconsoladoramente actuales: las medicinas alternativas, los fenómenos paranormales, el sicoanálisis. Otros reivindican viejos profetas maltratados como Malthus y Darwin o ponen en su lugar a aquellos creacionistas protestantes que en EE UU en 1981 se propusieron suprimir, en las escuelas, el estudio de la teoría de la evolución y reivindicaron para la Biblia cualidades de manual de geología, cosmología o biología, que Vélez, con datos y argumentos diáfanos, demuestra que no tiene. Incluso estos ensayos a contracorriente van más atrás: en el origen del simio-hombre late la misma agresividad en defensa de su parcela propia que se puede medir tanto en los campos de fútbol como en las guerras preventivas, para defensa de la raza blanca y la civilización occidental. Porque a Vélez, máster de matemáticas de la Universidad de Illinois, le gusta medir y comparar. Aducir fechas y cifras que tontamente hemos olvidado: que los ingleses, en 1877, mataron al último tasmano, al convertir su isla en colonia penitenciaria y que "hasta 1974 la Asociación Psiquiátrica Americana incluía la homosexualidad en la lista de desórdenes mentales" (p.11). Ensayos de divulgación científica escritos por un racionalista positivista con matizados toques de escepticismo. En el prólogo Vélez se cura en salud presentándose como es, pero sus trabajos, gracias a Dios, carecen de ademanes mesiánicos e invocaciones proféticas. Son sobrios y ajustados y se leen con provecho y deleite. Nos recuerdan, apenas, que la tierra con 6.200 millones de habitantes ya ha llegado a su límite tolerable, máxime perdiendo cada año 114.000 kilómetros cuadrados de bosque, y brindando, por ahora, "una media de 41 habitantes por kilómetro cuadrado" (p. 71). También nos muestra cómo "la teoría de Freud se derrumbó tan pronto como el litio curó por primera vez a un maniaco depresivo" (p. 91) al verse superado "el charlatán vienés", como lo llamaba Nabokov, por los nuevos avances en la neurología. Pero Vélez no es unilateral ni adicto a una sola causa. Sabe que tanto biología como cultura inciden; que el cerebro, con la vejez, se deteriora incluso más que el hígado o los pulmones, y que los neurotransmisores, como el incesto, corresponden a planos diferentes íntimamente relacionados. Su causa, para ser un tanto grandilocuente, es la del hombre. El que inventó simultáneamente la escritura en Sumeria, China, Egipto y algunos pueblos americanos y hará la clonación de sí mismo por la simple razón de que no "todo lo que se puede hacer termina haciéndose" (p. 67). Él no moraliza al respecto: refresca los hechos. Nos incita a estar alertas. La curiosidad es una virtud y el comprobar que el
teclado de la máquina de escribir fue diseñado ex profeso para una
redacción lenta, que no trabara los tipos originales, es un buen
ejemplo de sus intereses y una metáfora muy adecuada de su
original y excelente libro, máxime en el ámbito colombiano:
escrito con la celeridad de una mente ágil y alerta, invita a
leerlo, a releerlo despacio. Allí el azar y el número pi
aguardándonos con imprevistas sorpresas. La máquina y el hombre
jugando ajedrez y la sabiduría de la risa permeando felizmente
todo el conjunto. Es bueno disfrutarlo, y aprovecharlo, al iniciar
el año. |
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©2014
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