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Edificar con palabras: la ciudad latinoamericana


Juan Gustavo Cobo Borda


Son los escritores los que han creado nuestras ciudades, palabra sobre palabra. Los que han edificado sus imaginarios. Buenos Aires no existiría sin Borges del mismo modo que Montevideo dejaría de existir sin Onetti, Río de Janeiro sin Rubem Fonseca, Santiago sin Donoso y Edwards, Lima sin Vargas Llosa o Bryce Echenique, Cabrera Infante y Reinaldo Arenas,  Caracas  sin  Salvador  Garmendia,  La Habana sin Lezama Lima,  México sin Carlos Fuentes y Juan García Ponce y Bogotá sin El Carnero de Rodríguez Freyle, la saga de Osorio Lizarazo y Los parientes de Ester, de Luis Fayad.?

Ciudades verbales más perdurables que el cemento, el hierro y el asfalto. Cuyos grafitis, sobre los muros, resultan aún más efímeros incluso que las volanderas hojas de papel de los libros, que carcomidos por el ácido apenas si alcanzan a durar 100 años. Además, los escritores previeron antes todo. Las vastas megalópolis, por ejemplo. Tal el caso de Juan Carlos Onetti, redactor escéptico en una agencia de noticias, que funde Montevideo con Buenos Aires en un híbrido llamado Santa María y propone, a través de La vida breve (1950) y Juntacadáveres (1964) con los macilentos cuerpos de esas desvencijadas prostitutas, el sueño imposible de un burdel perfecto.?

Nos muestra así el reverso erosionado de este afán grandilocuente con que los emigrantes paupérrimos de España e Italia construyeron esa Cosmópolis de que hablaba Rubén Darío.

?La transterritorialidad sin límites que ya Julio Cortázar propuso a través de ese tablón metafísico que une a París con Buenos Aires con todo lo que ello implica como lección de abismo. Riesgo, mimetismo, influjos de doble vía y alteración complementaria de identidades. ¿Y no nos daba acceso, ya desde 1974, Gustavo Sainz, con La princesa del Palacio de Hierro, al microcosmos de los centros comerciales, los almacenes de cadena, y el habla sentimental y sápida de las clases populares, registrada, ya antes, en la grabadora de su adolescente personaje, en Gazapo (1965), que dio origen a la literatura de la onda: canciones de radio, conversaciones por teléfono, ese grabar de voces en un montaje que dibuja el perfil de la ciudad sobre el aire? México D.F. vuelto palabra. Pero vale la pena comenzar por el principio. El imprescindible libro de José Luis Romero: Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976) quien apelaba de modo prioritario a la literatura, a la letra impresa, de cronistas de Indias a panfletarios masones del XIX, sin olvidar nunca a los novelistas, para caracterizar un fenómeno cuyo origen no debemos nunca soslayar: ?Cuando la realidad insurgió ante los ojos de los conquistadores, o lo negaron o la negaron o la destruyeron ... Se fundaba sobre la nada. Sobre una naturaleza que se desconocía, sobre una sociedad que se aniquilaba, sobre una cultura que se daba por inexistente. La ciudad era un reducto europeo en medio de la nada? (p. 67).?

Que más tarde, en ese reducto europeo, como en los cuentos de Carlos Fuentes, surjan deidades indígenas, El Chac Mol de su primer cuento recogido en Los días enmascarados (1954) es otro cantar. Pero nuestro origen, quien lo duda es la nada y nuestra fe de bautismo la literatura. Fantasmales espectros deambulando en el vacío.?

Ya tenemos entonces dos de los elementos claves para conformar ese puchero, ese ajiaco, esa olla podrida, que es nuestro híbrido mestizaje. Con razón Armando Silva reconoce ahora como dos géneros híbridos, dos promiscuos mestizajes, son los propios de nuestra época: el fútbol y las telenovelas. Un deporte inglés untado de samba y con filósofos que responden al nombre de Menotti y Maturana. O el matrimonio feliz de Batistuta con Betty la Fea. Del Pibe Valderrama con La Caponera. La cultura popular, tan llena de tabúes como despojada de remilgos: todo cabe en su aparente mal gusto.?

Pero curiosamente los diversos puntos de vista que entrecruzados tejen la ciudad imaginaria ?ese deseo fantasma que es mucho más fuerte que la realidad constatable?esa creación colectiva, en definitiva, parece tener un origen claramente individual. Y, paradoja última, su trascendencia, perduración y legibilidad corresponde a la firma del artista. A la rúbrica que le traza un destino. Armando Silva comenta cómo el mural más atrayente de los años 70 eran los grafitis con aerosol del metro de Nueva York y cómo quien firmaba con el rótulo sugerente de SAMO terminó por llamarse Michael Basquiat. Basquiat como Keit Haring fueron los creadores que terminaron por esbozar un clima compartido. Lo cierra con su firma pero lo abre así a las nuevas miradas: las del museo. Las del video, la de los artistas muertos por el SIDA. Igual sucede con el grafiti latinoamericano de los años 80, que también menciona Silva. ?

Quizás por ello insisto en la obra de arte como nuestra definición mayor: cualquiera que lea, en cualquier lugar del mundo, en el idioma que elija, Cien años de soledad, se vuelve colombiano. Cualquiera que mire, en cualquier museo del mundo, en cualquier avenida de capital importante, pinturas y esculturas de Fernando Botero, se vuelve inexorablemente antioqueño: Iglesias y putas. No es de extrañar entonces cómo hoy el realismo sucio y la literatura negra o policial, con sus cargas de miedo y violencia, sean los referentes insoslayables de nuestra autoconciencia.




Juan Gustavo Cobo Borda

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