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A los 44 años, hace cien años, moría Chéjov


Juan Gustavo Cobo Borda


Anton Chéjov, nacido en 1860, nos dejó cinco obras teatrales que aún se representan en todo el mundo (Ivanov, La gaviota, Tío Vanya, Las tres hermanas y El huerto de los cerezos) y tres o cuatro centenares de cuentos que son, algunos de ellos y sin vacilaciones, muestra de lo más perfecto y acabado del género.

Como nos lo recuerda el novelista mexicano Sergio Pitol: ?Chéjov era hijo de siervos.

Nació un año o dos antes  de  que se proclamara el edicto de abolición  de la servidumbre, palabra que en Rusia significaba esclavitud. Durante toda su vida recordó que solo por una fecha determinada, su vida, desde el nacimiento dejó de estar regida por el azar. Hubiera podido ser vendido, regalado como un cachorro, jugado a las cartas o a los dados, como le había sucedido a algunos familiares?.?

Ambientados en una Rusia donde el zar era Dios y la censura controlaba cada palabra, sus cuentos despliegan el más vivaz, inteligente y sutil fresco de una sociedad en la cual las tensiones entre nobles y siervos y la distancia entre la provincia y Moscú o San Petersburgo no es menor que las abismales fracturas interiores entre lo que el hombre quiso ser y aquello en que finalmente se convirtió. Cuentos entonces algunos sobre la traición de los ideales y la fuerza impugnadora de la imaginación, al proponer mundos alternativos.?

Pero dicha opción nace del desencanto, de la rutina, de la abulia impregnada de mucho vodka con que los tradicionales terratenientes, ya sin siervos, se beben poco a poco todas sus tierras.

?En El beso, por ejemplo, un capitán ?encorvado y gris?, de aspecto ?indefinido? es besado por equivocación en un baile. Su vida se trastrueca a partir de ese ?frescor leve y agradable, como de gotas de menta?. Ese milagro que no era para él lo embriaga y su empeño por recobrar tal paraíso fugaz terminará por revelarle cómo la familia donde se dio esa epifanía era hipócrita, la mujer que lo besó pensando en otro quizás ?una trastornada?, como le insinúa un camarada, y su vida toda ?inmensamente aburrida, mísera y gris?.

?Pero no. Lo que  hoy parece un sueño fue y existió, de forma irrevocable, gracias a la estilización morosa y perpleja con que el propio Chéjov, médico graduado nos lo cuenta: ?Veía cuanto tenía delante, pero sin llegar a comprenderlo, como le ocurre al actor que se enfrenta por vez primera al público. Los fisiólogos denominan ceguera psíquica a esta sensación de ver y no comprender?.?

1886 se considera el año que Chéjov deja atrás una incierta prehistoria de apuntes humorísticos y prosas de relleno para sostener en mínima parte una carrera de medicina que sería su realidad prioritaria. La cual le serviría, como siempre lo hizo, para sostener una vasta familia, incluso a su padre, fracasado comerciante y fanático religioso, que todos los días, al despertar Chéjov, le obligaba a preguntarse: ¿Y hoy también me pegará??

La amante subsidiaria que era la literatura terminará por desplazar a la esposa legítima, la medicina, que ejercía con inmensa solidaridad entre un pueblo paupérrimo y atrasado, y fue con ella que curó y dio rostro a un universo inagotable de seres vivos. A un mundo en apariencia menor e intrascendente de pálidas tragedias cotidianas, cuando por toda Rusia profetas energúmenos y alucinados como Tolstoi y Dostoievski recrean la historia íntegra o nos sumerjen en abismos extremos de misticismo y locura. No. Chéjov, al lado suyo, parece neutro, frío, desapegado. Está pendiente de seductores rancios como en La dama del perrito que descubren tarde, y de sopetón, que el amor existe y que ahora se verán obligados a dejar atrás la cómoda cárcel de la clandestinidad y enfrentarse al absurdo consciente de su nueva condición. La doble moral salta en pedazos, pues sin esa mujer él morirá.

?Ironía en la pobreza, humor corrosivo en la incongruencia, el no-comprometido Chéjov resultó el más subversivo en la firme entereza de sus repudios: ?Los grandes escritores y artistas no deberían comprometerse en política más que en la medida en que tienen que defenderse contra ella?.

?Y esa legible, jubilosa, patética y entrañable comedia social con que nos asombra e involucra, páginas tras páginas, termina también por envolverlo a él.?

El hijo de siervo se vuelve terrateniente. El nacido en la costa norte del Mar de Azov triunfará como dramaturgo en las principales capitales y el médico forjado con tesón y a fuego lento se negará a reconocer en los escupitajos y vómitos de sangre la tuberculosis que acabará con su vida y con la gloria estrepitosa que comienza a disfrutar.

?En una suerte de fuga perpetua se irá a Siberia, a documentar prisiones y criminales condenados a perpetuidad; a Roma, a tonificarse con las obras de arte; a Yalta, para respirar; a la selva negra alemana, con su primera y muy tardía mujer, desde donde su cadáver será repatriado en un verdoso vagón de tren en cuya puerta estaba escrito con grandes letras: ?Transporte de ostra?. Un final digno de quien con tan fina ironía había comprendido la sonrisa del mundo contemplando los afanes de sus criaturas. El placer que depara Chéjov no tiene parangón: hace de su lectura, de su relectura un inexcusable deber.



Juan Gustavo Cobo Borda

©2014