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La cultura de la conversación


Juan Gustavo Cobo Borda


De 1627 a 1789, para usar dos fechas emblemáticas, la nobleza francesa cultivó un ideal. Una sociedad, al margen de la Iglesia y la Corte, que desdeñaba la lógica de la fuerza y la brutalidad de los instintos, para elaborar un sofisticado arte de la seducción y el placer. Ese arte fue el de la conversación y se daba, en días fijos, cuando ciertas mujeres abrían los salones de sus casas  para recibir a los amigos en París.

Para desplegar el encanto de ciertas charlas, que si bien podían rozar las conspiraciones de la política, los caprichos del monarca o las especulaciones de la economía, terminaban por alimentarse y proseguir solo nutriéndose de sí mismas. De la nostalgia embellecida con que aquellos que no podían estar presentes, por un cargo en el exterior, por un exilio forzado, en un castillo de provincia, las reclamaban ansiosos por carta.?

De todo ello surgirían las Máximas de La Rouchefoucauld, la Princesa de Cleves de Madame de La Fayette o las cartas de Madame de Sévigné a su hija. Sin olvidar, por cierto, El Teatro de Moliere, infinidad de páginas de Diderot o Voltaire, nacidas al calor de esos encuentros, o de un caudal revelador de memorias, que hacen de ese tránsito del siglo XVII al XVIII uno de los mejores iluminados por las agudas percepciones testimoniales de quienes tomaron parte activa en él. La más bella síntesis final, ya con un toque de parodia, sería la incomparable obra de Marcel Proust que cierra el ciclo abierto por la marquesa de Rambouillet y su célebre ?estancia azul?.?

Benedetta Craveri, nieta del célebre filósofo italiano Benedetto Croce, ha reconstruido en un libro magistral, La cultura de la conversación (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004, 610 págs.), todos estos caracteres y sus peculiaridades; toda esta historia, de la Fronda al jansenismo, la Trapa y Pascal; de Richelieu, Mazarino y el rey sol, pero sobre todo de otro reino especial que cada una de estas mujeres regía desde su salón propio. Como recordara el cardenal Retz en épocas de la Fronda: ?Conversaban unos con otros, cambiaban cortesías y estaban dispuestos a estrangularse?. Pero no lo hicieron: apelaban al refinamiento, a los buenos modales, a los juegos de salón, a la sutil hipocresía, para establecer ese ámbito acotado donde brillaban las ideas, el ingenio y la incomparable dulzura de vivir.

?Trátese de una antigua cortesana como Ninon de Leclos o de la hija del hermano de Luis XIII, la Gran Mademoiselle, dueña de la mayor fortuna de Francia y más Borbón que nadie, todas terminaban por poner sus bienes y su encanto, su ambición y su hastío al servicio de una extraña causa: el simple gusto de ocuparse unos con otros. Analizar temas y sentimientos. Escudriñar en los valores y las mentes. Medir, atónitos, el paso del tiempo, pues algunos de estos salones duraron casi medio siglo, y comprobar, quizás irónicos y desencantados, que ellos, como lo subraya hoy en día el filosofo alemán Häbermas, fueron los creadores de la opinión pública. Vapuleados, como Voltaire, por los criados de algún aristócrata orgulloso de su posición, serían las incisivas réplicas de quien solo había pulido sus armas verbales en los salones y en los ?billetes? epistolares con sus musas el que sobreviviría, encantador y malicioso, hasta nuestros días.?

La politesse, el buen tono, el captar más del otro que de uno mismo, el saber escuchar. Todo conformaría un mundo en el cual no se sabe qué más admirar, si su avidez de felicidad o su reconocimiento, por boca de Madame du Deffans, de que: ?toda mi vida había sido una pura ilusión?. ?No había conocido realmente a nadie (...) nadie me había conocido realmente a mí y que quizá yo misma tampoco me conocía? (p. 425). Solo que para llegar a dicha conclusión había conversado muchas horas, feliz.




Juan Gustavo Cobo Borda

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