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Argentina es tierra de tercos mitos: Perón y Evita, Gardel y
Borges, Fangio y Maradona. Fue un país potencia que con su trigo
alimentó a la hambrienta Europa de postguerra y en un espiral
declinante llegó a verse regida por un brujo, López Rega, y a
tener cinco presidentes en pocos días.
Mucho de esto lo ha vivido el periodista Tomás Eloy Martínez,
quien tuvo el privilegio de escuchar al general Perón en su
exilio de Puerta de Hierro en Madrid y transcribir sus caprichosas
y arbitrarias memorias. A partir de allí jugó con las imprecisas
distancias entre ficción y realidad y publicó dos de las más
célebres novelas argentinas contemporáneas: La novela de Perón
(1985) y Santa Evita (1995), traducidas a 36 idiomas.
Si bien en la segunda de ellas, una suerte de realismo mágico
garciamarquiano parecía justificable ante el delirio de ese
errante cadáver de Evita, a la vez adorado y profanado, ahora su
estadía en EE UU como profesor universitario lo ha llevado a dar
visos de investigación académica a esta nueva obra centrada en la
figura de Julio Martel, singular cantante de tango cuya vida
rastrea un estudiante norteamericano. Solo que Martel, quien da
recitales en diversos puntos de la ciudad, siguiendo un caprichoso
azar lo que hace es rehacer 'el itinerario de los crímenes impunes
que se habían cometido en la ciudad de Buenos Aires' (p. 249) y
con su deforme figura y el milagro de su voz impedir que se
olviden, exorcizándolos en una catarsis donde memoria e historia
ayuden a pagar esa deuda de olvido.
Que bien puede ir desde 1894, cuando el Palacio de Aguas de la
Avenida Córdoba alberga inquietantes fantasmas, hasta 1974, cuando
los montoneros secuestran al general Aramburo. Pero estas
coordenadas del horror se ven cruzadas a su vez por el pastiche
literario en donde Tomás Eloy Martínez pone a vivir al joven
becado norteamericano en la calle Garay, sede a su vez de aquel
famoso Aleph que Borges inmortalizó en un texto ya de por sí
paródico y a la vez trascendente. De ahí el afán imposible de esta
novela por abarcar las muchas ciudades que componen Buenos Aires,
asediándolo tanto desde las letras de tango como desde las citas
eruditas de Walter Benjamín. Su materia sería entonces una ciudad
que 'consiente avenidas madrileñas y cafés catalanes junto a
pajareras napolitanas y templetes dóricos y mansiones de la Rive
Droite, más allá de todo lo cual 'le había insistido el taxista'
están sin embargo el mercado de hacienda, el mugido de las reses
antes del sacrificio y el olor a bosta, es decir el relente de la
llanura, y también una melancolía que no viene de parte alguna
sino de acá, de la sensación de fin del mundo que se siente cuando
se miran los mapas y se advierte cuán sola está Buenos Aires, cuán
a trasmano de todo.'(p. 63).
Un aleph por cierto que también hubiera podido metaforizarse en el
cementerio de la Recoleta con sus orgullosas y desafiantes tumbas
en todos los estilos. Solo que estas páginas, fechadas por el
norteamericano a lo largo del 2001, añaden otro horror al horror:
los ahorristas que ven esfumarse sus depósitos, en la mayor
cesación de pagos de la historia, y apedrean en vano bancos
extranjeros y nacionales, viendo como su vejez y sus pensiones se
convertían en infinidad de bonos irrisorios. Una nueva estafa del
destino contra lo que parecía la tierra prometida. Una ira
estéril, hiriéndolos a ellos mismos.
Solo que en el 2004, cuando este libro comienza a circular, una
Argentina que ha renacido de sus cenizas, ofrece impávida a todos
los tenedores de su deuda, sea en Italia como en Alemania, en
Buenos Aires como en Madrid, 30 centavos máximo por cada dólar
invertido y asiste, herida y acongojada, a la muerte por asfixia y
desesperación de casi 200 jóvenes en una discoteca que no cumplía
ningún requisito de seguridad y cuyo nombre ya podría añadirse
como epílogo a este libro hecho de fragmentos melancólicos:
República Kromañón.
Juan Gustavo Cobo Borda
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