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Larga agonía del padre, por un cáncer en la médula. Madre
maniaco-depresiva desde hace ya muchos años. Un condiscípulo
reconocido en la calle como indigente y quien le asegura: Pero si
yo te he seguido la pista: he leído todo lo tuyo en la biblioteca
de la cárcel.
Tales los antecedentes autobiográficos de esta nueva novela de
Mario Mendoza (Bogotá, 1964) situada, como todas las suyas,
en esta agresiva y fascinante Bogotá, sobre la cual siempre
retorna, en patológica obsesión, y que ahora describe así: una
ciudad impenetrable, humillante, cruel, déspota, que no permitía
actitudes afectuosas ni bondadosas. Bogotá era una ciudad siempre
en pie de guerra, dispuesta a la lucha, agresiva, militar (...).
La prueba era que Bogotá lo había convertido en un muerto viviente
que habitaba en una dimensión nebulosa e inexplicable. La ciudad
lo había mutilado, lo había vaciado y ahora ya no sabía quién era
él? (p. 213).
Porque Samuel Sotomayor, hijo único de una pareja de profesores de
la Universidad Nacional, asesinados por la "Brigada Especial del
Ejército" cuando solo tenía siete años, ha edificado su vida sobre
la venganza de este crimen. Y al cumplirla el nudo fijo de su
acción se deshace mostrándonos un poso de 'amargura y desidia' (p.
206). De honda depresión estéril, que inutiliza todo su proyecto
vital. Y nos revela el crecimiento intuitivo y la capacidad
transmutadora del autor.
Tal el caso, por cierto, de la venganza como motor de la acción,
ya explícita en el episodio de María y el taxista violador en su
polémica Satanás (2002)
y ahora retomada como eje central de este recuento. Solo que la
praxis guerrillera, en coordenadas urbanas, es cruzada por otros
de sus temas recurrentes: el del doble, y el de esas
personalidades que no son nunca una y la misma, sino flujos de
energía que construyen y a la vez disuelven los rostros
consabidos. Por ello, él será a la vez líder político y modesto
profesor de literatura que incita a sus alumnos a la lectura de
Julio Verne. Y una vez en la cárcel, condenado a 17 años, ágil
karateka y a la vez recitador en inglés de los versos de
Shakespeare.?
Igual su novia Constanza, enamorada en un momento dado del mismo
detective del DAS que la torturaba, como en la célebre película El
portero de noche, de Liliana Cavani, con el ex oficial
nazi. El horror de camuflarse con el disfraz de la pasión, y los
límites transgredidos son apenas otro punto de partida en la
exploración de cuerpos y siquis imprevisibles, pero el mapa
sensorial que el personaje traza de Bogotá nos recuerda que esta
obra no solo es denuncia política o testimonio humano sobre la
espiral letal que la venganza ejerce sobre quien la realiza, sino
verdadera obra de arte. Ya sea en el realismo sucio de esas
pensiones del sur, ya sea en esas postales minimalistas donde un
hombre se funde con la ciudad en que vive o ya sea, finalmente, en
la afirmación vital con que, de la mano de Eduardo Zalamea Borda y
sus Cuatro años a bordo de mí
mismo, Samuel dispersa, en la blancura enceguecedora del
mar Caribe, las cenizas, no de sus padres reales, sino de los que
ha adquirido en su calvario: don Ezequiel, en la cárcel, y doña
Eunice, aparentemente libre. Pero el soberbio retrato de estos dos
viejos, sobre todo de la segunda, es el que termina por dar a esta
obra libertad auténtica, consistencia, plenitud y vuelo
imaginativo, gracias a que su visión agónica del mundo, fiel a sí
misma, ha encontrado por fin aquella veta que el poeta mencionaba:
'la leche de la bondad humana', que fluye incluso entre la
injusticia, la degradación y el crimen.
Juan Gustavo Cobo Borda
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