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Bogotá: El horror trascendido


Juan Gustavo Cobo Borda


Larga agonía del padre, por un cáncer en la médula. Madre maniaco-depresiva desde hace ya muchos años. Un condiscípulo reconocido en la calle como indigente y quien le asegura: Pero si yo te he seguido la pista: he leído todo lo tuyo en la biblioteca de la cárcel.

Tales los antecedentes autobiográficos de esta nueva novela de Mario Mendoza (Bogotá, 1964) situada, como  todas las suyas, en esta agresiva y fascinante Bogotá, sobre la cual siempre retorna, en patológica obsesión, y que ahora describe así: una ciudad impenetrable, humillante, cruel, déspota, que no permitía actitudes afectuosas ni bondadosas. Bogotá era una ciudad siempre en pie de guerra, dispuesta a la lucha, agresiva, militar (...). La prueba era que Bogotá lo había convertido en un muerto viviente que habitaba en una dimensión nebulosa e inexplicable. La ciudad lo había mutilado, lo había vaciado y ahora ya no sabía quién era él? (p. 213).

Porque Samuel Sotomayor, hijo único de una pareja de profesores de la Universidad Nacional, asesinados por la "Brigada Especial del Ejército" cuando solo tenía siete años, ha edificado su vida sobre la venganza de este crimen. Y al cumplirla el nudo fijo de su acción se deshace mostrándonos un poso de 'amargura y desidia' (p. 206). De honda depresión estéril, que inutiliza todo su proyecto vital. Y nos revela el crecimiento intuitivo y la capacidad transmutadora del autor.

Tal el caso, por cierto, de la venganza como motor de la acción, ya explícita en el episodio de María y el taxista violador en su polémica Satanás (2002) y ahora retomada como eje central de este recuento. Solo que la praxis guerrillera, en coordenadas urbanas, es cruzada por otros de sus temas recurrentes: el del doble, y el de esas personalidades que no son nunca una y la misma, sino flujos de energía que construyen y a la vez disuelven los rostros consabidos. Por ello, él será a la vez líder político y modesto profesor de literatura que incita a sus alumnos a la lectura de Julio Verne. Y una vez en la cárcel, condenado a 17 años, ágil karateka y a la vez recitador en inglés de los versos de Shakespeare.?

Igual su novia Constanza, enamorada en un momento dado del mismo detective del DAS que la torturaba, como en la célebre película El portero de noche, de Liliana Cavani, con el ex oficial nazi. El horror de camuflarse con el disfraz de la pasión, y los límites transgredidos son apenas otro punto de partida en la exploración de cuerpos y siquis imprevisibles, pero el mapa sensorial que el personaje traza de Bogotá nos recuerda que esta obra no solo es denuncia política o testimonio humano sobre la espiral letal que la venganza ejerce sobre quien la realiza, sino verdadera obra de arte. Ya sea en el realismo sucio de esas pensiones del sur, ya sea en esas postales minimalistas donde un hombre se funde con la ciudad en que vive o ya sea, finalmente, en la afirmación vital con que, de la mano de Eduardo Zalamea Borda y sus Cuatro años a bordo de mí mismo, Samuel dispersa, en la blancura enceguecedora del mar Caribe, las cenizas, no de sus padres reales, sino de los que ha adquirido en su calvario: don Ezequiel, en la cárcel, y doña Eunice, aparentemente libre. Pero el soberbio retrato de estos dos viejos, sobre todo de la segunda, es el que termina por dar a esta obra libertad auténtica, consistencia, plenitud y vuelo imaginativo, gracias a que su visión agónica del mundo, fiel a sí misma, ha encontrado por fin aquella veta que el poeta mencionaba: 'la leche de la bondad humana', que fluye incluso entre la injusticia, la degradación y el crimen.


Juan Gustavo Cobo Borda

©2014