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Camuflado bajo el muy eficaz disfraz de abogado javeriano y de muy
diligente subgerente cultural del Banco de la República, Darío
Jaramillo Agudelo ve expandirse su culpable secreto: el de ser uno
de los más atrayentes y ágiles novelistas colombianos. La
editorial Pretextos, en España, ha editado dos novelas suyas:
Novela con fantasma (2004) y El juego del
alfiler (2002) y ha
abierto así otro espacio de irradiación para lo que él
considera ?juguetes? narrativos. Juguetes en cuanto la lógica, la
deducción y la inteligencia están siempre al servicio de una trama
tan jurídica como lúdica, tan detectivesca como formalmente
paródica de los clásicos del género, de Raymond Chandler en
adelante.?
Desde las primeras líneas de Novela con fantasma, por ejemplo,
advertimos el aire de gozoso regocijo con que el narrador nos
presenta a Don Lázaro Jaramillo, un rico sesentón a quien solo
interesaban los negocios. Sin embargo, este hombre parco ha
decidido casarse con Ruth, una joven secretaria de 27 años que
trabaja en el despacho de su amigo el abogado Leonidas Vélez.
Pero el bueno de Don Lázaro ignora que la angelical Ruth mantiene
relaciones con un falso hermano, Sergio, ?guitarrista y
estafador?, y ahora se encamina no hacia sus brazos, en una finca
de su propiedad, sino hacia un secuestro mal urdido por los dos
cómplices. La razón es un tanto enrevesada: los dos hijos de Don
Lázaro y su primera mujer, Nelly, se oponen a esa boda, y el
secuestro, al rescatar Ruth con sus ahorros al millonario,
revelará sus buenas intenciones. Solo que los cómplices de Sergio
serán tan torpes y chabacanos como él: matarán al chofer, herirán
de gravedad a Don Lázaro, y este alcanzará a escuchar, vía
celular, el diálogo incriminador entre los dos falsos hermanos.
Don Lázaro, que ya conoce tan bien a sus hijos como para llamarlos
Muérgano y Chisgarabís, decide vengarse de la turbia pareja y su
instrumento será Carmona, un ingeniero experto en computadoras, en
cuyo estudio se desliza como una ?nada parlante?, gracias a la
complicidad de la música, y a ese carácter semicorpóreo,
semivisible de los fantasmas, intimidará, con solo su voz por
teléfono, a los delincuentes. Impedirá, desde la clínica en que
agoniza con tranquilidad, que lo asesinen y descubrirá, con
Carmona, las preferencias musicales de los fantasmas: música
coral, de índole religiosa. La risa de Don Lázaro y Carmona llega
a ser exultante, de jubilosa broma metafísica, que, al anular
tiempo y espacio, restituye a la novela misma todos sus poderes
imaginativos. Ella sola debe convencernos de que los fantasmas
existen. De que los fantasmas, como la ficción, simplemente
transcurren, para deleite de quienes los leen, presos del
hipnótico ritmo con que Darío Jaramillo (1947) nos hunde y atrapa
en su trama imposible.
Si todas las discusiones legales sobre la herencia de Don Lázaro y
su posible disfrute salpican estas páginas, donde incluso un
abogado penalista parapléjico, el doctor Molina, nos remonta a los
felices tiempos de Perry Masson, en El juego del alfiler otra
enredadísima trama, de finca raíz, intereses desmesurados y lavado
de dólares, une a Miami con Bogotá y a personajes que no solo se
llaman Darío Jaramillo sino, peor aún, Clodoveo Mackanna Pombo,
que tiene a su cargo ?todas las intervenciones administrativas de
la Superintendencia? Bancaria (p. 61), para desplegar otro
brillante crucigrama de detectives aficionados y mafiosos
implacables. Los ancestros paisas se mantienen intactos en Bogotá
como en EE UU y Darío Jaramillo, escribidor, vuelve a engatusarnos
en un habilísimo montaje para lograr que el arma de la ficción
elimine a todos los personajes, él mismo incluido.?
?Darío fue el más difícil porque no tenía horario fijo ni
compromisos en la noche. Una madrugada, engañaron al portero de su
edificio y forzaron la entrada de su apartamento mientras él
dormía. Fueron hasta su alcoba. Lo acribillaron en su cama sin que
despertara a ponerse su prótesis para llegar con dos pies a la
otra vida? (p. 151).?Un espléndido final para un acertijo no menos
bueno.
Juan Gustavo Cobo Borda
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