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En la mañana la niebla desdibuja árboles y contornos dejándonos
con una sensación de enérgica frialdad. De aliciente para iniciar
el día. La casa se poblaba entonces de rumores desde su corazón ya
ardiente: el horno de leña donde las olletas de chocolate, la mesa
blanca de las almojábanas y los huevos con cebolla y tomate
entonaban el primer contrapunto de su ópera gastronómica.
Pero las casas de la Sabana ya habían iniciado su vida mucho
antes: un vaso de jugo de naranja y un tinto bien cargado incluso
con su chorro de licor para quebrar así lo helado de la madrugada.
Mundo de amos capaces de salir al alba y de peones que ensillaban
en las sombras. Casas de anchos corredores y cuartos discretos,
con techos altos, y botas, rebenques y algún zamarro.
Con esteras y cobijas de lana y ventanas abriéndose sobre la
gloria de patios empedrados, vivos de perfumes y de colores. Gente
de campo, preocupados por el ordeño y lo que el almanaque Bristol
dijera sobre lunas, inviernos, aguas y fechas para sembrar y
recoger, trátese del maíz o de la cebolla y la papa.
Entretanto, la luz, con dulce insistencia, perfila un poyo, una
columna, un arco, la fuente que canta su melopea inagotable. Así,
casi sin darse cuenta, todo recobraba su ser y reanudaba su vida
legendaria: la que había jalonado la historia, desde Jiménez de
Quesada hasta la hacienda Hierbabuena, del señor Marroquín, y sin
olvidar nunca los entierros de indios y esa tribu nueva de áspera
cabellera y resistencia inaudita para las faenas demoledoras. El
mestizaje, con habas y cubios, había engendrado una fuerte raza,
de inverosímil pobreza y siempre teñida con los colores de la
tierra que le era tan próxima. Sobre ella dormían, adentro de ella
sembraban, en ella eran enterrados.?
Blanco de los muros, negro del humo de la estufa tiznando
rincones, el rojo musgoso de las tejas y una austeridad escueta:
paila de cobre, plancha de carbón, legendario reloj detenido en
siglos remotos. No había lujos, la funcionalidad apenas de hombres
a caballo, que arriaban ganado, entre un torbellino de perros
impacientes.
Pocos libros y descontinuadas secuencias de revistas como las
amarillentas Cromos que solo un ocioso repasaba, de vez en cuando.
Así, la plúmbea monotonía apenas si la rompían los estallidos de
la leña fresca de la chimenea y la anécdota de cuando Bolívar pasó
una noche fugaz o fueron asesinados los tíos del poeta José
Asunción Silva.
Nítidas en su perfil hispánico y en sus bardas de barro americano
contra los cerros de la Sabana o fragmentadas a la vista entre los
sauces de algún recodo del río, las haciendas conformaban un
microcosmos propio, aquel que Tomás Rueda Vargas y Camilo Pardo
Umaña censaron con amorosa dedicación en las páginas de sus
libros, como lo hizo también Alberto Lleras en Mi gente. Tierra
fría y niebla celeste. Ruana y alpargata: el padre de Germán
Arciniegas fue administrador de una de ellas y quizás de esos
aires puros provenga la mente despejada con que el joven
Arciniegas renovó la historia colombiana como una maliciosa charla
vespertina de entre casa. Por su parte, Nicolás Gómez Dávila
siempre supo, a partir de su legendaria Canoas arruinada por los
fétidos aires del progreso, como tener campos y perder la vista en
el horizonte ayuda a meditar desde una base concreta y sana.
Afilar mejor inteligencia y ojos.
A reconocerse como un hombre con alma campesina, para el cual todo
tenía dimensiones humanas, desde las longanizas y mogollas de
Soacha hasta esa capilla que renovó en aquella antigua casa de
jesuitas, poniendo en el amplio descanso de la escalera un
fragmento de coro de monjas. Montar a caballo y admirar la cosecha
de trigo, y ver, antes del 9 de abril, los venados que
efectivamente salían junto con el sol que llevaba su nombre. Las
tropas acantonadas en las inmediaciones acabaron con ellos, del
mismo modo que la revolución industrial ensució con malolientes
emanaciones el río Bogotá y lo que era un mundo agrícola
paternalista se volvió un desangelado suburbio, donde asesinan a
Galán y ya nadie puede dormir en las haciendas por temor al
secuestro.
Así que mi elegía por estas vastas casas se impregna tanto de lo
vivido como de lo escuchado. Las palabras serán siempre
insuficientes para ese milagro cotidiano que es amanecer en la
Sabana. En una hacienda de la Sabana, el rocío matutino
impregnándonos el tacto y el alma. Así lo volví a sentir al
repasar páginas de Tomás Rueda Vargas y Alberto Lleras Camargo.
Juan Gustavo Cobo Borda
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