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Fría y gris, monótona y provinciana, la Bogotá que se asoma al
siglo XX tenía una impronta católica en todos sus ademanes, y la
restringida elite de cachacos dirigentes se defendía a sí misma en
sus rituales de clase en medio de una vasta chusma que la
circundaba con su pobreza. Pero algunos grandes hitos como la
coronación de Rafael Pombo en el Teatro Colón, la
celebración en 1910 del 20 de julio o el paso del
cometa Halley en el mismo año, contribuían a que esa ciudad-aldea
se congregara en eventos colectivos. Reaccionara unida como en el
sismo de 1917 ó la llegada de la radio en 1929.?A partir entonces
de la poesía un grupo de investigadores de la carrera de Letras de
la Universidad Nacional nos muestra cómo esa ciudad ?taciturna y
triste? ha ido creando imágenes de sí misma. Percepciones verbales
que la identifican. Rafael Pombo señalaría la monotonía como uno
de sus signos: ?¿Esto es vivir? ¿En repugnante calma/ir viendo un
sol tras otro morir/sin un recuerdo que distraiga el alma/ni
vislumbrar el alma un porvenir??.
Si Miguel Antonio Caro había prescindido de conocer el mar, Pombo
mencionaba el Magdalena, y el ?canto melancólico del boga?, o el
salto del Tequendama, donde bien valía la pena ?Provocar a
la hermosa que se inmuta/a saltar abrazándonos los dos?.?Solo que
el suicidio no resultaba adecuada solución: Pombo se exiliaría por
largos años en EE UU, a partir de un cargo diplomático.
?Pero sus colegas de letras seguirían cantándola, en una extraña
mezcla de exaltación como José Joaquín Casas que la llama ?hogar
del vivo ingenio? hasta Julio Flórez que termina por designarla
como ?un inmenso campo santo?.
Por ello el primer y gran momento de la poesía inspirada en Bogotá
será José Asunción Silva cuyo Día de difuntos nos reitera el
?oscuro velo opaco de letal melancolía? y logra, con su música
íntima y asordinada trascender ?las nieblas grises de la atmósfera
sombría?. Así muertos y vivos se funden en la palidez lunar de sus
inolvidables poemas. Pero su suicidio, en plena juventud, no
señala solo las crisis internas de su carácter sino también el
estrecho y cruel ámbito social que lo circunda, demandado
judicialmente, infinidad de veces, por su propia abuela. Esa
grieta entre la imagen y la realidad bien podría ser también otro
distintivo de la aldea que progresaba y crecía.?
Así lo vivieron los provincianos que arribaban a ella, como Luis
Vidales, proveniente de Calarcá, León de Greiff de Medellín y
Guillermo Valencia y Rafael Maya de Popayán. Curiosamente sería De
Greiff, con su singular mundo propio a cuestas, de juglar
medieval, el que contribuiría a la mitología bogotana con su
taciturna exaltación de una bohemia de café y aguardiente, de
ajedrez e idilios exultantes y salaces. Hasta el final conjugaría
el Ars Amandi de Ovidio y se reiría de la retórica patria con su
cazurra mirada, sarcástica entre el humo de su pipa.
Jorge Rojas, nacido en Boyacá, traería consigo un caudal campesino
de naturaleza, en árboles, flores y plantas, que circundaban su
espacio vital, y que comunicaban a su poesía un nuevo aroma: más
sabanero y entusiasta que el escepticismo burlón con que De Greiff
enhebraba su música. Pero tanto Piedra y Cielo como los poetas
agrupados en torno a Mito (1955-1962) quedarían marcados de modo
dramático e indeleble por el 9 de abril de 1948.
Cuando de las cenizas surgiría una nueva ciudad: la de los
suburbios y el crecimiento indiscriminado que Fernando Charry Lara
sintetizó muy bien al hablar: ?De la ciudad de la que son
harapos/Sus desnudeces yertas en odio tos humillación?. Para
añadir: ?Morosa miseria ronda huérfana tras grises tapias?.
?(Vale la pena anotar, en la pág. 90, la atribución errónea a
Álvaro Mutis de la ópera de Jorge Gaitán Durán Los hampones, y los
trozos seleccionados).
Esa ciudad fragmentada y dividida contra sí misma, que ya Rogelio
Echavarría y Mario Rivero urbanizan en sus versos, será la ciudad
que Henry Luque cuestiona al hablarnos de ?un desflecado barrio
(en el norte) donde se hospedan la presunción y la monotonía?.
Antonio Silvera, al hablarnos de la megalópolis del año 2000,
cierra este recorrido al señalar sus características: ?Anonimato,
trivialidad, pesimismo, aislamiento, marginalidad? (p. 205). La
ciudad espejo de nosotros mismos nos encierra en su miedo y nos
libera gracias a su poesía, como este libro lo atestigua, en
singular recorrido.
Juan Gustavo Cobo Borda
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