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"Tratemos
de adherir siempre al que pierde, para no tener que
avergonzarnos de lo que hace siempre el que gana".
Nicolás Gómez Dávila
Nicolás Gómez Dávila pudo vivir en Bogotá en el
siglo XX, pero una de sus patrias era el XVIII francés.
Amabilidad, dulzura, politesse, esprit, cinismo. En tiempos de
Richelieu y Mazarino, con buen humor y pesimismo, no era posible
ni equivocarse ni aburrirse. La bellísima duquesa de La Vallière
recibe la declaración tardía de un antiguo enamorado.
Y asombrada responde: "¡Dios mío! ¿Por qué no me lo dijo? Me
habría tenido, como todos los demás".
Representaban un papel, conscientes de él, y al final de esa
sucesión de máscaras, los acechaba el bostezo del tedio o la orgía
de sangre de la revolución. Pero, entretanto, era grato vivir y
las máximas de los moralistas, un nuevo catecismo. Decía la
Rouchefoucauld: Hay pocas mujeres honestas que no estén cansadas
de su oficio.
Asistemáticos, personales, Joubert, Chamfort, combinaban el desdén
aristocrático con el afán de indagar en sí mismos, como quien mira
un abismo ajeno.
No buscaban tanto el escándalo iracundo de la fe, como Pascal,
sino el reposado encanto de un hombre que divaga entre amadas
sombras seculares, despojado ya de las rudas vestimentas diarias,
como lo expresó Maquiavelo y como lo encarnó Montaigne, en su
torre ornada de sentencias clásicas.
Otra de las suscitaciones de los Escolios de Gómez Dávila, quien
lo duda, sería la del hombre que, demente entre papeles, dejó un
inconcluso manuscrito, subtitulado Transvaloración de todos los
valores. En uno de sus apartes había escrito: La humanidad no
representa una evolución hacia algo mejor, o más fuerte, o más
alto, al modo como hoy se cree eso. El 'progreso' es meramente una
idea moderna, es decir, una idea falsa. El europeo de hoy sigue
estando, en su valor, profundamente por debajo del europeo del
Renacimiento.
Se trata, por supuesto, de Nietzsche, y así el arco de sus
afinidades podría abarcar de Joseph de Maistre a Baudelaire, de
Burckhard y T. S. Eliot a Cioran y Ernst Junger. Todos de algún
modo compartían una convicción: el mundo moderno no era, ni mucho
menos, la utopía realizada. Era un simple mercado que ponía la
vulgaridad al alcance de todos. De ahí los sarcasmos de Gómez
Dávila contra tantos ídolos espúreos:
'Civilización es todo lo que la universidad no
puede enseñar.' Cada día resulta más fácil saber lo que debemos
despreciar: lo que el moderno admira y el periodismo elogia. El
demócrata compulsa como textos sacros las encuestas sobre opinión
pública.
Pero no debemos circunscribirnos solo a los paradigmas
extranjeros. En uno de los pocos Escolios autobiográficos, Gómez
Dávila dijo: ?Canónigo obscurantista del viejo capítulo
metropolitano de Santa Fe de Bogotá, agria beata bogotana, rudo
hacendado sabanero, somos de la misma ralea. Con mis actuales
compatriotas solo comparto pasaporte.
Por ello, muy consciente de cómo ningún trabajo deshonra, pero
todos degradan, y cómo la vida activa animaliza, se refugió en su
biblioteca, sabedor de cómo la auténtica lectura es evasión, la
otra oficio y escalafón.
Allí repasó las verdades eternas: 'La clave del universo es una
evidencia trivial: no existe técnica para la producción del valor'.
A muy pocos de ellos se aferró. La fe inquebrantable en la
injusticia de Dios, que habrá de perdonarnos, y el milagro casual
de la poesía, que no tiene razón de ser: se da porque sí. Y no es
posible repetirlo en un taller de escritura creativa. Y el
resplandor del erotismo: un cuerpo desnudo resuelve todos los
silogismos.
Los imperios se hunden, con mayor o menor estrépito. Subsisten
apenas Homero y la Atenas de Pericles, las catedrales de la Edad
Media donde Dante cantaba la Suma Teológica de Santo Tomás, a
Fiorencia de los Médicis, las cortes de Inglaterra y Francia donde
Shakespeare y Racine vieron memorizar sus versos, Dostoievski ante
la tumba de Pushkin y la Viena de Wittgenstein recordándonos: 'De
lo que no se puede hablar hay que callar'.
Sobre ese fondo no es indigno leer los Escolios
de Gómez Dávila. Tienen el trazo fulgurante de la poesía, al
recordarnos que 'el hombre persigue el deseo y solo captura la
nostalgia'. Y a la vez formulan una ética insornable, que no es
bueno olvidar: 'Tratemos de adherir siempre al que pierde, para no
tener que avergonzarnos de lo que hace siempre el que gana'.
Juan Gustavo Cobo Borda
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