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Cuando Arturo Uslar Pietri publica en 1976 su
novela Oficio de difuntos (Seix-Barral) tenía ya 70 años y una
cabal comprensión de lo que era el poder. Había sido secretario de
la Presidencia de Venezuela y candidato a la misma y ministro de
Educación, Hacienda y Relaciones Internacionales. Pero sus ojos se
fijaban en un pasado más remoto. A partir de la figura de Juan
Vicente Gómez, esboza el más certero perfil de lo que es un
caudillo latinoamericano.
El personaje de su ficción es el general Aparicio Peláez, quien ha
mandado por 27 años y ahora, recién fallecido, debe ser exaltado
en el discurso fúnebre del padre Alberto Solana. Un cura pecador y
bohemio, poeta y lector de Bossuet, quien por azares del destino,
y de una mujer llamada Elodia, terminó de capellán de esa
presidencia que ahora concluye.?¿Cuáles serían entonces los rasgos
clave de ese padre de la patria? Una astucia campesina, una
vinculación permanente con su provincia, y las mañas y artimañas
de sus animales. Taimado, calculador y frío, como la serpiente, el
tigre o el caimán, esos hombres eran a la vez austeros y tacaños.
Medían el tiempo en los dilatados ciclos de las cosechas, con su
mula y su ruana, su camisa de hilo y su hamaca, y la riqueza solo
podía ser sinónimo de muchas más tierras.?
Hombres, como el general Peláez, que muy pocas veces vieron el
nuevo día desde la cama de una mujer: ellas debilitaban.
Solitarios con amplias familias y proliferantes redes de parientes
y ahijados llegaron a las capitales latinoamericanas de mediados
del siglo XIX y principios del XX conscientes de cómo la patria
era ante todo haciendas para engordar ganado. Sabían esperar y
sabían disimular.
Se ponían a la sombra de impacientes ambiciones como su compadre
Carmelo Prato y así terminaban por reunir en torno suyo la
totalidad de las fuerzas, desplazándolos. Podían conceder, por un
tiempo, que juristas o coroneles los remplazaran en la silla
presidencial, pero su razón de ser estaba al frente de las tropas
y en la convivencia con mayordomos y peones. Eso sí, cambiaban la
Constitución para ser reelegidos cuando su hermano o su hijo no
daban la talla. Y desde Tacarigua, el pueblo emblemático de esta
novela, seguirán aferrados a todas las riendas del dominio, por
más que el tren sustituya al caballo, los musiues ingleses o
norteamericanos enloquezcan con el petróleo y los jóvenes
estudiantes, con boina azul y la ventolera de la revolución
bolchevique, como lo fue Uslar Pietri en sus años mozos, entonen
himnos de libertad.
Él lo que quiere es orden y que dejen trabajar. Podrá fusilar
algunos, mandará a otros a la cárcel con grillos en los pies y
medirá el inexorable declive de los exiliados, conspiraciones de
fantasmas, por París o las Antillas, conociéndolos bien: fueron
sus viejos compadres, ilusos al intentar traicionarlo.
Un pater familia cuya sombra cobija a la nación íntegra, como los
samanes del llano, y para los cuales no hay secreto alguno: su
mapa puede repasarlo de memoria, todas las noches. El pelo al rape
y el bigote caído a los lados: la eficaz prosa de Uslar Pietri, ya
curtida, célebres volúmenes de cuentos como Barrabás (1928) y
novelas como Las lanzas coloradas (1931) y El camino de El Dorado
(1947) lo atrapa en pocos rasgos: ?De nuevo estaba sobre la mula,
con su blusa de hacendado, con el sombrero alón y una manta azul y
roja terciada sobre las piernas? (p. 109).?
No se necesita mucho más para captarlo en su integridad. Él no es
más que la multiplicidad incesante de visiones superpuestas sobre
su imagen. El brujo intuitivo o el sátrapa infernal. El tahúr de
la politiquería o el abuelo engatusado por los caprichos de los
nietos. El que debe desconfiar de todos, el que clausura las
fronteras para impedir las novedades malignas, aparece también
como esa fuerza terca que oscila entre la ambición y el miedo,
viendo cómo ningún tiempo será suficiente para redondear la obra.
Cómo los ancestrales conflictos renacen una y otra vez. Quizás por
ello vuelve siempre a su origen, en la límpida poesía de Uslar
Pietri: ?En pocas horas se pasaba de la ciudad europeizante al
pueblo de potreros. De las calles de cemento y de las altas casas
a las veredas de tierra y a los corrales de bestias con cordones y
gallinas. De la gente de paño oscuro y sombrero de pelo de seda, a
las alpargatas, las blusas camperas y los anchos sombreros de paja
desnuda. De la cantina de lujo con cobres pulidos, a la pulpería
caminera con queso blanco, ristras de ajos, barril de guarapo y
zumbido de abejorros? (p. 197).?
Ese cuerpo que empieza a flaquear, sonda en la vejiga, somnolencia
en las ceremonias, morirá, como es natural, en la cama, mientras
los rapaces herederos intentan disolver, sin lograrlo aún, esas
naciones que Rosas en Argentina, Francia en Paraguay, Porfirio
Díaz en México y Páez y Gómez en Venezuela moldearon a su imagen y
semejanza. El caudillo providencial aún sigue galopando por este
continente. Es bueno recordarlo ahora, al celebrar los 100 años de
nacimiento de Arturo Uslar Pietri en Caracas, el 16 de mayo de
1906. Él lo fijó de modo certero en esta novela tan válida como
inquietante.
Juan Gustavo Cobo Borda
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