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Hace 40 años, en una casa de Ciudad de México, un
colombiano nacido en 1927 trataba de darles forma a sus fantasmas.
Los cargaba desde niño y el exilio en México, a partir de 1961, le
había permitido depurarlos y verlos con mayor nitidez. Duró 18
meses en esa ardua tarea y las 510 páginas de este logro
perdurable fluyen con agilidad y siempre presente poesía. ¿De qué
hablan? De una aldea tropical, aislada del
mundo, donde un hombre, instigado por los exóticos gitanos, busca
los beneficios de la ciencia. Aquellos inventos que ayudan a
vivir.
Los imanes, la lupa, el telescopio, la alquimia, las alfombras
voladoras lo conducen, no a la piedra filosofal o a la
reproducción del oro, sino a descubrir a sus propios hijos: uno de
14 años y otro de 6. A toparse con verdades obvias y por ello
mismo aún más asombrosas: la Tierra es redonda como una naranja y
el hielo es el gran invento de nuestro tiempo. En este aprendizaje
de la realidad, de darles por primera vez nombre a las cosas, el
hombre tiene dos soportes: un gitano, Melquiades, con algo de
sabio esotérico, y una frágil, pero no por ello menos terrestre
mujer, Úrsula Iguarán, su esposa. Mientras Melquiades gira errante
por el mundo, de Madagascar al estrecho de Magallanes, Úrsula
siembra yuca y ñame, para darle de comer incluso a ese ser,
víctima de ?alocadas novelerías?. Amenaza incluso con morirse,
para quedar sembrados en ese palmo de tierra y no emprender otra
quimérica aventura.
Fundadores de esta aldea de 300 almas, compartían un común
remordimiento de conciencia: "Eran primos entre sí" (p. 32). Ante
el temor de parir iguanas, o engendrar hijos con cola de cerdo, se
habían abstenido de todo trato carnal, hasta que Prudencio
Aguilar, un rival de José Arcadio Buendía derrotado en la pelea de
gallos, lo insultó llamándolo impotente. Este, para defender su
honor, lo desafía a un duelo donde Aguilar muere atravesado por su
lanza, como si fuesen guerreros homéricos.?
El machismo militante tendrá un reverso melancólico: Aguilar ya
muerto reaparece todas las noches poniéndose un tapón de esparto
mojado en agua para detener la sangre de la herida. Es tal la
desolación de su mirada, y tan honda su nostalgia de los vivos,
que la pareja debe abandonar el pueblo, como si se tratase de un
éxodo bíblico, con familias amigas. Solo se detendrán cuando:
"José Arcadio Buendía soñó esa noche que en el lugar se levantaba
una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué
ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había
oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño
una resonancia sobrenatural: Macondo" (p. 37).
La imaginación crea la utopía, muy pronto ese espacio se puebla de
casas concretas, con terrazas y huertas, y de gente real, como el
adolescente José Arcadio Buendía enloquecido por el deseo en pos
de Pilar Ternera.?
"Una mujer alegre, deslenguada, provocativa, que ayudaba en los
oficios domésticos y sabía leer el porvenir en la baraja".
Tocándolo, en su masculinidad excesiva, él "quería que ella fuera
su madre" (p. 39). Finalmente, al hacer el amor, "se encontraba
con el rostro de Úrsula" y no el de ella y en ese dilema de
quedarse o de huir, de estar "para siempre en aquel silencio
exasperado y aquella soledad espantosa" terminará por escapar de
Pilar Ternera ya embarazada, detrás de una joven gitana. El orden
patriarcal y sus códigos morales desde el inicio se ven rotos por
esos hogares paralelos y esos frutos espurios.
Uno de los primeros círculos del libro se cierra entonces cuando
Úrsula, buscando al hijo descarriado, encuentra el camino, a solo
dos días de viaje, hacia pueblos que recibían el correo y conocían
"las máquinas de bienestar". "Puros y simples accesorios
terrestres puestos en venta sin aspavientos por los mercachifles
de la realidad cotidiana? (p. 52). Macondo ya no estaba rodeado de
agua por todas partes, como pensaba el fracasado expedicionario
que había sido José Arcadio fundador. Úrsula había encontrado la
vía de acceso al mundo real."
Están aquí trazadas algunas de las líneas clave que sostendrán
esta hazaña narrativa. Un vértigo de aventuras, de excesos que
siempre se nutren de la realidad y de pormenores realistas que
terminan por adquirir la pátina del mito y la leyenda. Por ello,
el libro, desde este Génesis auroral hasta el decrépito
Apocalipsis final, donde se extingue la estirpe y la cola de cerdo
agoniza estéril para clausurar el ciclo, mantiene varios niveles
de lectura. Es una saga colombiana, pero también una muy humana
Biblia de guerras, caudillos y profetas, de esplendores y
desaciertos. De ejes que giran y se desgastan, y de generaciones
que intentan dejar huella y solo obtienen el olvido como su única
recompensa. Tiene rasgos épicos, trazos trágicos, escenas de humor
jocundo, exaltaciones líricas, revisiones históricas y la música
alborozada de una comedia de excesos sexuales, todo ello en el
marco incomparable de la cultura del Caribe. Pero es también una
mixtura literaria donde tradición oral, Kafka, Faulkner y Virginia
Woolf, Borges y Rulfo, Las mil y una noches y los cantos
vallenatos forman un eficaz y sólido conjunto, donde los nombres
se repiten y el destino de las generaciones parece enredarse en
sus fallidos afanes. Guerras civiles, supersticiones, prejuicios,
apariencias formales y juegos de azar contribuyen al declive. Para
concluir en la más solitaria y desconsoladora elegía. La familia
Buendía se borra de la faz de la tierra y solo nos queda el
prodigio de una novela que la restituye a la vida: Cien
años de soledad, aparecida el 30 de mayo de 1967 en la
Editorial Sudamericana de Buenos Aires, y escrita hace 40 años en
una casa de Ciudad de México.
Juan Gustavo Cobo Borda
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