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Seguros Bolívar y Davivienda han reeditado en 10
volúmenes una selección de lo más vigente de la selección Samper
Ortega, publicada en 100 volúmenes en los años 30. El tomo sexto
dedicado al ensayo en la nueva edición de El áncora suscita estas
reflexiones.
Debemos ver las tres ediciones sucesivas de la Selección Samper
Ortega de literatura colombiana (la pequeña, la intermedia y la
grande) como un valiosísimo acopio divulgativo de nuestro
patrimonio intelectual. Si se quería vencer al analfabetismo e
incitar a la lectura, la carencia de textos ya no era una excusa:
se podía iniciar el viaje con estos 100 volúmenes, y se podía
iniciar bien.
Así lo demuestra la sección sexta, dedicada al ensayo. Una de las
obras de Sergio Arboleda (Popayán, 1822-1888) se titulaba El clero
puede salvarnos y nadie puede salvarnos sin el clero. El título lo
define bien: era un conservador hasta la médula que supeditaba el
arte y la ciencia a la religión.?
Por este camino podría muy pronto desembocar en el
racismo, en su sempiterna cantinela por lo menguado de la fe y los
malignos ataques de la única religión posible. Al hablar de raza
africana diría:??... elemento tal vez necesario a la civilización
de nuestra patria por su robustez física, su capacidad para
soportar el clima ardiente de nuestras costas y valles, y digna,
además, de ser protegida por la natural bondad de corazón con que
Dios la ha indemnizado de la poca belleza de sus formas?.?
Estas torpezas, necedades y exabruptos culminaban,
finalmente, en la furia con que criticaba a sus adversarios, al
mostrar sus contradicciones, separando las creencias religiosas de
las ideas políticas: iban a misa y se deleitaban leyendo a
Rousseau y su Contrato social, a Voltaire, a Condorcet y Diderot.
Daniel Samper Ortega, en cambio, no vacilaba en
abrir su selección de ensayos con el texto de Arboleda que
proclamaba tales despropósitos. Las letras, las ciencias y las
bellas artes en Colombia no aparecerían mucho en sus páginas: eran
un pretexto, bueno como otro cualquiera, para combatir radicales,
liberales, masones o ateos y protestantes.?Samper Ortega sabía muy
bien que en las 18.000 páginas que compondrían sus 100 volúmenes,
y que nosotros antologizamos en las 1.800 páginas de los 10 tomos
de la presente selección, debía estar esa Colombia intransigente,
arbitraria y muy poco contemporizadora en asuntos de fe y
doctrina, aunque no ignorara las provincianas dimensiones de una
clase letrada en la que todos eran parientes o desconocidos. De
ahí el escándalo suscitado por el ensayista moderno por
excelencia, Baldomero Sanín Cano, quien debutaría bajo el
seudónimo de ?Brake?, con una crítica demoledora de la ripiosa,
convencional y filosofante poesía de Rafael Núñez. La literatura
también era un campo de batalla.
Pero Samper Ortega lo que buscaba era aunar esfuerzos, convocar a
todos los bandos, como lo demostró cuando en 1929 la Unión
Iberoamericana publicó en Madrid un cuaderno de 85 páginas,
impresas en papel satinado, que se titulaba Colombia: breve reseña
de su movimiento artístico e intelectual. Era el resumen de la
conferencia que en 1927 había dictado en Madrid, Bilbao y
Santander, espléndidamente ilustrada con objetos precolombinos y
obras de Vásquez Ceballos, Torres Méndez, Rómulo Rozo e incluso
una caricatura de Rendón, la cual le permitía resaltar con orgullo
una rica diversidad en busca de madurez expresiva que abarcaba
tanto la pintura y la escultura como la música, el teatro, la
novela, la poesía y el periodismo.
Ejemplarizaba, con toda la razón, la influencia
innegable del ?Nocturno? de Silva en las Canciones de la noche de
Gabriel y Galán y en otras composiciones suyas. La época, sin
embargo, ya no era tanto de detectar influencias (o plagios)
literarios, sino de censos culturales, encuestas folclóricas,
bibliotecas ambulantes, comisiones regionales de cultura y ferias
del libro.
Había llegado la hora de añadir a los breviarios
didácticos de Apleton, desde EE UU; a las publicaciones de Seix
Barral, desde Barcelona; a las de Araulce, desde Argentina, y a
las cartillas prácticas de siembra y de mecánica libros propios,
hechos en Colombia, pensados y redactados por colombianos, para
ofrecer así en los municipios opciones diversas de lectura.
En otras palabras, había llegado la hora de
conformar una auténtica ?biblioteca aldeana? colombiana. Y esos
dos países, el del campesino y el del letrado, se reflejaban muy
bien en los textos del rosarista bogotano Luis María Mora sobre
los contertulios de la Gruta Simbólica, donde acusaba impertérrito
a Baldomero Sanín Cano de leer autores inventados por él como
Peter Altenberg, desconociendo su importancia en la Viena de aquel
entonces.
La ignorancia es atrevida y la descalificación
insidiosa un arma letal en aquella aldea que llevó a José Asunción
Silva al suicidio. Pero no. Sanín Cano no era fácil de intimidar.
Era autodidacta, sí, pero leía lo suficiente, en varios idiomas,
como para mirar más allá de nuestras estrecheses. La Gruta
Simbólica no tenía ninguna importancia. Silva, Valencia y Jorge
Isaacs, a quienes dedicó inteligentes prólogos, sacaban la cara
por el país y certificaban la vigencia de nuestras letras a nivel
hispanoamericano. No obstante, también él padecería la precariedad
en todos los órdenes de su terruño, como lo mostró Hernando
Valencia Goelkel al aparecer su último libro, Pesadumbre de la
belleza (1957), publicado en Ediciones Mito:?
?Sanín Cano experimentó claramente la sensación de
su pertenencia a un país cuya pobreza intelectual amenazaba con
frustrarlo, y manifestó su inconformidad no sólo en forma expresa,
sino a través de silencios y reticencias mucho más siniestros aún.
Pero, finalmente, aceptó el vínculo forzoso y las páginas todas
que escribió tienen en mira un país con el cual resolvió religarse
conscientemente y confirmar en libertad los nexos del atavismo y
la formación. Cuando Sanín escribe lo hace para un público casi
inexistente, de cuya efectividad él mismo tendría excelentes
razones para sospechar: el público, entre analfabeto y
semiletrado, de Colombia. Y le habló un lenguaje serio, un idioma
para adultos, severo y sin halagos, nacido de un entrañable
respeto que no podía incurrir en la pedantería pero tampoco podía
caer en la adulación. Pero, por estos mismos motivos, el estilo de
Sanín Cano tiene la impureza utilitaria de la docencia?.
?La impureza utilitaria de la docencia?: todos los
volúmenes de ?ensayos?, y en general toda la empresa Samper
Ortega, tenían ese tono: el ademán pedagógico que orientaba,
señalaba y, a veces, no discriminaba mucho en la escogencia.
Éramos tan pobres que cualquier esfuerzo, por endeble que fuese,
merecía ser reconocido. Solo que el saldo final es revelador y
estimulante: allí está lo que en verdad somos.
Juan Gustavo Cobo Borda
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