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Kazantzakis: ¿otro olvidado?




Juan Gustavo Cobo Borda

En el vasto cementerio de la literatura, donde el olvido reina omnímodo (como en el otro) me pregunto por algunas tumbas: Panait Istrati, Roman Rolland, Aldous Huxley, Jakob Wasserman. ¿Entre ellos también estarán Máximo Gorki y Nikos Kazantzakis?

Me detengo en este último, nacido en Heraclion, capital de la isla de Creta, en 1885, y fallecido en 1957. En ese entonces, el lugar era parte del Imperio Turco y su vida toda desde la infancia estaría marcada por dicha presencia.


"¿Mamá, se ha ido la masacre?", preguntaba el niño, mientras el padre ante los yagatanes afilados para degollar a la familia, prefería, y así lo expresaba, la muerte colectiva antes que la esclavitud ignominiosa. También está la furia, cuando los curas católicos pretenden llevarse el niño a Roma. Él pertenece a Grecia. Ese es su mundo, el de una “seriedad gozosa y complaciente” (p. 118) como le gusta recordar en su autobiográfica Carta al Greco, empezada en 1956.


Una "luz diáfana, ligera, plenamente espiritual, que desnuda y recubre todo": el tópico proverbial, aplicado a Grecia, de gravedad humana y gracia divina. Apolo y Dionisio conjugados en el mármol tibio de las estatuas, en el verde orín milenario de los bronces que surgen del fondo del mar. El óxido es otra pátina que hace aún más bellos a los dioses del abismo, blandiendo arpones y truenos. Esa fuerza que no abusa de la fuerza es el milagro griego.


Donde la divinidad adquirió la estatura del hombre. "Creta ha sido el primer puente entre Europa, Asia y África". Allí donde la sonrisa y la danza nos hacen marionetas de Dios.


Pero también esas encrucijadas de culturas, pueden ser letales, al pasar de la Edad Dorada al Imperio del Bronce; hierro y muerte. Procedentes del sur, los kurdos. Procedentes del norte, los bolcheviques. El poder y la violencia.

Y sobre todo, el hastío y el asco de la historia, atrapando entre sus pinzas a los frágiles humanos. De allí las masacres repetidas, los desplazamientos y exilios. El oscilar entre furias antagónicas. Kazantzakis fue de Cristo a Buda y de Nietzsche a Lenin.


En la guerra civil española entrevistó al general Franco y pudo parecer un simpatizante de la cruzada nacionalista como Paul Claudel o Georges Bernanos.

"La fuerza misteriosa que nos utiliza, a nosotros los hombres como portadores, como bestias de carga, y que se apresura, como si tuviera una meta y siguiera un camino" (pp. 329-330).

Esa fuerza también lo llevó a viajar a Moscú, a simpatizar con el comunismo y a ver quizás, como lo ha documentado de modo irrefutable Francois Furet en El pasado de una ilusión (Fondo de Cultura Económica, 1995) el fracaso de este proyecto sobre todo en la mente de sus amigos como Gorki e Istrati, convertidos en voceros del régimen e ignorantes de las purgas y censuras que él imponía, mediante la KGB y las criminales purgas estalinistas. Ignorantes interesados.

Todo hombre tiene un GRITO que lanzar antes de morir. Su GRITO. Debe apurarse para ello. Y Kazantzakis lo hizo de forma copiosa: 11 novelas, 17 obras de teatro, 7 libros de ensayos, uno sobre Bergson, su profesor de filosofía, y su versión en 33.333 versos de la Odisea, pensada para los jóvenes futuros.

¿Qué queda, me pregunto, de todos ellos? La versión cinematográfica de Zorba el Griego, con Anthony Quinn bailando en la playa. El hombre sabio y elemental reconciliándose con el mar y la vida, mientras suena esa música que es la del pueblo y la de su alma en paz consigo misma.


“El mundo no perderá nada si las almas que he conocido permanecen en el olvido. Las relaciones que he mantenido con mis contemporáneas no han tenido gran influencia en mi vida (p. 413). Por ello quizás prefiera dedicar libros enteros a figuras históricas; Cristóbal Colón, San Francisco de Asís. O el Greco. Otro cretense, exiliado en España, que no llegó a ser pintor de la corte, como Velásquez o Goya, sino que en los conventos e iglesias de Toledo, entre rezos y penumbras, atrapa la luz antes de esta volverse ceniza. Y logró que los levitantes ángeles y santos adquiriesen gravedad de nubes de mármol, entre colores sulfúricos.

Marcel Proust nos recordó que solo "aquel que sabe convertirse en espejo y puede reflejar así su vida, aunque fuese mediocre", será aquel que se convierta en artista. Entre la sordidez de las ideologías y el declive de Grecia, Kazantzakis intentó atrapar aquel momento: "el instante en que las criaturas de Dios arden". Desmesura magnífica contradicha por una historia que repudia cualquier trascendencia. De ese drama se nutre y a la vez agoniza su largo esfuerzo creativo.

Juan Gustavo Cobo Borda

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