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"Chile me sale al paso en las esquinas, /se
me atraviesa entre otoñales árboles, /me sorprende con nieves
progresivas, /me coloca manzanas instantáneas, /me arroja sus
amores de punta y con dulzura, me arponea el corazón con su
arsenal de cuecas, /me pesca entre sus redes semanales, /me
enamora de frente, por delante, /me da a beber amor en copas rojas
y me aplaca las balas que traigo de Colombia con sus hospitalarias
sonrisas de salitre".
En Despierta, joven América, de 1953, un poeta antioqueño le cantó
a Chile en estos términos, bajo la hospitalaria sombra de Pablo
Neruda. El mismo Pablo Neruda que lo acogió en Santiago con estas
palabras: "Pienso que la poesía colombiana despierta de un letargo
adorable pero mortal. Este despertar es como un escalofrío y se
llama Carlos Castro Saavedra".
Castro Saavedra en Chile, como años antes Gabriela Mistral en
Colombia. Desde finales de los años veinte, por lo menos, la
correspondencia de Gabriela Mistral con Eduardo Santos, tan
cuidadosamente recogida en los tres volúmenes con que Otto Morales
Benítez ha documentado su presencia entre nosotros, es un modelo
de diálogo y de preocupación común por un compartido destino
latinoamericano. Son centenares los poemas y artículos de
divulgación aparecidos en El Tiempo y en publicaciones como
Revista de América y Revista de indias donde Gabriela Mistral hizo
tangibles, para lectoras y lectores colombianos, su feminismo, su
preocupación por los niños, su interés en la educación, su rescate
del pasado indígena y su voz recia, áspera de piedra y sequía, con
connotaciones bíblicas que la harían merecedora del Nobel en 1945.
Cuando muere, en 1957, el coro colombiano que acompaña su partida
es amplio; va, como debe ser, desde la maestra rural y la ronda de
los niños, hasta las voces de los amigos y colegas, como Germán
Arciniegas, Eduardo Carranza y Carlos Martín.
Pero la cita de hoy es para escuchar la palabra de la poesía.
Aquella que une los pueblos, borra fronteras, nos revela nuestra
razón de ser y demora la muerte. Oigamos a Gabriela Mistral, que
perdura, y con ella las mariposas de Muzo, en este poema de 1938:
"El valle que llaman de Muzo, /que lo llamen valle de Bodas.
/Mariposas anchas y azules /vuelan, hijo, la tierra toda. /Azulea,
tendido el valle, /en una siesta que está loca /de colinas y
palmeras /que van huyendo luminosas. /El valle que te voy contando
/como el cardo azul se deshoja, /y en mariposas aventadas /se
despoja y no se despoja".
Para terminar así: "Parece fábula que cuento /y que de ella arda
mi boca; /pero el milagro se repite /donde el aire llaman
Colombia. /Cuéntalo y cuéntalo me embriago. /Veo azules, hijo, tus
ropas, /azul mi aliento, azul mi falda /y ya no veo más otra
cosa".
Pablo Neruda, por su parte, también escribió sobre las mariposas
de Muzo, y "la pasta helada de las esmeraldas". Pidió que "ojalá
hubiera a la salida del Museo del Oro un gran cuenco de oro para
dejar las lágrimas", por esa orfebrería milagrosa y la catástrofe
demográfica indígena, censada tanto por Jaime Jaramillo Uribe como
por Jorge Orlando Melo. Pero en realidad es la voz de la poesía
quien supera historia y política, y nos entrega, con el ritmo y la
música, las palabras que trascienden el tiempo y se hacen memoria.
Memoria punzante, aguda y combativa de quien se hizo colombiano
gracias a sus versos. La de quien polemizó contra Laureano Gómez
en sus Sonetos punitivo, diciéndole: "Donde están la canción y el
pensamiento, donde bailen y canten los poetas, donde la lira diga
su lamento, no te metas, Laureano, no te metas".
O de quien supo, con intuición visionaria, en Antonino Bernales,
pescador de Colombia, algo más que un hombre terrenal y concreto:
"El río Magdalena anda como la luna, /lento como el planeta de
hojas verdes, /una ave roja aúlla, zumba el sonido /de viejas alas
negras, las riberas /tiñen el transcurrir de aguas y de aguas.
/Todo es el río, toda vida es río, /y Antonino Bernales era río.
/Pescador, carpintero, boga, aguja /de red, clavo para las tablas,
/martillo y canto, todo era Antonino /mientras el Magdalena como
la luna lenta arrastraba el caudal de las vidas del río. /Más
alto, en Bogotá, llamas, incendio, /sangre, se oye decir, no está
bien claro, "Gaitán ha muerto".
Así cantó en el Canto general, de 1950, pero aquí, donde su
filiación colombiana se hace también visible, hable de Jiménez de
Quesada o Manuela Beltrán, se hace también más ancho y abarcador
su gesto de hacer de toda América una voz colectiva, un sueño
fraterno.
El mismo que ahora hace Chile, anfitrión de las letras
colombianas. Termino entonces con una nota risueña. Cuando ya
otoñal, Neruda, en 1967, baila su lenta Barcarola, dirá, casi al
pasar, lo siguiente, con la máscara de un transeúnte de las
Américas llamado Chivilcoy: "Me casé en Nicaragua: pregunten
ustedes por el general Allegado /que tuvo el honor de ser suegro
de su servidor, y más tarde /en Colombia fui esposo legítimo de
una Jaramillo Restrepo. /¡Si mis matrimonios terminan cambiando de
clima, no importa!".
Privilegios de poeta. Licencias líricas que hoy celebramos y con
las cuales nos congratulamos en esta cita Colombia-Chile.
(Palabras, en Santiago de Chile,
al inaugurar la Feria del Libro, donde Colombia es el país
invitado de honor)
Juan Gustavo Cobo Borda
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