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Las noticias de prensa nos hablan de los
piratas somalíes, en plena actividad, y el recuerdo trae consigo
las viejas historias de corsarios y filibusteros. De Salgari y La
isla del tesoro. De la pata de palo y el parche en el ojo. De
películas de tanta resonancia hoy día como Piratas del Caribe.
Pues bien: nada mejor, para evadirnos en estas vacaciones, que la
espléndida antología preparada por Juan Bautista Duizeide y
titulada Cuentos de navegantes (Alfaguara, 2008, 398 páginas).
Prologada con entusiasmo por Arturo Pérez-Reverte, los 21 textos
incluidos abarcan un amplio horizonte. La primera parte,
“Singladuras”, reúne textos que desasosiegan e inquietan, como el
de aquella pareja de náufragos, en versión de William Hope
Hodgson, a los cuales un hongo, un liquen maldito, va carcomiendo,
y con ellos a toda la isla donde se han refugiado.
También está la perturbadora fábula de la escritora catalana Mercé
Rodoreda donde retoma el viejo tópico del hombre alojado en el
vientre de la ballena, y desde allí le da un giro sorpresivo. Es
él, desde el interior, quien va devorando la cárcel carnal en que
está preso. Por su parte, Pérez-Reverte nos trae un eco de
aquellos viejos tiempos, cuando los barcos iban de Europa a Asia,
o África, cargados con una humanidad ya legendaria: "plantadores
tostados por el sol, con ojos amarillos de malaria; misioneros
jóvenes acariciando sueños de martirio y gloria; o barbudos,
flacos y febriles atiborrados de dudas y de quinina; funcionarios
de blanco colonial, hundida la nariz en vasos de ginebra; esposas
de tez pálida o enrojecida, avejentadas por los trópicos"
(p.69-70).
Todos los funcionarios coloniales, que iban a la India o a Guinea,
sin olvidar las prostitutas de alto vuelo, y sus chulos
impertérritos, dedicados ambos a desplumar incautos. Hay cuentos
clásicos de Borges, García Márquez y Álvaro Mutis. Pero hay
también sorpresas memorables como los cuentos del chileno
Francisco Coloane y el argentino Haroldo Conti. En este último, un
hijo revive el recuerdo de su padre, pescador, contrabandista,
entre las múltiples isletas del río Paraná desembocando en el
delta del río de la Plata, surcado ahora por sueños truncos,
esqueletos de barcos que nunca abandonaron el muelle, discos
rayados en gramófonos roncos; y el deslumbramiento de un niño ante
un padre y sus patibularios amigos, siempre en fuga, siempre hábil
para un nudo o una carnada, y finalmente fracasado en todas sus
empresas, salvo en la nostalgia del hijo y la fidelidad de su
perro.?
Otros cuentos, como el magistral de Guy de Maupassant, sintetizan
en muy pocos párrafos el regreso del hombre perdido en el mar,
hace años, a su aldea de pescadores, y de lo que sucederá entre él
y el nuevo marido de su mujer. Genial.
Barcos fantasmas, barcos abandonados, quimeras reales que surgen
en medio de esas largas y tediosas navegaciones. Cuando Jean
Cocteau repitió el viaje de Julio Verne en La vuelta al mundo en
ochenta días y escribió también un libro al respecto, su mayor y
más feliz sorpresa fue encontrarse con Charles Caplin y Paulette
Godard en un viejo carguero japonés, entre Hong Kong y Shangai.
Ninguno hablaba la lengua del otro, pero se entendieron en el
idioma de los poetas. En la certidumbre de que en el mar se
cumplen todas las citas no previstas.
Así este libro, con Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson, Horacio
Quiroga y Sthephen Crane, nos lleva a viajar de nuevo, entre el
palpitar blanco de las velas tendidas y el salpicar de la espuma,
en el rostro que otea el infinito.?
Escucharemos entonces el legendario diálogo:?"–Señor– dijo el
teniente primero, irrumpiendo en el camarote del capitán, –el
barco se está yendo a pique.?–Muy bien, míster Spoker– dijo el
capitán; –pero esa no es razón para andar a medio afeitarse".?
Estos Cuentos de navegantes nos recuerdan, como si fuera
necesario, el largo naufragio anunciado que es toda vida. Pero
también nos otorgan, lo cual es de agradecer, entereza suficiente
para mirarlo con jovial sequedad. Con el íntimo regocijo de saber
que aún subsisten hombres recios, capaces de enfrentar cualquier
tormenta, adentro de su alma o afuera entre las olas, cada vez más
altas.
Juan Gustavo Cobo Borda
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