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Jaime Vargas es un
santandereano del Socorro poseído por una determinación
irrevocable: realizar una gran colección de libros de arte
dedicados a creadores colombianos. Allí están el de Gustavo
Zalamea (1999). Y los de Germán Botero (2002), Saturnino Ramírez
(2004) y Antonio Samudio (2008). Este último con textos de Juan
Manuel Roca y Samuel Vásquez.
Uno de los primeros méritos de dichos volúmenes es que todos
tienen la reproducción facsimilar, de periódicos, catálogos y
revistas, de las más notables críticas hechas al artista en
cuestión, los cuales los hacen verdaderos repositorios
documentales de su trayectoria. Tal el caso, por ejemplo, de una
visionaria nota de Manuel Mejía Vallejo sobre Saturnino Ramírez y
sus billares de medianoche o la de José Hernán Aguilar sobre la
tumba de Germán Botero. Dibujo, pintura, escultura, grabados: los
libros de Jaime Vargas nos llevan por mundos aún no
cartografiados, pero dotados de singular fuerza y carácter.
Así sucede con Antonio Samudio, el pintor nacido en 1935 en
Bogotá, que empieza a exponer en los años 60, y que ya ha
concretado un arte propio.?
Un mundo de nostálgico anacronismo, en los vestidos de las figuras
femeninas; y de rigidez pequeño burguesa, en esos oficinistas de
corbata, que encarnan sus figuras masculinas. Pero que en realidad
son todos ellos bodegones humanos, que provienen de los humildes
cacharros de Morandi, y que en su quietud atemporal van revelando
las otras perturbadoras dimensiones de su arte. El contraste entre
un apagado color de virtuoso, con sus tierras, morados y azules
del más allá y el travieso guiño erótico con que estas parejas
entrelazan, con furia, los pies bajo la mesa, o exhiben,
impúdicas, senos barrocos y la otra faz de su compostura: sexos
rotundos, que sacuden la paz aparente de las alturas y que sin
embargo no son tan incongruentes si nos fijamos en esos ojos que
nos atisban maliciosos detrás de un telón, el cual no hace más que
acrecentar este teatro de reposadas costumbres equívocas. Porque
allí subsisten las frutas, cafeteras y botellas, en su estático
hieratismo compositivo, y también allí, en ese escenario neutro,
el rapto vertiginoso del deseo, nos sacude con su fuerza o nos
hace reír con lo negro de su humor, ejemplarizado también en los
títulos de sus obras.
Lo cual se hace mucho más evidente en sus grabados, escuetos,
tajantes, donde el blanco y negro de sus contrastes, puede
homenajear figuras como César Vallejo o Juan Rulfo, y seguir
divirtiéndose con posturas eróticas, tirabuzones de niña, o
sarcásticas sátiras políticas. El mundo, en apariencia tan
estático de Samudio, tan fijo en sus legendarias obsesiones, está
dotado de una energía diabólica, que hace saltar en pedazos la
comedia social, de posturas estatuidas, y que desacraliza, con la
inocencia feroz con que un niño-anciano atisba por el ojo de la
cerradura. Lo que no parece demasiado santo, pero el regocijo que
brota de ese encuentro entre su perversidad inocente y su
deformación arduamente buscada es uno de los más explosivos del
arte colombiano. Es saludable que este, como los otros libros de
Jaime Vargas, lo hayan puesto de presente, en forma tan lograda.
Juan Gustavo Cobo Borda
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