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En Despierta, joven América, de 1953, un poeta antioqueño le cantó a Chile en estos términos, bajo la hospitalaria sombra de Pablo Neruda. El mismo Pablo Neruda que lo acogió en Santiago con estas palabras: "Pienso que la poesía colombiana despierta de un letargo adorable pero mortal. Este despertar es como un escalofrío y se llama Carlos Castro Saavedra". Castro Saavedra en Chile como años antes Gabriel Mistral en Colombia. Desde finales de los años veinte, por lo menos, la correspondencia de Gabriela Mistral con Eduardo Santos, tan cuidadosamente recogida en los tres volúmenes con que Otto Morales Benítez ha documentado su presencia entre nosotros, es un modelo de diálogo y de preocupación común por un compartido destino latinoamericano. Son centenares los poemas y artículos de divulgación aparecidos en El Tiempo y en publicaciones como Revista de América y Revista de Indias donde Gabriela Mistral hizo tangibles, para lectoras y lectores colombianos, su feminismo, su preocupación por los niños, su interés en la educación, su rescate del pasado indígena y su voz recia, áspera de piedra y sequía, con connotaciones bíblicas que la harían merecedora del Nobel en 1945.
Para terminar así:
Pablo Neruda, por su parte, también escribió sobre las mariposas de Muzo, y "la pasta helada de las esmeraldas". Pidió que "ojalá hubiera a la salida del Museo del Oro un gran cuenco de oro para dejar las lágrimas", por esa orfebrería milagrosa y la catástrofe demográfica indígena, censada tanto por Jaime Jaramillo Uribe como por Jorge Orlando Melo. Pero en realidad es la voz de la poesía quien supera historia y política, y nos entrega, con el ritmo y la música, las palabras que trascienden el tiempo y se hacen memoria. Memoria punzante, aguda y combativa de quien se hizo colombiano gracias a sus versos. La de quien polemizó contra Laureano Gómez en sus Sonetos punitivo, diciéndole:
O de quien supo, con intuición visionaria, en Antonino Bernales, pescador de Colombia, algo más que un hombre terrenal y concreto:
Así cantó en el Canto general, de 1950, pero aquí, donde su filiación colombiana se hace también visible, hable de Jiménez de Quesada o Manuela Beltrán, se hace también más ancho y abarcador su gesto de hacer de toda América una voz colectiva, un sueño fraterno. El mismo que ahora hace Chile, anfitrión de las letras colombianas. Termino entonces con una nota risueña. Cuando ya otoñal, Neruda en 1967 baila su lenta Barcarola, dirá, casi al pasar, lo siguiente, con la máscara de un transeúnte de las Américas llamado Chivilcoy: "Me casé en Nicaragua: pregunten ustedes por el general Allegado/ que tuvo el honor de ser suegro de su servidor, y más tarde/ en Colombia fui esposo legítimo de una Jaramillo Restrepo./ ¡Si mis matrimonios terminan cambiando de clima, no importa!.
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