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"Durante muchos años fui un niño inmortal".
"Recordar la infancia es recordar un sueño".
A partir de estas dos frases Eduardo Caballero Calderón (1910-1993) escribe una de sus mejores y mas entrañables obras: Memorias infantiles (1964). Ocho años en la Bogotá de 1920, de ciento veinte mil habitantes, recreados muy proustianamente por un niño que revive el prisma de los colores y el mosaico de los sabores, a partir de una casa de la calle 12. Un variopinto conjunto de personajes, sea de su familia, del innumerable servicio domestico de entonces, del aun mas amplio circulo de gentes que oscilaban entre la dignidad averiada y la pobreza sin atenuantes. Una ciudad regida por las campanas de las múltiples iglesias y los fenómenos naturales, incluida la guerra. La Candelaria, la Catedral, San Agustín y Santa Barbara. Barrios que no eran menos importantes que la biblioteca del escritor Antonio Gómez Restrepo, el laboratorio del sabio Lleras, el Colegio del Rosario y en medio de todo ello , "como ave de presa o papa del Renacimiento", su abuela, llevada en silla de manos, rigiendo ese mundo desde su cuarto de vidrios de colores. Pero también se daba allí, igualmente definidos, los bocadillos de cidra, las brevas cubiertas de almíbar, los buñuelos de Nochebuena, el masato espolvoreado de canela, las obleas rellenas de arequipe y ya, desde entonces, las empanadas con guiso de Las Margaritas.
Una ciudad, "chata y homogénea", donde el abuelo había sido nombrado "Secretario de Gobierno en la administración del señor Nuñez" y su papá "Ministro del Tesoro del general Reyes". Un papá del Olimpo Radical que a los catorce años estrenó su primera levita; "a los dieciocho se graduó de doctor en Derecho y Ciencias Políticas; hizo la guerra civil y fue general antes de los treinta; y se arruinó cuando no había cumplido cincuenta", con una fabrica de tejidos en San Jose de Suaita, abierta con socios belgas.
Todos estos avatares marcarían la infancia de un niño cuyo padre recorrería la totalidad del país, de Casanare a la Guajira, del Magdalena a los manglares de Panamá en pie de guerra, y en cuya sangre se cruzarían Boyacá y Santander, por sus raíces familiares. Pero mas importantes aun serian los temblores, la gripe española, la venida de la virgen de Chiquinquira y la primera guerra mundial, con los bandos infantiles en pugna, en pro de germanófilos y aliadófilos.
Este nativo de Piscis registraría todo ello con mirada exacta, haciendose preguntas, viendo como su afán de traducir sensaciones en palabras, dejaría de lado, por falta de talento, su fallida vocación de músico, para convertirse poco a poco en escritor. Escritor tímido, afectado por su fealdad, que en los lonches infantiles anhelaba volverse transparente. O que quizás, por el arte de magia de la lectura, y la imaginación compensatoria, podría llegar a convertirse en una figura heroica. Torero como el Litri, guerrero como Bolívar, boxeador como Carpentier o niño inmortal como Mozart. Tal la fuerza de la mente en unos barrios precarios, poblados de mujeres con coto o parientes como el tío Alejandro que llevaban una sorpresiva doble vida. Acudía muy formal a todos los velorios, "a tomar café y pescar alguna comida suplementaria. Pero al ponerse el sol se disfrazaba de artesano con ruana, jipa, medias de lana roja y alpargatas de fique, y se emborrachaba como un cerdo en las tiendas y cafetines de mala muerte del barrio San Victorino, frecuentado por rateros, mendigos, maleantes y prostitutas". ¿Cual era el verdadero?. ¿Cual ciudad era la real: la señorial de su familia o la de los márgenes y extramuros?.
"La única realidad redonda, compacta, indiscutible es la literaria en la cual las personas tienen principio y fin, y aparecen siempre de frente y en primer plano": La historia atravesará así este recuento. De Marco Fidel Suárez , "un viejo fanático, quisquilloso, orgulloso dentro de una aparente humildad" al general Ospina. Del Gimnasio Moderno, fundado en 1916 por su primo Agustín Nieto Caballero recién llegado de Suiza, y su inolvidable profesor de historia patria, Tomás Rueda Vargas, hasta su abuela, decayendo y temperando en Cachipay, La Esperanza, Apulo, Tocaima y Girardot, este libro se conserva fresco y digno de leerse o releerse en el centenario del nacimiento del autor. Es parte nuestra en la claridad de su prosa y en la contenida emoción que lo sustenta.
Juan Gustavo Cobo Borda
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