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Lo conoci en el Hotel Suescun de Sogamoso. Envuelto en su ruana y el
whisky en la mano. El corro de amigos no departia tanto con el
escritor como con el alcalde de Tipacoque, alerta a los entresijos
locales.
Años mas tarde Alvaro Mutis me hablo de la maldad de los cojos, pero
este primer recuerdo se conserva grato e intacto. De vacaciones con
mis padres, era quizá el primer escritor que conocía de cerca. Con
quien a lo mejor intercambié algunas palabras.
Lo primero que leí suyo no fueron sus novelas, sobre ese ya mítico
feudo de Tipacoque y sus campesinos leales, con nombres como Siervo
JOya, sino volúmenes también cercanos a su alma que aún hoy se
sostienen sin desfallecimientos: Ancha es Castilla y las Memorias
infantiles. Se trataba de libros deliciosos, en buena prosa, con
mendigos que eran hidalgos o tribus de primos correteando por los
patios de viejas casonas bogotanas.
Amaba a España y la habia recorrido de cabo a rabo, estudiándola,
compenetrándose con sus clásicos y con la humanidad escueta y brutal
de sus personajes, de reyes a pícaros, de putas a frailes. Algo de
taciturno y gruñon se le habia contagiado, pero sus devociones eran
límpidas y conscientes, y arrancaban de un Quijote que conocía mejor
que nadie.
Helena Araújo razonó luego, en un ensayo aparecido en Eco, que su
patria no era Tipacoque sino Castilla, aislado en su soledad de señor
feudal, pero esos dos reinos, en la fusión del idioma, daban buenos
frutos. El relativo fracaso de una novela parisina como El buen
salvaje corrobora lo anterior.
Era un liberal colombiano, unido de modo inexorable a la más rancia
oligarquía bogotana, que, como novelista, buscaba liberarse de esa
polvoriente carga, yéndose a respirar los aires de Boyacá. Sólo que
allí lo aguardaba la violencia partidista y la intolerancia religiosa
además de una pobreza afrentosa.
Por ello, en tantas ocasiones, se retraía y miraba al pasado,
fascinado con esos hombres de fierro que nos conquistaron pero también
siendo fiel a la intuición fulgurante con que Simón Bolívar nos había
abierto los ojos, sin remilgos ni suaves modales. El fracaso de
Bolívar aún contaminaba sus sueños y por ello no vaciló en adherir a
movimientos de derecha, patrocinados por Eduardo Carranza, o
proclamarse, sin más, anarquista, traidor a cualquier causa.
Era un escritor, no hay duda, pero fue también un periodista, por
años, condenado a repetirse, en tópicos insulsos, en la suciedad
insidiosa de la omnipresente política. Si su hermano, Klim, recurría a
los latigazos del humor urticante, con apodos y gracejos de colegial,
él se amargó en un escepticismo desencantado. Sin embargo, era
generoso y creía en el arte y en la creatividad de sus colegas, como
lo atestiguan tantas notas justas sobre figuras como Germán
Arciniegas, Ignacio Gómez Jaramillo o Sofía Urrutia. La fundación en
Madrid de la Editorial Guadarrama y sus cuentos para niños donde Santa
Teresa de Avila, Isabel la Católica y el corneta llanero se hacen
próximos y cálidos.
Sin embargo, sus ficciones parecen permanecer aisladas en ese nicho de
un mundo campesino que agoniza por siglos, dentro del infinito
conservatismo de la vida colombiana, y al cual ya sólo iluminan el
relampagueo de los machetes, el fogonazo de la emboscada, el incendio
de las chozas de bahareque y paja. La violencia, en definitiva, motivo
de tesis sociológica, y el donde el joven cura enfrenta no sólo los
dilemas del cacique y el policía, en pueblos desahuciados, sino
también los terrores de su propia alma.
Sólo que la carga de compromiso y denuncia que animaba a toda esta
narrativa, de Rómulo Gallegos a Jorge Icaza, perdió toda su capacidad
estética y revulsiva cuando aparecieron; al comenzar la década de los
cincuenta, dos muy delgados libros: El llano en llamas, y Pedro
Páramo.
Todos estaban muertos, todos eran fantasmas. El paisaje: un escenario
apenas para que sombras y aparecidos se deslizaran como rencores
vivos. Algo, por cierto, que ya en 1944 Caballero Calderón había
previsto en su libro Sudamérica, tierra del hombre:
Detrás del alma del sudamericano, de sus ciudad y pueblos, está
siempre el paisaje. No se trata de una mera ficción literaria, aun
cuando la literatura tan pobre e insignificante de este continente
demuestra hasta que punto el espíriitu del sudamericano está
impregnado por la geografía. En novelas y poemas como La Vorágine,
María, Doña Bárbara, El infierno verde, La planicie amazónica,
Jubiabá, Don Segundo Sombra, Martín Fierro, etc., el ámbito,
asfixia al personaje del mismo modo que las selvas enmarañadas, las
pampas inmensas y las cordilleras de metal aplastan la pequeñez del
hombre, (pág. 185)
Juan Rulfo no pudo escribir nada más: había dicho todo. Eduardo
Caballero Calderón, después de El cristo de espaldas (1952) y Siervo
sin tierra (1954) intentó el viraje, dentro de la senda abierta por
Rulfo. Ese Manuel Pacho (1962) que como dice José Luis Díaz Granados,
es
Una bestia moral, fruto del incesto de padre e hija, tarado e
inarticulado, quien durante tres noches y dos días lleva a cuestas el
cadáver putrefacto del progenitor, hasta su sepultura en Orocué.
Ese cadáver de la vieja narrativa de la tierra pesaba demasiado sobre
sus hombros, agobiados ya por tantas páginas. Incluso las páginas de
Sudamérica, tierra del hombre, donde el narrador preocupado por los
conflictos rurales se ha convertido en viajero lúcido e informado por
las ciudades latinoamericanas. Allí de Manaos a Cuzco, de Lima a
Cartagena de Indias, de Santiago a Buenos Aires, de Río de Janeiro a
Sao Paulo estaba el horizonte virgen que su ficción nunca trataría de
cerca. Ni siquiera esa Bogotá, que le era tan próxima, y que pinta
cauta y desconfiada, "llena todavía de timideces aldeanas" Que
cultiva su espíritu y lee los clásicos, y que es "profunda y
honradamente democrática" (pag. 116)
Una caracterización desacertada, que corresponde más bien al ideal
retórico de la Atenas Sudamericana, pero muy lejana, por cierto, de
esa utopía, como se lo recordaría, con saqueos y llamas, el 9 de abril
de 1948.
Los suramericannos realmente no valemos mucho, pero Suramérica es el
más bello y sugestivo de los continentes y el más cargado de
porvenir. (pág. 10)
La trampa de la esperanza, de los futuron que nos abren los brazos.
Todo ellos estaban por cierto muy lejanos. No era una tierra de
promisión sino una tierra yerma donde se pudrían todos los ideales.
Gabriel García Márquez, en cambio, sí encontró en Pedro Páramo (1955) lo que buscaba: En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que giran enmohecidos, la vibración de esta tierra vieja que vuelca su oscuridad. Verdad que la noche está llena de pecados, Justina?
La tierra era vieja y se desgastaba, sin remedio. Rechinaba, incluso,
mientras el pecado subsistía mucho más allá de la muerte. También
allí, en Pedro Páramo, García Márquez hallaría el tono necesario para
poner a andar Cien años de soledad:
El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en
que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a
salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo.
Muerte y más muerte. Por ello quizá el silencio narrativo de Caballero Calderón despues de Manuel Pacho y la insignificancia de sus últimos textos es digno y honrado. Su mundo, no hay duda, había desaparecido devorado por lo que en la ficción representaban Pedro Páramo y Cien años de soledad. No la ciudad o el campo sino apenas el alma de un ser que no era ni indio, ni blanco ni negro, ni criollo o mulato, sino apenas una figura imaginaria. Un ente de ficcion. Una construcción de palabras. Se lo tragó la tierra? No. Apenas su propio mundo, endeble y esquemático. Ese Bogotá vacuo y letal del cual nunca pudo desprenderse del todo, asesinándolo en una ficción implacable. Como lo ha intentado, por cierto, su hijo Antonio Caballero con Sin remedio : ese horror que intenta volverse poema, también en vano.
Juan Gustavo Cobo Borda
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