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Nacida en Barranquilla (Colombia) en 1953, Mónica Gontovnik comienza a escribir poesía en 1968. Sus intereses abarcan también el teatro y la danza, la filosofía y el arte, en un afán de comunicación ambicioso y múltiple.
Sus raíces son judías y sus textos iniciales hablan de un ansia de libertad apoyada en los elementos naturales y físicos, a los cuales será fiel a todo lo largo de su trayectoria: el mar y las flores, el sudor y la sangre. Y el secular dilema entre la vida y la palabra que la exprese.
Versos sueltos, en principio, que mas que ceñirse a un objetivo, lo rondan, fluyen en sus márgenes, dibujan un espacio verbal. Intenta jugar con las palabras, con sus sonidos, similitudes y cadencias, pero todavía no la domina. Necesito libertad y personas dice en algún momento de su primer libro Ojos de ternera (1979) y esa búsqueda en pos de alguien que la escuche, de un ojo que la valore y la perfile, se hace sentir, con insistencia, en este primer tramo de su búsqueda.
Pero este interlocutor termina por ser ella misma. Se habla y se confiesa. Mira, en la escritura, vivirse. Se suelta, en ocasiones, entre lo cotidiano y lo trascendente, y sabe que ya no tengo lagrimas/ me las secó él/ de tantos besos, solo que la saliva entregada ya no se recupera.
Es como la palabra, ya no suya sino del hipotético lector. Seguramente sin conocerlo, estaría de acuerdo con la observación de Osip Mandelstam en su Coloquio sobre Dante (1933):
Cada palabra es un haz de significados y el sentido sale de él en varias direcciones y no se orienta hacia un punto oficial. Al pronunciar sol realizamos un largo viaje, al que estamos tan habituados que viajamos dormidos. La poesía se diferencia del discurso automático en que nos despierta y sacude en medio de una palabra. Entonces la palabra parece mucho más larga de lo que pensábamos y que hablar significa siempre estar en camino. (1).
Sin embargo, en ese camino la presencia física del cuerpo, del barro nutricio, se hace cada vez más visible. Pesa, determina, revela. La locura de mi piel/ permanente- obsesivamente / insatisfecha.
Hay una confrontación entre quietud y avidez, entre contemplación y vacío. Caracol a la orilla del mar. Camaleón entre las venas, su cuerpo en un campo de tensiones, de conflictos ásperos y permanentes. No se puede eludirse a si misma y el cerebro martilla incómodos pensamientos. Solo la fluidez de la escritura alivia, en algo, esos nudos.
Sin embargo es la llegada del hijo, al llevarlo dentro nueve meses, la que transforma su agresiva rebeldía en un acto concreto de afirmación: gordo como agua/ y suave como arroz. La incomodidad física, las miserias de la biología son asumidas sin esguinces.
Ya no se habla solo a si misma. Se permite ir incorporando elementos del entorno piña, zapote, arroz con patacón como quien sale de si y asume la porción de mundo que es suya, sin restricción alguna. Con sus dudas, temores e indecisiones. Con el hueco de su vació pero con la solidez de su confianza. Quiere que algo se vuelva irrefutablemente presente. En torno a él edificara su morada: tumultuosa, abigarrada, en desorden, como un primer libro de poesía, pero también escueta, reflexiva, en un mutismo que se desborda en risa, como cualquier adolescente haciéndose mujer.
En su segundo libro, La cicatriz en el ojo (1980) un entorno afligente, de dureza y drama social, de herida que enturbia la vista, contrasta con el ámbito de una privacidad hogareña, donde el pequeño hijo, de cuatro años, y el afán de escribir, en la soledad de la hoja en blanco, dibujan su máscara.
Expone al mundo una persona poética, pero a la vez se retrae y protege, en lo frágil de su sensibilidad, adicta al sol y al mar, a la soledad que emana de su cuerpo, embriagado de si mismo en la danza.
Esa entrega febril, desatada, a un ritmo, que es a la vez profesión y disfrute, con todo lo que ello implica de conciencia física, en la gimnasia, en el yoga, en la energía elástica de los músculos, se transmite a sus poemas. A las imágenes de si misma, en la teatralización de sus posturas, y lo que ello implica de luces y sombras, de escondite y escenario, de ofrenda y entrega hasta el límite: ese descenso al miedo y a los terrores primitivos. A es génesis hecho de sangre y ruptura.
De pies descalzos sobre la arena, percibiendo la rotación del planeta, su girar indetenible. Compenetrándose con una verdad mas profunda que el rutilante brillo efímero de una sociedad deformada por el narcotráfico y corrompida por la política. Martirizada entre guerrilla, mafia y grupos paramilitares, que harán todos ellos, del secuestro y la masacre, una dolida circunstancia ineludible.
Solo parece subsistir la autenticidad de su hijo, su poema y su sueño artístico. Y su conciencia desafiante de mujer que, lectora pronta de Doris Lessing y su Cuaderno dorado y casada dos veces con miembros de la comunidad judía, resulta mas sincera en la ironía humorística de ciertos apuntes sarcásticos que en el fugaz sueño de una revolución latinoamericana y una mística colectiva, propia de aquel periodo.
Demasiada sustancia/ tiene la vida/ para yo estancarme/ en la furia/ de un enamoramiento.
Y tirada temblando mirare el relámpago (1982) es ya un libro con bases literarias: dedicado a Doris Lessing y con epígrafes de Octavio Paz. Las figuras de la mitología griega comienzan a surgir en lo ambiguo y paradójico de su representación actual. Perdido el contexto que las engendró, atrapadas en la cárcel restrictiva de las sucesivas interpretaciones, sobre todo las psicoanalíticas, los mitos ven desgastado su dorada aura, su plural sentido. Solo quizás la poesía, como fue el caso de Hölderlin, puede restituirles su compleja carga, dotada a la vez de esplendor y ruina. Hacia ello apuntó el libro de Roberto Calaos, La literatura y los dioses (2002) al decir:
Los dioses son huéspedes huidizos de la literatura. La atraviesan con la estela de sus nombres. Pero, con frecuencia, también la abandonan. La mercurialidad, anuncio de los dioses, es también la señal de su carácter evanescente. Sin embargo, no siempre ha sido así. Las cosas fueron distintas mientras existió una liturgia. Para concluir: Desarraigados de su suelo y expuestos a la cruda luz de la vibración de la palabra, podían llegar a parecer impúdicos y vanos. Todo acabo en historia de la literatura (2).
En el libro de Mónica Gontovnik, el tono se vuelve más enumerativo. Son largas secuencias verbales referidas a una clase de yoga, al Laboratorio de la Danza que por entonces fundó y donde la perpetua aprendiz ya impartía sus enseñanzas.La inmersión en sus perplejidades; en el reconocimiento, por los sentidos, de su cuerpo, a través del dialogo amoroso, en el esplendor del goce o la incandescencia del erotismo, la que la remitía a sus raíces: cuando su propia madre se tendió ante la marea del deseo.
Los poemas resultan mas secretos, encerrados en si mismos, como si las anteriores utopías sociales hubiesen hallado en el arte, en la sabiduría oriental, en la conciencia de un feminismo ya asumido al fondo, sus posibilidades de realización. Ya iba haciendo suyo uno de los Adagia de Wallace Stevens: La poesía es un remedio contra la pobreza, la mudanza, el mal y la muerte del mundo. Es un presente que se perfecciona., una satisfacción en la irremediable pobreza de la vida (3).
Objeto del deseo (1991) es un libro orgánico, en un doble sentido. A través de diversos oficios y máscaras la autora visualiza a un hombre (o varios) en avatares que van de pintor a payaso, de héroe a terrorista, pero esas efigies que se congelan y evaden, con humor en ocasiones, resultan finalmente inaprensibles.
Es un cuerpo que busca marcar con olor de mujer apasionada a esa proteica entelequia, escondida detrás de tantos camuflajes y que finalmente se convierte en Dios o fantasma; en convivencia de tres años, a la postre atrapada y arrojada a la basura. Mecanismo operante de una fabulación, los tópicos que marcan la figura masculina desde la perspectiva de la mujer son, en definitiva, formas vacías, recipientes de un sueño errante. Ladrón o contrabandista, del cual solo subsiste el poema que lo mitifica. Que le da una dimensión teatral y a veces legendaria de la cual bien pudo carecer en vida. El poeta es quien inventa el mundo. La base bien puede ser real pero lo que subsiste se llama poesía.
Flor de agua (1992) es un libro mucho mas secreto e intimo. Si bien la naturaleza, como siempre, se halla próxima como referencia, el acento resulta mucho más espiritual y contemplativo. Más capaz de reconocer cuánto de oscuridad y subsuelo es necesario para que germine la vacilante luz de una flor. Un pensamiento, uno solo, que vibra en esa lucha permanente por la conquista de su espacio. Se trata de una depurada accesia que durante diez años la llevaría a no publicar nada y a irse, en el 2001, a la Universidad de Naropa, en Boulder, Colorado.
Naropa es la legendaria universidad que fuera fundada por un monje budista, donde Allen Ginsberg en su trashumancia de bardo y trovador judío crea la escuela de escritura: The School of Disembodied Poetics. Interesado, como toda la generación beat, en conjugar la sabiduría oriental con la herencia de Walt Whitmann, en una reafirmación del espíritu disidente en contra del consumismo depredador. El mismo bardo que salmodiaba sus poemas con la ayuda de un instrumento musical y la inspiración de los mantras tibetanos.
En todo caso, la distancia y su contacto con la colega de Ginsberg, Anne Waldman, le permitió a Mónica Gontovnik enfocar mejor su ciudad natal, Barranquilla, sus abuelos polacos y alemanes, y esa vasta galería de mujeres que ama y admira, de Emily Dickinson a Virginia Wolf, de Rosario Castellanos a Sylvia Plath y llegar a su sexto libro.
Pandora Parrandera (2001) se trata de un libro ambicioso, con varios niveles de lectura, que retoma su interés en la mitología griega, romana, azteca e hindú. Incrementa esta secuencia con fotos y grabados de las figuras queridas, y luego las visualiza en una doble mirada: la del poema dedicado a cada una de ellas y un segundo poema asociado con algún barrio de Barranquilla, donde quizás esas figuras de artistas y escritoras, Frida Kahlo y Alejandro Pizarnik, o de cantantes como Janis Joplin, encuentran eco y morada.
Mónica Gontovnik se ha apropiado así de un legado que hace suyo, en los libros y en los arroyos que desbordan y barren las calles de su ciudad y podría repetir, con W. B. Yeats:
I spit into the face of time
That has transfigured me.
El poema ha crecido con ella y transfigura al tiempo a quien le da sentido.
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