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En 'A la búsqueda del tiempo perdido', el comienzo de la novela esta dado por el desamparo caprichoso de un niño manipulador, que pretende un beso mas de su madre, antes de dormir. La madre de este pequeño Marcel Proust es una intelectual judía, gran lectora y poco dada a hablar de si misma, que con su humor cáustico y su propensión al eufemismo y al circunloquio estará férreamente unida a su hijo e influirá sobre "el pequeño lobito", hasta el fin. Al morir ella, a sus 56 años en 1905, su hijo se enclaustrara y abandonara su inconstante frivolidad de dandy de salón e inspirado en ella se dedicara, con voluntad inclaudicable, a la elaboración de esa catedral en el tiempo que es su novela.
El asmático, el hipocondriaco, desgarrado entre sus sucesivos amores homosexuales (del compositor de origen venezolano Reynaldo Hahn a Lucien Daudet, hijo del escritor y descrito por Jules Renard como "un guapo joven rizado, untado de cosméticos, maquillado y empolvado que habla con una vocecita de bolsillo de chaleco, sin olvidar su chofer y los camareros del Ritz) no buscara, intrigante, invitaciones a los salones de moda. Ahora, en una habitación tapizada de corcho será una mirada implacable, un juez del Viejo Testamento que hace honor a su madre con una obra única en la cual los personajes son diseccionados con escalpelo afilado. Aparece allí todo el circulo social que habían compartido y que habían conversado de viva voz o en cartas diarias madre-hijo.
Esta hija de judíos alsacianos, pobres en sus orígenes y curiosamente emparentados con otro judío celebre, Karl Marx, que terminara en definitiva por ser primo de Marcel Proust será ya adolescente una muchacha casadera, con rica dote y cabalmente integrada, ella y su familia, a una Francia que los incorporo a su nacionalidad desde la Revolución. Son, mas que judíos, israelitas franceses, dueños de fabricas de porcelana, corredores de bolsa, hábiles banqueros que poco a poco han ido accediendo a las mas altas dignidades de la República.
La lectora de Racine, Madame de Sévigné, de George Sand y de Musset se comprometerá con un joven y ambicioso medico, Adrien Proust, que hará de esta Jeanne Weil la primera mujer de su familia en casarse con un no judío. Cuando Marcel Proust nace, el 10 de julio de 1871, son dos mundos los que se conjugan: la burguesía culta de París y una familia de provincia donde una viuda valiente al frente de su tienda crió a sus dos hijos. El celebre Illiers transformado por el genio de Proust en Combray. Pero este nacimiento se dará cuando los prusianos se toman las calles de Paris y los comuneros conquistan el poder, recordando los terrores duplicados de la Revolución de 1848 donde en circunstancias afines nació Jeanne Weil de una aterrorizada Adéle. Llegado al mundo en medio de obuses, frágil y tan nervioso el como la madre, Marcel entra a la vida con paso vacilante: se teme por la suya y ya desde este inicio la madre lo sobreprotege. La oscuridad de la noche, como bien dice la autora, sumirá a Marcel en "una angustia arcaica e insoportable" (p.96). Por ello la vida de Jeanne no será mas que "una larga lucha para poner un poco de distancia entre ella y su hijo, hacerlo capaz de vivir sin ella - pero sin poder separarse ella misma, porque la ansiedad es la materia misma de su amor por el " (p. 98).
El medico libre pensador, académico, experto en temas de salud e higiene en relación con la ciudad, será incapaz de resolver el primer y devastador ataque de asma de su hijo: esto quizás lo unirá más a su madre.
El bulevar Malesherbes, primero, el numero 45 de la calle de Courcelles luego,?donde ios Proust vivieron en amplios pisos en penumbra y un tanto carentes de?elegancia. Un visitante recuerda el primero así: "interior bastante oscuro, atestado de muebles pesados, guarnecido de cortinas, ahogado de alfombras, todo negro y rojo, el piso tipo de entonces, que no estaba tan lejos como pensamos del sombrío baratillo balzaquiano", como lo describió Fernand Gregh. Las dos insurrecciones de 1848 y 1871 habían enseñado a desconfiar del exterior. La vida se daba adentro y el ama de casa era la reina que gobernaba este discreto imperio dentro de la burguesía de la Tercera República.
Un mundo de visitas, cenas, tarjetas .y conversaciones infinitas. En el la mujer iba al mercado, conocía a los mejores proveedores y daría a su hijo ese sentido de lo concreto, de las flores a las recetas de cocina, que llena de olores y sabores su obra. Esa detallada y 'minuciosa mirada femenina para describir y poblar el mundo. La dependencia del joven Proust, que a veces es solo una tiranía sustentada en complicidad, enfermedades, amor y odio a la vez, nutrirá la relación Madre Hijo. La llevara a callar y excusar ante el padre distante, severo, los errores del hijo y a participar vicariamente de la vida afectiva e intelectual del también insaciable lector. Será ella, como también lo fue la madre de Borges, la que traducirá del ingles los textos de Ruskin que su hijo publicara como traducciones suyas. Y será ella la que insistirá una y otra vez para que concluya la dispersión habitual de sus proyectos.
Por ello Proust, mas tarde, en su novela, pondrá algo suyo - como en todas sus criaturas en el personaje de Swann. Hombre de buen gusto, amante del arte y falsamente abocado a escribir un hipotético ensayo sobre la pintura de Vermeer, pero en realidad sumergido, y encanallado finalmente en una relación tortuosa con una cortesana, Odette, a quien idealiza como una figura de Boticelli. Tal el mundo de Proust: donde las dos caras de los seres, miseria y luz brillan y se combaten en medio de las circunstancias mas apacibles y convencionales. Lo zafio asomando tras el fingido interés por la cultura y la vida de sociedad, tal como pintara a la arribista Madame Verdurin y su salón de pacotilla: " y así, embriagada por la jovialidad de los fieles, borracha de familiaridad, de maledicencia y de asentimiento, la Señora de Verdurin, encaramada en su percha, como un pájaro después de haberle dado sopa en vino, hipaba de amabilidad". Ese ojo feroz se forma al lado de la madre viendo la comedia social, conociendo las actrices de teatro amantes de su tío, y cayendo fascinado por los brillos sugestivos de ese mundo de rituales y apariencias, de falsas cortesías y sinceros desprecios.
Cuando Prosut muere a los 51 años, victima de una neumonía, y de una maniática existencia sacrificada al largo empeño de edificar su obra, sabrá que la respuesta que dio al cuestionario que hoy lleva su nombre- ¿cual seria su mayor desgracia? Estar separado de mama. - se había superado y cristalizado en una sólida y quizás eterna obra de arte. Tuvo que perder a la madre en cuerpo y cercanía para recobrarla en alma y genio y así su laberíntica escritura, de párrafos muy largos y envolventes, siguen ciñéndola en su amor. "Porque a veces el odio serpentea en medio del amor mas inmenso donde parece como perdido. Aquí está el origen de a la búsqueda del tiempo perdido, cuyo primer volumen aparecerá pagado por el propio Proust, el 14 de noviembre de 1913. A este seguirán A la sombra de las muchachas en flor, en 1919, que obtendrá el premio Concourt.
Los otros volúmenes, Del lado de Guermantes, verá la luz en 1920, Sodoma y Gomorra en el 22 y La Prisionera en 1923, en forma postuma, pues Proust fallece el 17 de noviembre de 1922.
Finalmente, y solo en 1927, se pública El tiempo recobrado que cierra la obra, anudando los hilos y revelando las claves de esta sólida y a la vez fulgurante hazaña narrativa.
El tiempo recobredo de Marcel Proust
Han pasado los años. Estamos ahora en 1914, 1916, y el narrador ha vuelto a Paris. Una nube negra, rota por relámpagos, se cierne sobre la ciudad: es la guerra. Aviones alemanes arrojan bombas. Bajo ese fuego cruzado la moda en las mujeres se hace militar. Usan turbantes y anillos y pulseras son forjados con fragmentos de obús. Allí nos encontraremos de nuevo al barón Charlus y la señora Verdurin: ella da comidas y el se dirige a sus extraños placeres. Hay caras nuevas, nuevos dichos y el barón hace saber su simpatía por Alemania, a la cual también lo unen vínculos familiares.
El narrador se apasiona por los cambios en el vocabulario, por la obsolescencia de unos seres y la irrupción de otros, rostros que modifican el escenario, al ignorar grandes trozos de lo pasado y alterar así la escala de valores. El famoso caso Dreyfus, que tanta incidencia habla tenido en el antisemitismo en Francia, se relega. La escisión que habla motivado entre partidarios y enemigos parece diluirse. Ahora todos son patriotas, de algún modo, que creen que la guerra será breve. Error que comparten las clases altas con sus inferiores, porteros o criados, mozos o chóferes.
La crítica se sigue ejerciendo desde el salón de Madame Verdurin sobre quienes no son sus fieles a rajatabla, Odette, por ejemplo, que ha conocido a sus dos maridos allí. Pero una noche oscura y reveladora es el centro de la segunda parte de este libro amargo. El narrador se encuentra con el barón Charlus (un Guermantes, un señor medieval, no nos olvidemos) y mientras este tenso se fija, cual ave rapaz, en los soldados en licencia, la muerte parece volver mas urgida, casi acezantes, sus inclinaciones homosexuales. Es un viejo loco, como lo califica el narrador, que no teme ser encadenado y flagelado en sangrientas practicas masoquistas, en el hotel que ahora maneja Jupien. Baron que no teme confesar que hubiese matado al violinista Morel, su pareja de antaño, al cual protegió y presento en sociedad, si se le hubiese presentado la oportunidad. Uno de los dos debe desaparecer.
"La ciudad parecía una masa negra y amorfa que de golpe pasaba de las profundidades nocturnas a la luz y en el cielo uno por uno los aviadores ascendían ante el llamado desgarrador de las sirenas, mientras con un movimiento mas lento, pero mas insidioso, mas alarmante, porque esa mirada hacia pensar en el objeto aun invisible pero ya cercano quizás que estaban buscando, los reflectores se movían sin cesar, olfateaban el enemigo, lo cercaban entre sus luces hasta el momento en que los aviones enhebrados hincarían a la caza para atraparlos". (p.67).
Pero también Charlus esta de cacería: sus presas, que se le ocultan e insinúan entre los pliegues de las sombras, pueden ser zuavos o senegaleses. (p. 67) Charlus, según la señora Verdurin, es acusado de "estar pasado de moda". Pero según el narrador "era en cierto modo el poeta de ellos", con un ingenio verbal para caracterizar ambientes y personas combinaba historia, belleza, lo pintoresco, comicidad, frivola elegancia (p. 75). Algo muy similar a lo que Proust hace con esos arribistas salones burgueses, con el esplendor otoñal de los aristocráticos bailes últimos; con, en definitiva, toda esa bella época, tan atrayente como corrompida, en escándalos políticos y económicos, en hipocresía y pecado, que ahora se extingue con esta guerra. Nunca brilla con más fuerza una luz que cuando esta a punto de extinguirse y eso es lo que registra de insuperable manera esta ultimo tomo donde se anudan todos los hilos y todos los caminos. El lado de Swann se funde ahora con el lado Guermantes. La hija de Swann y la cortesana Odette, Gilbert, a quien el narrador había amado con locura, se ha casado con Saint- Loup, sobrino de la Duquesa de Guermantes. El narrador que se presenta como un enfermo que viene por un tratamiento en una nueva clínica en Paris, volverá al campo pero entretanto medirá los cambios y percibirá lo destructivo del tiempo en una reunión mundana donde la princesa de Guermantes. Allí el Tiempo parece concentrarse y acelerarse sobre todo el elenco de personajes, como en un alucinado baile de mascaras.
Constataremos que Saint Loup, quien morirá heroicamente en el frente, es también un invertido, que perderá su condecoración en el mismo hotel para homosexuales, donde el narrador, "caminando con paso de lobo en la sombra", ha visto las practicas sórdidas de Charlus y sabido de la evasiva presencia de un Saint-Loup que no desea ser reconocido, con "ese andar de ventarrón".
Allí donde torvos carniceros y amorales ladronzuelos se prestan a los juegos de esos viejos delirantes, por 50 francos la sesión. La fingida fatiga del narrador, que busca allí refugio por un rato, antes de volver a casa, nos da un atisbo del Proust voyerista, sobre el cual se ha hablado de su gozo en contemplar ratas atravesadas por alfileres, fotos profanadas de su madre, y largas horas nocturnas con los mozos y maitres del Ritz, averiguando como un detective chismoso quien ceno con quien, que vestido se puso y hasta que hora departieron y cuando se retiraron quien acompañaba a quien. Era, podría decirse, un investigador profesional del alma humana.
En la tercera parte, en la recepción donde la princesa de Guermantes, el tiempo se hace presente de modo devastador: canas, arrugas, rodillas que flaquean. Los tradicionales ambientes parecen cambiar y sangre fresca arriba al escenario, pero los intrigantes quieren volver a trepar, las damas desgastadas intentan seducir y la implacable lucidez del hastió los disecciona a todos con el bisturí de una mirada que ya no tiene excusas ni contemplaciones. El ministro, grave y pomposo, fue antaño un pícaro. El escritor de moda no logra esconder los lugares comunes que debilitan y corrompen sus fugaces artículos. La desdeñosa dama, a quien, ya le borra la memoria, también pretende que todos olviden su aprovechada vida anterior, medrando entre amantes que la mantienen, maridos que arruina, y títulos que subsistirán mas allá de ella misma y su maquillada y en cierto modo amortajada figura.
Dirá el narrador: "Uno se espanta al pensar en los periodos que habían debido transcurrir antes de que se cumpliese semejante revolución en la geología de un rostro y ver que erosiones se habían producido a lo largo de la nariz, que enormes aluviones, al borde de las mejillas, rodeaban toda la cara con sus masas opacas y refractarias" (p . 243).
En medio de ese naufragio el ojo del artista discierne las tensiones, las líneas de fuerza, los intereses que mueven a los hombres (poder y dinero, amor y ambición, fama y sexo) y reúne fuerzas para llevar a cabo la obra que siempre aplazo; ese mismo libro que ahora estamos leyendo.
Veremos con mas claridad, como Bloch y Swann lograron entrar a los salones e incluso este ultimo al Jockey Club a pesar de sus orígenes judíos (como Proust, tambien, en cierta forma). Pero las pieles que se recubren de grasa, las trágicas risas que resquebrajan la rígida mascara impuesta por los años, el abandono y marginalidad a los a los que ya no cuentan y han perdido poder e importancia, y que son convocados apenas como señales indicativas de un naufragio colectivo: todo se expone ante esa mirada que asume la dureza de un Juicio Final. Ni la amistad ni el amor unen a los seres y son perdurables. Solo el arte-música, pintura, literatura- parecen tener sentido. Así que es necesario elegir la soledad y auscultar en el interior de nosotros mismos, atentos a los mensajes que nos envían esos pequeños sucesos donde recobramos un instante único. El momento prístino donde el niño llora pues su madre no subió a darle el beso habitual. Un baldosín desigual en el patio de entrada, una servilleta almidonada, el tintineo de una cucharita, el libro de George Sand que escogió la abuela de regalo y que le leerá la madre serán el ábrete sésamo. El caleidoscopio mágico donde el mundo resurge, exuberante de colores. De frescura no mancillada. Nos hemos asomado, por fin, al tiempo en estado puro rescatado, por cada uno de estos menudos incidentes.
Tretas, coqueterías que ya no convencen, arrogancias que ahora se humillan ante advenedizos - solo cuenta Ia obra de arte, que al incorpora el tiempo en su medula, dará fe del cambio, y durara mas que paisajes, hechos y gentes.
La vejez petrifica, inmóviles ante una idea fija. La mente no asimila ya nuevos datos: el seguirá siendo, para siempre, el joven que conocimos cono tal. Y aquel que fuera el mantenido de un barón y su sobrino, también homosexual, es ahora el distinguido caballero que todos saludan, con deferencia. ¿Que hay firme ante tantos cambios?. ¿A que certeza aferrarnos; en que fe confiar? Si incluso como reflexiona el narrador: "Nada mas limitado que el placer y el vicio. En ese sentido y cambiando el significado de la expresión puede decirse que se gira siempre en el mismo circulo vicioso"(p. 133). Por ello el mayor vicio es precisamente la falta de voluntad para oponerse a ellos.
Fascinante espectáculo con que un Proust amante de las genealogías, de los títulos, de las precedencias nobiliarias, en un tiempo burgués y republicano, consulta el Gotha y se fija con deleita con esas jerarquías, un tanto anacrónicas, convencido quizás de que nuevas y sucesivas jóvenes encarnaran bajo la forma atemporal de esas princesas Guermantes que el amo en su provinciana Combray, y que ya descendían de los merovingios, de Genoveva de Brabante, y estaban fijados en los vitrales de la iglesia.
Por ello Proust será un intrigante sin pudor, buscando acogida, en tales salones escribiendo cartas untuosas y falsas, para poder aspirar los postreros efluvios de esos ambientes en donde no habría mayor placer y mas arrogante orgullo que ser recibido y aburrirse a muerte con charlas vacuas y programas de música interminables. Egoísmo, ambición y coquetería que impiden realizar un destino, como ya lo anoto en un texto de su primer libro, Los placeres los días, texto fechado en 1892, donde al hablar de la mundanidad letal que acaba con su heroína Violante para la cual "la bondad solo le agradaba como una elegancia" mas, un adorno entre otros, nos revela la posible semilla de esta su última obra, el tiempo recobrado, aparecidos después de su muerte: "Joven, se había quedado en el mundo para ejercer la realeza de elegancia que, casi niña todavía, había conquistado. Vieja, permaneció en el para defenderla. Fue inútil. La perdió, y cuando murió, aun estaba tratando de reconquistarla. Agustín había contado con el hastió mas no había contado con una fuerza que, si la vanidad la alimenta primero, vence al hastió, al desprecio, el tedio mismo: es la costumbre".
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