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¿De qué noche primordial brota esta pintura? ¿En
qué oscura energía se nutre para extender ese fondo sombrío sobre
el cual asoman, se insinuan o se recortan esas formas hirientes o
aguzadas o esos colores, en ocasiones sutiles y delicados o en
otros plenos de fosforescencias submarinas o transparencias
propias de los espejismos del desierto o quizás de las atmósferas
andinas. Pero hay más: la costa, la sierra o la selva del Perú,
dos mil años antes de llamarse así, se unirían en peregrinaje
hasta el Chavin de Huantar para adorar al ídolo de piedra donde
felino, serpiente y pájaro, alucinógenos y sangre, confluían en
esos ojos fríos y sus cuatro colmillos cruzados, como recuerda
Mario Vargas Llosa, para suplicar protección contra la muerte, los
desastres naturales o las guerras tribales. Ya allí escalinatas,
terrazas, oratorios, aposentos, túneles, niebla y color se
conjugaban en la ceremonia, en el ritual propiciatorio, en el
sacrificio, que ahora, no hay duda, la pintura de Fernando de
Szyszlo evoca, convoca e invoca solo con la magia de sus pinceles,
en esas cartas astronómicas o sensores subterráneos que son sus
óleos.
Siglos de piedra, cordilleras andinas, templos del Sol, santuarios
de vírgenes, fortalezas inexpugnables ensambladas a mano, el
Imperio Inca, con su centro en el Cuzco, solo duraria siglo y
medio, pero culturas pre-incas también nutren el imaginario del
pintor, llámense Nazca o Paracas, con sus mantos de plumas, de
orquestados colores, o esos tejidos de figuras inquietantes
y cruel mitología que aún nos sorprenden. Con razón el poeta
Emilio Adolfo Westphalen en una brillante interpretación de la
muestra del pintor en 1963 en torno al poema quechua sobre
la muerte de Atahualpa que tradujo, entre otros, J. M. Arguedas,
hacer ver cómo Szyszlo se sumergió con su lengua ya formado
de una abstracción lírica plenamente contemporánea en aquel pasado
- su herencia- en la traición y muerte de ese hijo del dios Sol,
dios él mismo, donde la pintura se hizo elegiaca para dolerse de
un mundo ya sin centro y una naturaleza desquiciada donde el
arcoiris es negro, la sangre camina y los ojos son de plomo. "La
tierra se niega/ A sepultar a su señor / Como si se avergonzara
del cadáver de quien la amó".
Una historia de más de diez mil años, donde el Tahuantinsuyo
representa apenas unos cien años, ha nutrido a Szyszlo y , en
ella, culturas y civilizaciones prehispánicas atraen con sus
nombres y sus logros. Desde el mítico Machu - Pichu hasta la
desolada Cajamarca. Mochicas, Chimús, Aymaras, Nazcas, Chancas,
Puquinas y muchos otros pueblos. Es coherente que Szyszlo haya
dedicado páginas inteligentes tanto a la cultura Chancay como el
arte de Paracas tal como consta en su libro Miradas furtivas.
Paracas que en quechua significa "arena que cae como lluvia" lo
mismo que Camino a Mendieta, una playa del Pacífico, o Mar de
Lurín, nos anclan la obra del pintor en sitios concretos y
circunstancias específicas. Allí instalará sus noches estrelladas,
sus soles negros, sus recintos en penumbra, y como lo dijo Damián
Bayón en Pensar con los ojos, "oscuros, densos, trabados de
composición" y recorridos por una "luz violeta, negra, fosforecida
cuya materia se organiza en amplias pinceladas dirigidas como
hierbas que peina un viento abstracto". Más tarde, los cuadros se
tornarán verticales, donde "una forma erguida, totémica se eleva
agresiva o lenta".
Pero todos sus trabajos, como los que ahora expone en la Galería
Durban de Miami conservan su fuerza expresiva y su carga mítica
reinstalando en un mundo desacralizado el temor ancestral ante lo
incomprensible - la muerte misma, el fin de civilizaciones- y
abriendo en esas ceremonias soterradas un cruce implacable de
relámpagos de luz y sangre. Como la describió Mario Vargas Llosa
"Una ceremonia que parece a veces de inmolación o sacrificio y que
se celebra sobre un ara primitiva. Un rito bárbaro y violento, en
el que alguien se desangra, se desintegra, entrega y también,
acaso, goza. Algo, en todo caso, que no es inteligible, que hay
que llegar a aprehender por la vía tortuosa de la obsesión, la
pesadilla, la visión":
Clarividencias oníricas, que se asoman a a las profundidades que
exploraron sus poetas cercanos, el hilo negro de Vallejo, la
incandescencia del deseo en César Moro, el pasajero de la
habitación 23 que exaltó Enrique Molina - y que nos atraen e
intrigan- tratando de apoderarnos de su enigma reconocible pero
cifrado en el idioma secreto de la más alta pintura. Que dice y,
la vez, calla. Aquella que Octavio Paz, en 1959 ya señaló al
hablar de un Szyszlo "más dueño de sí, más libre y osado, pero que
sigue siendo el mismo: difícil, austero, violencia y lirismo a un
tiempo".
Tenemos así un pasado que incita con su peso milenario y una
acción contemporánea que lo revive y expone a la vista. Que
también conmina al espectador a participar de esa fiesta que es a
la vez un duelo. Espesor de una materia oleaginosa, transparencias
y veladuras, redondeles o signos, que nos atrapan en su decuso, en
su lento desplazamiento por la mente o la retina. Inmersión en la
materia prima. En el volcánico fuego primordial y su ignición
súbita.
Asombro, perplejidad, sigilo, enunciación que calla y claridad
enmascarada en los días de ceniza previos al carnaval, a las
fiestas y romerías de esos trajes deslumbrantes y abigarrados en
sus collares de oro y plata, en sus suntuosos encajes, en la
gravedad acompasada de su transcurrir que vuelve cada año, para
así abolir el tiempo y mantener viva la tradición. Del barro
popular a la paleta nutrida en Tiziano y el claroscuro.
Pintura feliz en su despliegue y agónica en sus postrimerías,
Szyszlo se mantiene en su sitio, ya conquistado. Resiste y perdura
y vuelve a luchar, ante cada nueva tela, para que los colores -
rojo, violeta, azules, verdes, marrones y amarillos- canten y
resplandezcan antes de que el sol vuelva a caer o la luna se
esfume en el alba límpida. Porque, en realidad, el negro es quien
domina.
Sus formas son cuerpos libres de entrelazarse y confundirse o de
armarse - dientes, cuñas, espinas- en épicas batallas contra ellas
mismas. Pero atrás el espacio se dilata y el horizonte traza con
nitidez sus límites en franjas que evolucionan y sufren
metamorfosis de pictórica densidad o de levitación abisal. Pero
hay algo más alto y trascendente que nosotros mismos. Lo numinoso
y terrible de que habló Rilke, o la dorada caverna que talló
Rembrandt como un templo en la penumbra para venerar lo
inaccesible. Pero este espacio es americano, en la vastedad de la
naturaleza - océano, cordillera- o esas celdas claustrales, en
fría piedra, que nos encierran con nosotros mismos y nuestros
fantasmas de vieja data.
Todo ello proveniente de un país consagrado al sol, como escribió
César Moro, "en la costa fertil en culturas mágicas, bajo el vuelo
majestuoso del divino pelícano tutelar". De ese Perú, de
claridades vueltas sombras tangibles, donde Fernando de Szyszlo ha
hecho más grávida la luz del misterio. Ese espacio, por cierto
ilusorio, donde por fin podemos vivir.
Juan Gustavo Cobo Borda,
Bogotá, noviembre 2014.
BIBLIOGRAFÍA
Sebastían Salazar Bondy : Una voz libre en el caos. Lima, Jorge
Campadónica Editor, 1990, p. 63-66, p. 76-78
Damián Bayón : Pensar con los ojos. 2a ed. México, Fondo de
Cultura Económica, 1993, p. 248-253.
Mario Vargas Llosa. Diccionario del amante de América Latina.
Barcelona, Paidós, 2006, p. 362- 370.
Octavio Paz : Corriente alterna. México, Siglo XXI, 1967, p.
10-11.
Emilio Adolfo Westphalen: Escritos varios sobre arte y poesía.
Lima, Fondo de Cultura, 1996, p. 276-289, p. 312-317.
Dore Ashton : Szyszlo . Barcelona, Polígrafa, 2003.
Fernando de Szyszlo: Miradas furtivas. Antología de textos,
1955-2012. 2a ed. Lima, Fondo de Cultura, 2012.
Juan Gustavo Cobo Borda: "Fernando de Szyszlo : un signo
americano", en catálogo Galeria Forum, Lima, 35 aniversario, 2009.
José Miguel Oviedo : Archivo personal. Lima, Lapix Editores, 2014,
p. 193-195
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