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En 1979 Gustavo Zalamea hizo sesenta dibujos en lápiz y tinta para reproducir sobre papel heliográfico. Les puso como título Los papeles de la tierra y tanto Julio Cortázar como Gabriel García Márquez los respaldaron como jurados de un concurso en México, que no ganó.
Blanco y negro. Vegetaciones simbólicas y batallas entre la luz y la sombra. El tema era el militarismo en América Latina y Zalamea le dio tratamiento telúrico: combatían los troncos de los árboles, se erguían las masas de las montañas, nos herían los huesos y las dagas de un enemigo encubierto. Era una mitología geológica del horror, como en los códices precolombinos o en el Canto general de Pablo Neruda.
Si a todo lo largo de su carrera le había preocupado la relación arte y política, como puede verse en el capítulo que le dediqué en mi libro: Mis pintores (Bogotá, Villegas Editores, 2002) ahora buscaba, en alguna forma, dilatar los límites de la visión. Su arquetípica, por decirlo así, recreación de la Plaza de Bolívar, con Catedral, Congreso, Palacio de Justicia y Alcaldía, no albergaría ya tan sólo la ballena blanca de Moby Dick. A Melville lo acompañarían el Naufragio del Titanic y la balsa de La Medusa de Gericault.
Si había abierto un tajo de luz, una herida formal a sus árboles y boterianas frutas, descomponiéndolos en una ondulante indagación plástica, ahora la oscuridad se propalaba por el mundo y saturaba con su negro absoluto muy amplias zonas de su trabajo. Regímenes militares, torturas y desaparecidos, la tragedia de la Unidad Popular en Chile y la muerte de Salvador Allende, que personalmente padeció, ensombrecían un continente de botas y charreteras.
El mismo que su abuelo Jorge Zalamea pintó con imágenes y que el nieto ilustraría con palabras: El gran Burundum-Burundá no ha muerto precisamente, y a la versión que de este texto dieron Fernando Botero y Roberto Matta, en pintura, y Gabriel García Márquez, en literatura, con Los funerales de la Mama Grande, Gustavo Zalamea añadía la suya. Los redondos cascos militares se desangraban por obra de una caligrafía, donde dibujo y texto erosionaban su mecánica rigidez autoritaria. Y donde el poder impugnador del arte, del ir en contra de lo establecido, creaba de nuevo la utopía, más allá de los bolillos y tanques.
Como se ve el arte de Zalamea se nutre de la cita, verbal o plástica. Y en tal atmósfera sombría, de plazas y calles donde sólo circula la soledad del miedo, Zalamea vinculado de vieja data a la Universidad Nacional, buscó amparo y refugio en la historia del arte, isla de luz en medio de esa otra historia oficial, degradada y envilecida. Al margen de otras referencias quería subrayar una sola: el timbre vital de los colores de Matisse.
Le hacían falta a Zalamea esas diosas opulentas, de sensual contorno, que estallaban en rojos, azules y amarillos puros, y cuya simple silueta, en grueso trazo, devoraban un segundo plano de antiguas viñetas. La pintura sola borraba dibujo y grabado. Es esos vastos lienzos el perfil de las torres eclesiástica, la arboladura de buques desmantelados, cuadros que amaba: Goya, Daumier, William Blake, quedaban apenas como notas de trabajo. Desdibujadas, sí, en una amalgama indistinta de fetiches particulares. Sólo esas mujeres eran fuertes y definitivas, en la gravedad carnal de su cuerpo apetecible. Como especie y, claro está, como arte.
Era un viaje alrededor de su propia pintura. Del intento para que todos los espacios y todos los tiempos, tanto objetivos como subjetivos, coexistiesen en ese tablero donde el pincel clava su recurrencia. Sueños, recuerdos, el rostro de la madre, la línea pura de una jarra o una escuadra. Toda esa acumulación desordenada que es el taller de un artista y que se llama memoria. A partir de allí, otra nueva realidad surgía impredecible. Una fragmentación abierta y en proceso.
Una creación que podía apelar, de nuevo, a la cita, como en las mujeres sin rostro del nicaragüense Armando Morales. Un tanto robóticas y ausentes, escudriñaban el horizonte de su espera y aguardaban el eco de su hierático silencio. Ahora algo tenue y fantasmal las evaporaba, pero la ensoñación no borraba el dolor. En sus cuerpos diluidos y transparentes se asomaba el rojo de sus articulaciones y vértebras. Zalamea volvía a tocar así el misterio conturbador del ser humano. Como lo dice con sus propias palabras: Lo constructivo y lo geométrico, lo monumental y lo íntimo, lo sagrado y lo falso, lo humorístico y lo crítico, lo local y lo popular entre decenas de categorías pueden entrar en la historia de una ciudad imposible. La misma ciudad que él construyó con su pintura. Con su activa tarea de sismógrafo de nuestras esperanzas y dudas.
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