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Con el torno entre las piernas, Dalita Navarro quiere parir de nuevo al mundo y darle la forma que sus sueños reclaman con impaciencia. Sueños tangibles, sueños concretos, de tersura y aspereza, de reborde y superficie. Con puro barro de Chía sintió la terca emoción de recobrar una memoria plástica donde se halla, por así decirlo, el código genético de nuestras pulsiones primordiales. Aquellas que conocieron muy bien los músicos y artesanos precolombinos, recubriéndolas en ocasiones de oro, en otras dejándolas límpidas y sonoras: ocarinas y caracolas de mar, que ahora, vueltas cerámica artística, cerámica escultórica, no se desprenden de la naturaleza pero ingresan al espacio del arte. Con sus volúmenes de personal geometría, con sus colores de contrastes propios de la tierra misma. Con la recomposición, humana e imposible, de un organismo tan perfecto como variado. Caramujos para hechizar, una vez más, el rumor de la mar, la sinfonía de la brisa, la cortina sonora de los pájaros remotos.
La piedra molida puede dar aún mayor espesor y consistencia a esa masa que de forma paulatina, se amolda y enriquece. Se altera y espiritualiza. Al girar sobre sí misma, y adelgazarse como húmeda columna, compite con el modelo externo pero, al final, termina por dar razón solo a su propia evolución, a lo que pudiéramos denominar maqueta interior. La encuentra bajo la cálida presión de unos dedos que escuchan y responden a los latidos con que la materia en sí, inerte en apariencia, busca expresarse como sucedió con sus manzanas de 1999, rotundas, firmes, sólidas en su espesor pero frágiles en su interrogación. Manzanas, sí, pero cabezas vistas de lejos, y al aproximarnos, ondulación que se abre y propone, con dulce suavidad, con cortantes labios, una íntima oquedad. La del ojo de Bataille. La de la sonrisa vertical.
Labios lúbricos donde puede besarse el cielo o el infierno. La caricia de un tacto incandescente. Con razón esa vagina ha adquirido forma luego de pasar por el horno de fuego. La redondez desde cuyo interior una mirada atónita nos impacta con su fijeza. Sombras espesas, matices delicados, para descubrir el pistilo-falo de una flor hermafrodita o el parpadeo lúbrico que asoma desde ese bosque oscuro. La superficie se ha vuelto profundidad y la matriz formal se rasga con estremecedora entrega y nos ofrece así, desde el corazón de esta fruta surrealista, el perfil de dos amantes que surgen unidos, náufragos resurrectos al emerger de la caverna primordial.
Todo este trabajo tiene mucho de remoto y ancestral. La cerámica como primer rastro de la humanidad. Como de pesquisa contemporánea en torno a una estética del objeto mismo. Del poder concentrado que resume ese diálogo entre una arqueología de lo originario y una imaginación actual. Así en su exposición de 2002 en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, Dalita Navarro parece envolver, con hilos de fina espiral, esas ocarinas y caracolas que en realidad las engendran, confiriéndoles al conjunto de piezas una movilidad circular, el dinamismo con que parecen salir de sus límites, y evolucionar en un vértigo de rotación fulgurante. No es solo el núcleo quien gira sino toda la pieza hasta deshacerse en aguzados flecos, en tornado o estrella que se sostiene en su ritmo de franjas y pliegues. Engendra sus bellas metamorfosis, abierto al cosmos u ocluído en su caparazón de armadura y misterio. Que variadas y sin embargo tan coherentes secuencias de copa o fruto, de blancura manchada de gotas negras o de abrupto corte, al interrumpir su aparente evolución natural. Por ello su exposición de 2004 en Casa de América, en Madrid, y a la cual me referí en mi libro Pintura siempre (Bucaramanga, SIC Editores, 2005) las formas, flor o corazón, nave o laberinto, son sometidas al recorte incisivo de la erosión. No busca expandirlas ni replicarlas. Muestra, como lo dice la artista las huellas del tiempo en la piel del mineral.
Quisiera extraer su esqueleto interior, las vértebras de ese molusco que alude tanto al ciclo lento de las constelaciones milenarias como al poder de la mano humana para imprimir ondulaciones y circunferencia, incisiones y tajos en esos aereolitos no caídos del cielo sino engendrados por la tierra misma y la sabia mano de una mujer que la ennoblece.
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