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Con la caída del muro de Berlín en 1989 la historia cambia de signo. Las polaridades de la guerra fría, Estados Unidos contra Rusia, en la carrera espacial, en la tecnología armamentista, dan paso a una hegemonía global. Más que un imperio estadounidense, un capital movible y unos medios instantáneos que se insertan donde exista un nicho propicio, en costos y mano de obra. El desplazamiento, según las ventajas económicas de un planeta interconectado, nos lleva de las maquilas mexicanas a los centros de comunicación de la India, y hace que los ideales socialistas se arrinconen en aras de un curioso mercado liberal sin límites, todo él saturado a su vez de restricciones: visas, barreras fitosanitarias, guetos de inmigrantes, las fronteras nacionales se dilatan, perforan y expanden en la agrupación de grandes intereses comunes: Unión Europea, Nafta, Mercosur, Cuenca del Pacífico. Pero a su vez drogas, armas, comercio humano establecen los corredores clandestinos de otros flujos. De otras poblaciones en movimiento.
A su vez el no previsto estallido de las religiones fundamentalistas, de los nacionalismos enfáticos, del rechazo tajante de una modernidad que se pretende racional y que en realidad va destruyendo el planeta, erosionando sus suelos, contaminando sus aires, secando sus fuentes de agua, de muy sólidas razones para reivindicar un rescate de valores ecológicos, de la primacía de lo local sobre la uniforme universalidad de los medios, de abanderar las cuestiones de género, de sentir que el fragmento en sí, particular, concreto, individualista, es la totalidad para muchos. Como lo expresaba Luis Luna en 1990:
El esoterismo y la religión se convierten en tablas de salvación ante la real impotencia de la razón. Hay una actitud de condensación y síntesis de las experiencias cotidianas y de conversión de objetos en símbolos.
Vuelto el planeta un estudio de grabación, como sucede con CNN, y las restringidas pero sangrientas guerras locales que incendian el Oriente Medio, trocadas en monótona y previsible ilusión virtual, volvíamos al comienzo. El cielo de una pantalla de televisión rayada por los fuegos incendiarios de los cohetes inteligentes, el terrorismo golpeando por todas partes Bogotá, Chechenia, Londres, Madrid. Caen las torres gemelas el 11 de septiembre de 2002.
Y el nuevo muro levantado por Estados Unidos en la frontera con México, sitiaba en definitiva al Imperio. No solo buscaba detener al hambriento necesario para recolectar cosechas sino que igualmente encarcelaba al rico en su celda autista de alta tecnología. Dentro de este esquemático y en cierta forma tan banal panorama, el artista buscaba una inserción acorde con su tiempo. También él hacía de turista recorriendo geografías interiores o exteriores, también utilizaba su cuerpo como campo de pruebas de las pandemias que lo estremecían, del cáncer al sida, como en los dos honestos libros al respecto de Susan Sontag. También recolectaba, como los marginales, los detritus de un consumismo voraz o los restos calcinados de una naturaleza que se agostaba, con asfalto y químicos y a la cual intentaba conferir nueva vida: el ritual chamanístico, el peregrinaje a los orígenes. Intentar que lo sagrado, lo numinoso, las oscuras potencias generatrices, infundieran energía cósmica a un capitalismo depredador y frío. A todo ello contribuían desde el sicoanálisis hasta la antropología, como los libros de Michael Taussing, enfocados al terror primitivo.
Hay, es obvio, muchos otros signos, pero el rescate de las ancestrales voces perdidas, el fijar en videos lo que va siendo derrumbado y demolido, otorgaban un papel central a la fuerza de la memoria como ciudad del recuerdo, como refugio de una identidad superviviente, puesta ya en duda desde el estructuralismo mismo.
Era solo en la tela donde un artista como Luis Luna podía intentar, sobre la cuadrícula de Joaquín Torres García, colocar su alfabeto elemental de signos, América, de 1990, era cruz y laberinto, jarrón y glifo. El pueril Ame con que rubricaba su proyecto. Dos años más tarde Ajo había roto el retablo pictórico. Palos azules, blancos, rojos y naranja se amontonaban para enfocar con un triángulo visual y un cerco de colores esos paneles de madera, ese políptico de siluetas de edificios y arabescos expresivos. La pintura era para Luis Luna, viajero contumaz, no solo el registro de un periplo inacabado, de un marco interpretativo roto una y otra vez. Era llevar al lienzo las tierras y las sombras de China, Usbekistán o el Amazonas. La seda y el caucho. El metal y el vidrio. Las crónicas de Indias como un gran libro abierto, donde los góticos apellidos de un informalismo gestual trazaban su personal firma. Su estilo que no quería serlo. Atrás, un crepúsculo rojo hacía aún más intenso el negro de sus grafismos. Pluma y colina descubriéndonos de nuevo el Nuevo Mundo.
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