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Este barranquillero es quizás el único artista colombiano que ha mantenido una fidelidad inquebrantable a una idea de vanguardia, a una búsqueda espiritual que se expresa y canaliza a través de múltiples vías. La primera fue el nadaísmo. Luego el espiritismo. La cultura popular de los cómics o el poder sugestivo de la idea generatriz que anima el arte conceptual. Y para todo ello ha erigido como su gurú, como su espíritu guía a Marcel Duchamp, el artista que puso en duda toda la tradición retiniana del arte occidental, dedicándose al ajedrez.
Barrios, de pasmosa habilidad como dibujante, adora este submundo Kitsch de tarjetas con escarcha y poses afectadas; y ha elaborado así cajas mágicas donde San Sebastián agoniza de placer en una playa Caribe del mismo modo que Verlaine y Rimbaud siguen amándose bajo cielos de ciencia-ficción.
Pero en realidad, desde su viaje iniciático a Italia y su descubrimiento paradójico de la pintura norteamericana (Pollock, Lichtenstein, Andy Warhol), lo que Barrios intenta es revitalizar una tradición exangüe con un baño enérgico de sabiduría popular: la que representa Superman, la que encarna la historia del arte como una tira cómica de duración imprevisible. Por los canales de Venecia avanza no la recamada góndola del Dux, todo oro y esplendor, sino alguno de los vidrios rotos de Duchamp o su rueda de bicicleta.
Quizás por ello su última exposición, en octubre de 2006, en Galería Mundo de Bogotá, es un noticiero en medallones periodísticos, transmitido por Luisa Lane y Clark Kent de aquellas rupturas que el periódico El Planeta, de Metrópolis, considera hitos del arte moderno. Las parodias, provocaciones o irrisiones con que dadaístas o surrealistas desacralizaron un oficio trascendente, afanado por fijar el trazo tan fugaz como mágico de la belleza misma. Hasta Klein usando como pinceles mujeres desnudas o Beuys conversando, metafísico alemán, con una liebre muerta. En dicho espacio los estropicios dislocados de un humor irreverente mezcla a Frida Kahlo con Picasso, pero en realidad goza y disfruta de atribuir a Dolores del Río barrabasadas culturales, en un espléndido escenario de divas, cortinajes, luna y palmeras, que hubiera enloquecido de dicha a Manuel Puig. Tal es periplo de exaltación y crítica con que Barrios cuenta la historia del arte del siglo XX.
Como si el hipismo aún sobreviviera con chalecos hindúes y gafas redondas, Barrios mantiene incólume algo de ese mundo de satinados ambientes prerrafaelitas, de escenarios vetustos, de lo festiva e insolente que fue una vanguardia cruzada por la publicidad y los medios audiovisuales. De ahí el encanto de sus grabados populares, hechos en el papel precario de un periódico, como si la gráfica de José Guadalupe Posada adquiriera un súbito renacer, en ese arte por correo, o en exhibiciones públicas, que Barrios firma encantado.
Ya sabíamos que muchos de los artistas de vanguardia querían salir del reducto de galerías comerciales, y quemar de paso los museos, pero Álvaro Barrios ha dado el giro completo: funda el Museo de Arte Moderno en Barranquilla y sus obras ingresan al MOMA en Nueva York, refrendando así la calidad exploratoria de ese dibujo del cual surge, como de la botella del mago, el proverbial humo de una encarnación insospechada: sus horizontes sin fin, los perfiles tajantes de Dick Tracy y sus secuaces. Ese niño que aprendió simultáneamente a leer y dibujar a partir de los cómics, de héroes espaciales, vaqueros del oOeste, gángsters y detectives, aún no ha perdido su asombrosa capacidad de seducirnos, con su alambicado encanto de nostalgia punzante. El arte será siempre la infancia recobrada.
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