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La pintura era una forma de exaltar la vida. De celebrarla en colores. Pero la pintura era también una larga agonía. Un dilatado crepúsculo. Por ello sus colores emblemáticos siguen siendo el gris y el rojo.
Su personalidad era afirmativa: rotunda, viril. Pero las perplejidades, las dudas, los silencios también eran parte esencial de su caracter.
Pertenecia a una familia de recursos, en un país de pobres irredimibles. Pero había optado por un oficio que lo colocaba en el azaroso mundo de la bohemia. De la marginalidad asumida. ¿Qué significaba ser pintor en la Colombia de entonces?. Poca cosa: retratos académicos, algún encargo público. Solo su generación vió establecerse las primeras galerías comerciales. La continuidad de los salones nacionales. El refugio de las escuelas de artes.
Defendió su opción, con coraje, y muy pronto fué reconocido. Se había educado en el exterior: España, Inglaterra, Estados Unidos, pero fué un feliz autodidacta, en definitiva.
Pintó retratos de señoras con apellido y había llegado a ser tan vice-consul (ad-honorem) en Barcelona como director de la Escuela de Bellas Artes en Bogotá. Pero lo decisivo fué la configuración de un mundo propio. Por fín un colombiano incorporaba la furiosa eclosión de una naturaleza feraz al marco de una decantada asimilación plástica. El mundo de Cezanne, el mundo de Picasso, de sus colegas latinoamericanos, avidos de impregnar el lienzo con la materia y los símbolos de un continente que se desperezaba del sufrido poncho indígena.
No estaba solo: alli cerca vivian Tamayo, Lam, Matta, Szyslo. Su obra, en Colombia, trajo el estimulante aire de una libertad imaginativa. Ese bodegón que cultivo toda su vida, donde la escueta mesa horizonte le permitía disponer, en compartimentación rígida primero, luego con énfasis gestual, el reiterado repertorio de toda su vida. Una copa, una patilla, un mangle, una iguana, una flor carnívora, una mojarra, un alcatráz, una barracuda, un gallo, una paloma, un chivo.
Formas que se ensamblaban o se fundian, que se entrelazaban o permanecian aisladas y a las cuales esas flechas, esas letras, esas ráfagas terminaban por otorgarle hondura o dinamismo. La frágil voluta de la poesía. La rúbrica estremecida de la muerte misma,
Pero esos motivos clásicos, por así decirlo, eran heridos por el rayo inmisericorde de la violencia. El cuerpo del estudiante tasajeado sobre la consabida mesa. El paisaje agónico de la mujer preñada. El cielo oscuro rasgado por un trueno de luz.
Parecia querer estar alli donde sucedian las cosas: el 9 de abril, el 10 de mayo, la caida del avión donde moría su amigo Gaitán Durán. El Ché, Camilo, el asesinato de Gloria Lara. Pero el reverso de este rostro público de participación y denuncia era su conventual estudio de Cartagena de Indias. Su anterior cuarto de altos techos en la calle de San Blás en Barranquilla, Se aislaba para escuchar mejor la algarabía del mundo.
Siempre los amigos, cena, farra, burdel o casino, y siempre la soledad de quien se había casado cuatro veces y pintaba orgulloso sus hermosos hijos. Siempre, también, el devorar de nuevo el mundo tras la secreta, incitante, misteriosa conquista: la modelo, la esposa del político, la mujer del primo. Que crónica exaltada la de éste caballero solo, en un país de hipócritas tartufos. Su misión por cierto no era la de escandalizar, sino la de pintar. Pero su fraterna relación con los poderosos de este parroquial mundo, de millonarios a toreros, lo situaba en una vorágine contradictoria de figura pública y de sigiloso lector de poesía. De trasnochador festivo y obrero riguroso en el línpido amanecer del otro día.
Era intuitivo, amante de los azares del destino, pero era tambén un guerrero que combatía su espantoso miedo íntimo, liandose a puños o enfrentándose a una vaquillona en una corrida. Al lado de Marlon Brando, en Quemada y con uniforme de militar napoleónico, podía sentirse por fín a gusto.
Riesgo, coraje, valentía, que se tradujo muy pronto en la dimensión épica de su pintura: los toros, los cóndores, las blancas cimas de las cumbres andinas, el igneo cráter de los volcanes, el vértigo de esos ciclones del Caribe borrando de la tierra las vanas pretensiones de los hombres por domesticar un trópico que todo lo consume, exigiendo su refundación perpetua cada día.
Así concibió los vientos azules de Jerónimo Bosco como algo desmedido que increpaba al mundo, y así logró que varios de sus cuadros más eneigmáticos y profundos nos hablen del mar y sus abismos, de la geología marina, de islas que surgen de súbito en las tinieblas del génesis, donde la luz es aún oscuridad maciza.
El vislumbrar, en un parpadeo, esa claridad que fulge y a la vez se extingue. El resquicio por donde quizas Antoine de Saint-Exupery escapa de sí mismo, correo por la planicie patagónica o piloto militar en la guerra aérea donde los cazas alemanes poblaban el cielo con estrellas mortales.
Obregón nacía con el impulso y quería vencer con la pintura, el intolerable límite . Pero todo terminaba por referirlo al esplendor voraz de la naturaleza misma: la vastedad de los ríos amazónicos, la descompuesta rabia cuando comprobó en 1986, el desastre de la Ciénaga Grande. Algunos imbéciles por estupidez o lucro, la habían escindido de su mar nutricio. La carretera seguramente sería muy útil, pero el caos de peces muertos, de aves sin donde sembrar sus nidos, de tierras anegadas y árboles podridos, por años, lo descompuso. Allí estaban sus fúnebres azules, sus iracundos naranjas, para sentar su protesta. Había que gritar, de vez en cuando, aun cuando el prefería, como no, el sigiloso silencio de una pincelada tersa y expresiva. La dilatada perspectiva de un drama de cielo y tierra, de luces y nubes. Pero había que dejar la protesta escrita y referirla, de algún modo, a la lección del mito. Si un ángel caía era de nuevo Icaro al intentar sobrepasar lo imposible.
Así funcionaba la mente de un pintor, que sabia mucho de pintura y no hablaba nunca de ella, y que se debatía entre el reclamo diario de las cosas de éste mundo y su afán de consignar un testimonio no solo de crítica sino de perdurable concreción estética. De belleza que subsiste. Fiel a sí mismo, Obregón, al hablar de las acuarelas de su amigo Hernando Lemaitre, expresó dos de las grandes verdades que estan en la base de su arte:
La naturaleza fué creada casi exclusivamente para ser pintada, y El arte, además, sirve para vivir despues de morir.
No lo olvidemos, al visitar el territorio casi inabarcable de su pintura.
II
Obregón amaba avionetas y lanchas, un jeep destartalado que exigía al máximo, la camioneta en cuya guantera Alvaro Cepeda dejó olvidados los primeros manuscritos de La Casa Grande. La velocidad con que la visión se despliega y refresca la rutina. El quemar etapas como quien lleva sobre sí la carga de sus muertos y los huesos de sus bestias y debe, cada día, saludar al sol con la sorpresa de un niño. Cuando expuso en Caracas, en el centro cultural Consolidado, la exposición tenía un título desmesurado: Obras Maestras y un subtitulo inquietante: 1941-1991. Medio siglo de bregar con los tubos y las brochas. De trajinar con las telas y los marcos. De decir algo propio, a traves de esos objetos-símbolos, de esas formas-lenguaje, que era necesario profundizar y renovar. Retomar, una y otra vez, y deshacer, en una nueva metamorfosis.
Tenía, en primer lugar, que ir mas alla del esmirriado panorama que encontró. Toda esa pintura quieta de los paisajistas de la Sabana, con sus aposentadas aguas en medio de inmóviles árboles y pétreas vacas. Todos esos acuarelistas antioqueños de bucólico idilio y raza recia, desmontando selva. Toda esa pintura de los Bachues con sus puntillistas mitologías indigenas, mas propias de la antropología que de la identificación emotiva: ¿Qué nos dice Bachué, que nos dice Bochica, la diosa y el dios?. Muy poca cosa. Todo ese arte social para un pais campesino que nunca conoció reforma agraria. Toda esa industralización incipiente, con fábricas y chimeneas, que plagiaba el muralismo mexicano y veía como el aparente progreso arrastraba su cauda inexorable de marginalidad y pobreza.
A todo ello Obregón dijo NO y puso sobre la mesa la elongada silueta de un único y solitario pez dorado.
Había que partir de cero y volver al origen. Como decía Roberto Matta con gracia: Agitar el ojo antes de mirar. De ahí ese expresionismo luminoso y vibrante que nunca fué abstracto: se trataba de una niña con un pez en la cabeza, del mismo dios Neptuno emergiendo del mar, de los jardines barrocos apelmazados de signos. Siempre se intuyen detrás las poderosas fuerzas de la naturaleza, recordándonos el punto de partida. Igual sucedía al decretar su extición. El riguroso apocalípsis de su último condor, de 1981, se fundía dentro del sombrío esplendor de sus calcinadas plumas. Pero no desaperecía del todo: resucitaba. Resurgía en el estallido cromático del acrílico. El desgastado símbolo se transformó en pujante pintura. Le había conferido renovada vida.
Era el pintor emotivo que empezaba a encontrar, para Colombia, un museo imaginario de figuras propias. Un lenguaje y un estilo: el del entrecruzado diálogo de la costa con el interior. De la cordillera con el mar. De los centenares de vientos, de la galerna a la tramontana, con la transparencia mágica de atsmósferas hasta entonces inconcebibles por su virtuosismo de brochazos dilatados y soberbios.
La controlada ambición de un gran pintor. En ello lo acompañaban la cohorte espléndida de sus amigos de generación: Gabriel García Marquez, Alvaro Cepeda Samudio, Alvaro Mutis, Alfonso Fuenmayor, cronista inicial de su grupo. Trataban de encontrar una fusión entre su desmadre vital y el rigor de la tarea artística. Los nutría un contorno de ciénagas y cacerías, de cantinas y burdeles, de participación civica y presencia pública en murales, libros, premios de novela, revistas, salones nacionales e internacionales, y el mecenazgo de empresas nacionales y grupos financieros que asi veian exonerados sus pecados capitalistas con algún renglón de sus presupuestos de relaciones públicas destinados a la cultura. Alvaro Mutis lo hizo desde ESSO como Alvaro Cepeda Samudio desde Bavaria, mientras que Gabriel García Marquez, Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor abrían aun mas el espacio desde las páginas de los periódicos.
Además, el ir y venir, el estar en la costa caribe, le permitía disfrutar una frontera natural, donde el influjo de Estados Unidos se remansaba y se hacía propio, gracias a una ya centenaria cultura trietnica, de leyendas del Río Magdalena, como el hombre caimán, y del desafuero del carnaval de Barranquilla y el entierro de Joselito, que bien podía matar tambien amigos como el pintor Figurita, inmortalizado en otro cuadro suyo.
No necesitaban del respaldo de la UNESCO para saber lo importante que era: el ron, la música, los gorros de los congos, las comparsas histriónicas, era, por decirlo así, confirmación de un gran estrato cultural que los alimentaba y obligaba a preguntarse, creativamente, por su sentido. De igual modo el flujo de visitantes extranjeros, del mexicano Juan García Ponce al cubano José Gómez Sicre, de la argentina Marta Traba, novia en algún momento de Cepeda Samudio, al norteamericano Tom Messer, quien incluyó a Obregón en una célebre exposición de 1965 titulada La década emergente, aireaban aun mas sus propuestas, en exigente diálogo con sus pares de otros paises. No estaban ensimismados en las facciosas rencillas del interior. El pintor ilustraba los cuentos del novelista amigo o padecía, con risas, como este le robaba la anécdota de su última hazaña de pescador de sábalos . . . o de muertos.
Asi era. El arte se imbricaba con el tejido social pero era ante todo una aventura individual por exelencia. Sin prerrogativas, por cierto, pero también sin manoseos. Establecieron con ese medio siglo de entrega sin concesiones una renovada escala de valores: había que respetar el trabajo del artista (y pagarlo bien) porque sin el artista un pais resultaba literalmente incomprensible. Carecía de memoria, de rasgos propios, de un presente de convivencia y compartidos modos de sentir y de pensar. Todo ese proceso de conformación, en definitiva, de una cultura mas plural y mas rica, menos tortuosamente represiva y política, puede seguirse en las felices páginas de las notas de prensa de García Marquez como su bello texto: Obregón, o la vocación desaforada o de las novelas de Alvaro Mutis, donde Alejandro Obregón ha quedado reflejado como un ser creativo y torrencial, en el arte y en la vida. En la ya mitológica saga de su intensidad sin reticencias.
Pero a la vez qué pudorosa cautela la de su ademán fraterno. Qué fino tacto para seducir y acompañar, con fuerza y delicadeza. Para proteger y establecer claras distancias. Para disfrutar y hacerse respetar, en un país muy dado a la promiscua chabacanería y al imperio ya desde entonces visible de los medios de comunicación como vehiculos del chisme y la nivelación por lo bajo. La ignorancia, que como decian las abuelas, sigue siendo atrevida.
Todo ello de un sutil modo indirecto, ha quedado reflejado en su pintura. En el poder que emana de la presencia misma, trátese de la Nube gris, de 1948, como de su Autoretrato (astigmatismo), de 1949. El ser, la figura en sí, esta alli recordandonos el poder avasallante de su magnetismo. Pero a la vez esa irrupción ineludible en nuestro campo visual tendrá tambien un aura de misterio, una proyección sugerente en las asociaciones infantiles, un caballito de bronce, o en el misterio inquietante que emana de los objetos mas cotidianos: un cuchillo. Un gato. Una cartilla. Un camaleón. Sí: todo se hizo para ser pintado. Incluso él mismo.
Por ello se involucró de modo tan estrecho en su serie sobre Blas de Lezo. Tan herido como él, tuerto, manco y cojo, y tan capaz de ir mas alla de él, para seguir pintando. La ceguera de sus postrimerias parecía el precio que los dioses celosos cobraban a quien había velado el rostro de sus mujeres, deslumbrado por el resplandor intolerable de todos los seres. Una cultura santurrona, de editorial y discurso, era ahora fraterna y emotiva. Sus aves, como las aves finales de Braque, se apoderaron no solo de su estudio: presidían el consejo de ministros, en el Palacio Presidencial, o las paredes del Congreso de la República, dándole un mas renovado aire a ese país que tantas veces puso en duda en masacres, asesinatos y feroces Muerte a la bestia humana. Por ello una palabra secreta, que empleó pocas veces, concordancia, nos confirma cuanto de sí mismo hay en su arte, con honesta empatía, y cuanto de su arte está en nosotros, como piedad, consuelo y fuerza regeneradora y altiva. Disfrute y regocijo artístico.
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